Monica Zwaig - Una familia bajo la nieve

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Una familia vive sus días en los suburbios de una ciudad francesa. Corren las últimas décadas del siglo XX. Padre y madre, exiliados de la dictadura argentina, reconstruyen su vida y deciden criar a sus hijos en la cultura del país que los adoptó. Pero la vida está hecha de casualidades y decisiones que tienen consecuencias imprevisibles. Una separación, la elección de una carrera universitaria, una amistad, entre otras cosas, depositan a Harmonica, una de las hijas y la narradora de esta novela, en Buenos Aires, donde iniciará un raro periplo para plantar un árbol genealógico.Hay despedidas y reencuentros, hay amores frustrados, remordimientos. Hay una potencia narrativa que Monica Zwaig administra con maestría y que logra desplegar en este libro, pergeñado lejanamente en su francés natal pero escrito en un terso y elegante castellano, un castellano tan demoledor como dulce.Una familia bajo la nieve es una hermosa novela francesa escrita en argentino.

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—Ustedes me acaban de llamar diciendo que me venían a matar. Mi marido no es un terrorista. Es un intelectual-idealista y no tienen derecho a matarme.

La policía de Flores le contestó que no habían sido ellos los que habían llamado, que se quedara tranquila, que irían inmediatamente. Mi madre les preguntó:

—¿Cómo los voy a reconocer, si vienen también vestidos de policía?

Cuando tocaron el timbre y se identificaron como de la policía, mi madre preguntó:

—¿Los buenos o los malos?

Debe haber sido un momento bastante tenso, de estos que se viven en cámara lenta y donde un segundo dura una hora. Por suerte, eran los buenos. Mi mamá los hizo pasar y los miró un poco extrañada. Ella nunca supo distinguir entre los buenos y los malos en las historias. En realidad, lo que sí supo esa noche, porque los policías buenos se lo dijeron, fue que se tenía que ir de la casa. Entonces María empezó a vivir en la clandestinidad durante más de un año, sola y con una beba de unos meses y un nene de dos años.

7. La vida en los suburbios

De niña no me daba cuenta de que vivíamos en los suburbios de Francia. Primero porque vivíamos en una casa enorme con un jardín gigantesco que daba la sensación de estar en una isla desierta. Y segundo porque al colegio íbamos con gente de todos los colores. Para mí, los suburbios no eran una zona de exclusión de la población migrante sino una zona donde vivía el mundo entero. Por ejemplo, mi amiga Edwige era de Mali y Nabilá era de Argelia. Formábamos un grupito de chicas alternativas, en convivencia con el grupito de las chicas rubias de Francia. Nosotras nos sentíamos francesas y lo defendíamos en el recreo con los puños, si hacía falta, y no necesitábamos el afuera porque ya lo teníamos ahí adentro de nosotras.

El principal problema con los suburbios era pensar en el futuro y cómo íbamos a salir de ahí. Como todo el mundo preguntaba qué queríamos hacer cuando fuéramos grandes, pensaba que era urgente encontrar una vocación. Mis padres ya tenían un destino para sus hijos. Mi papá quería que fuéramos médicos como él; mi mamá quería que fuéramos princesas, como Lady Di. Yo quería ser doble de riesgo y para eso entrenaba duro. No me daban miedo los hematomas, tenía una misión y una vocación: caer en lugar de otro.

Pero el mundo de los dobles de riesgo es tan competitivo como cualquier disciplina artística y yo siempre odié competir. Por eso, tenía un plan B: ser abogada, como el presidente de la República, el gran François Mitterrand, el presidente socialista, abolicionista de la pena de muerte y partícipe de la resistencia contra los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. ¡Cuántos mitos puede reunir una sola persona! Nunca entendí el culto que había en mi familia por el presidente, pero lo acepté. Descubriría recién treinta años después que fue gracias a él que nosotros, los refugiados, obtuvimos la ciudadanía francesa.

Cuando le conté a Edwige que si me iba mal con las caídas tal vez quisiera ser abogada, me contestó que ella también lo había pensado pero había descartado la opción. Me dijo:

—Los abogados tienen que defender a todos y yo no podría defender nunca a un violador, por ejemplo.

Edwige es de las personas más buenas que yo conocí en mi infancia. No sé cómo ella se enteró del tema de la violación, yo no sabía cómo había que hacer para violar a alguien. En mi casa no me daba para preguntar. Después de hablar de nuestro futuro profesional, empezamos a jugar a los violadores en el recreo. Yo tenía que violar a Arnaud, el chico más lindo del colegio. Él tenía diez años y yo sólo siete. Me llevaba tres cabezas, y no sólo porque yo era la más chiquita del colegio, también él era el más alto.

