Muchos años más tarde encontramos un papel que corroboraba la fecha de llegada de mi abuelo a la Argentina. No me acuerdo qué papel era pero mi padre se quedó más tranquilo. El abuelo era sólo un hombre que no había podido volver nunca a su país. Papá sólo se había casado con la hija no judía de un obrero de la provincia y ya con eso era suficiente para romper con los mandatos familiares.
La guerra estuvo siempre muy presente en mi infancia, empezando por todos los libros que teníamos que leer sobre la Segunda Guerra Mundial para el colegio. Luego, cuando estalló la guerra del Golfo en los noventa, de la que Francia participó, yo tenía diez años y pensaba que iban a bombardear la casa. Alargué un poco el periodo de los terrores nocturnos hasta hacerlo llegar a ese momento. Estaba segura de que Saddam Hussein quería bombardear las fábricas Peugeot que quedaban cerca. Por eso había elegido un país de refugio, Australia, del cual no se hablaba nunca en el noticiero de la noche y por lo tanto debía ser un país muy tranquilo. Al contrario, Francia es un país que entra en guerra seguido.
Busqué mucho, pero no encontré nada en el relato de la primera cita entre mis padres que permitiera prever el drama que vino después.
Mi abuela Rosita era encargada de limpiar el consultorio médico de un cardiólogo acá en Capital. Mi mamá para esa época sufría de taquicardia. A lo mejor era por estrés, por cansancio, ya que empezaba a estudiar una carrera difícil como la de ser partera. Pero también podía ser una enfermedad grave. Para sacarse la duda, Rosita llevó a su hija a su trabajo y le pidió al cardiólogo que la revisara. El médico le dijo que mi mamá estaba bien del corazón, que la taquicardia no era grave. Entonces María se sintió más tranquila y se quedó en el consultorio ayudando a Rosita a lavar el piso.
Ahí fue cuando entró Juan, mi papá, que pasaba por el consultorio, ese día a esa hora, porque era el consultorio de su padre. Fue amor a primera vista. Para expresarlo, papá –futuro encargado de la comunicación en la militancia y en casa– le tiró bolitas de papel encima a María. Ella no reaccionó mucho, y era más bien tímida. Además estaba trabajando limpiando el piso, con su madre al lado. Papá fue a verla de más cerca y le preguntó cómo se llamaba.
—María.
—Yo soy Juan, vine a buscar unos libros de anatomía que tiene mi viejo. ¿Qué hacés acá?
—Me fui a atender con el doctor y estoy con mi mamá.
En ese momento entró Rosita. Juan siempre supo hacerse el valiente con las mujeres. Sin dudar, le preguntó a Rosita si podía invitar a su hija a tomar un helado. Y así fue como en la primera salida Rosita los acompañó a una heladería cerca del consultorio. Luego de eso, Juan le dijo a María: “Te aviso que si tu madre vuelve a salir con nosotros, esto se terminó”. Mamá se puso valiente con Rosita. Le pidió que la próxima vez la dejara ir sola. Ella tenía muchas ganas de conocer a Juan. Era muy pintón, estudiaba medicina. Él iba a ser médico y ella partera.
Para su primera salida solos mi padre la invitó a una cena en la casa de sus amigos. Mamá se vistió bien, se puso la cadenita de oro que se ponía para las ocasiones muy, muy especiales y compró un ramo de flores. Pero no llegó a un lugar como ella esperaba porque Juan la llevó a comer un asado en una villa. Mamá no lo podía creer, porque se había vestido muy bien, pensando que papá iba a llevarla a una reunión llena de intelectuales de clase media como él, y en cambio fueron a un lugar donde le robaron la cadenita de oro. Los ladrones, amigos de mi papá, se la devolvieron más adelante.
También busqué mucho en la historia de la familia de papá para ver si encontraba ahí las semillas de la revolución. Hay hechos notables.
A papá le pusieron el nombre de un tío, uno que era químico y murió a los veinte años en la explosión de su laboratorio. Me enteré también de que mi padre tenía un primo que se había caído de la ventana a los seis años y se había muerto. Por último, mi abuela paterna me contó que papá casi se muere electrocutado a los dos años. Por eso me pregunto si habrá sido por ese contexto, de haber estado desde tan chico tan cerca de la muerte, que no le dio miedo hacer la revolución.
Él lo único que recuerda y cuenta sobre su infancia es que vivió con pantalones cortos hasta los trece años. Las demás cosas las tengo que inventar. Hace poco le regalé el libro de un escritor argentino, El hijo judío , y como le gustó tanto, imagino que ahí encontró algo de su infancia. Y como esa infancia ya la escribió un escritor argentino no voy a cometer el error de inventarla yo, que aprendí el castellano hace poquito.
Por lo demás, no vi grandes cosas en el resto de la historia familiar del lado paterno que dejen entrever lo de la revolución. Es la historia típica de los pogromos que terminaron con la huida a la Argentina. Vi sólo dos cosas en la historia del abuelo que podrían ser semillas de algo, pero no estoy segura. La primera es que él se peleó con el Ejército argentino en los años cuarenta: había logrado entrar como médico militar y se