En mi casa mantenía en silencio todo lo que pasaba en el colegio. Sentía que no podía compartir mis sentimientos profundos con nadie. Entonces aprovechaba la gran libertad que me habían dado con el nacimiento de mi hermana más chica para encerrarme en la habitación de mi hermano y usar su máquina de escribir. A veces pasaba el miércoles a la tarde entero escribiendo poemas o canciones de amor para Arnaud o Eric o Yohan y después los escondía en sus mochilas como una carta anónima. El resto de los días tenía que lograr violarlos o darles un beso o conseguir que una tarde fuéramos al mismo cumpleaños y nos acostáramos en la cama uno al lado del otro, unos minutos. Sólo lograba la parte de los poemas anónimos.

8. El paso del tiempo

En los noventa seguíamos ahí, en Francia, y estábamos por convertirnos en la familia Ingalls. Vivíamos en una casa con chimenea, jardín y un perro. Mi papá había hecho grabar el nombre de la casa en una insignia de hierro y “La Mascota” se había convertido en nuestro hogar, ahí en el impasse en el que vivíamos.

Nos habíamos perdido el tren del regreso de los exiliados en los ochenta. La escalera social francesa se había transformado en una escalera mecánica. Mi hermana estudiaba violín; mi hermano, saxofón. A mí me habían puesto a estudiar piano. Mi hermanita más chica había nacido sin ninguna obligación de hacer nada. Mamá tenía la obligación de cuidarnos a todos y prepararnos de comer mientras papá iba al trabajo y traía el dinero que hacía funcionar el motor del sistema. En casa todos hablábamos francés y nuestro vínculo con el castellano, además de algunas visitas de mis abuelos, era por las canciones de Julio Iglesias, que era furor en Francia en esa época, y porque mamá era su fan incondicional. La abuela Rosa vivía sola, por su cuenta, y también había aprendido a hablar francés. Cada vez que iba a trabajar o salía de su casa para ir a la iglesia o hacer las compras se ponía polvo blanco en la cara y decía “En la vida, es mejor ser blanco”. Como ella, nos fundíamos perfectamente todos en el decoro del paisaje francés porque el paso del tiempo es a la vez el mejor amigo y el peor enemigo del extranjero.

Nunca se mencionaba la palabra Argentina , salvo para hablar del dulce de leche que traían los abuelos cuando nos venían a visitar. Mis padres habían logrado borrar nuestros orígenes de la superficie. En lo profundo estaban esperando ahí para salir y brotar como las raíces de los árboles debajo de la tierra.

Fue en ese contexto, después de haber borrado nuestras huellas digitales, que mis padres decidieron tomar tres semanas de las vacaciones de verano para ir a Argentina. ¿Era un regreso o eran vacaciones?

Supuestamente eran vacaciones, pero después de un exilio de catorce años tenían un gusto a regreso. Era la primera vez en sus vidas que papá y mamá sacaban un pasaje para Argentina. Los anteriores habían sido sacados por algún funcionario de la Cruz Roja internacional porque ellos habían salido por primera vez del país para el exilio y nunca habían vuelto. Llevaban en sus valijas todos los disfraces necesarios para sobrevivir y escapar en cualquier situación.

Yo no sabía que eran tan duros los regresos y sólo llevaba un par de jeans que no estaban de moda porque en Argentina todas las nenas usaban calzas. Me quedó grabado eso, que la calza es argentina. Cuando volví a Francia, intenté usar un par en el colegio pero los franceses no entendieron. Allá son sólo para hacer gimnasia.

Cuando nos llevaron a Argentina en 1990, papá y mamá nos dijeron de no hablar nunca en la calle. No querían que se nos escapara ni una sola palabra en francés, menos en los transportes públicos y los taxis. Dentro de los disfraces que llevaban ellos, estaba el disfraz del que nunca se fue a vivir afuera, y al que los taxistas no pueden engañar. Sólo papá y mamá podían hablar, eran los directores de esa película.

No tengo recuerdos de haberlos visto llorar. En eso dudo a veces de mi origen familiar, porque yo lloro siempre y hubiese llorado lo suficiente para abastecer toda la sequía de África de haber entendido que para ellos era un regreso a su tierra natal después de catorce años de exilio. En Argentina, la primera vez que lloré fue cuando papá me dio tres cachetadas en el andén del subte B porque le había soltado la mano y me caí saltando un escalón.

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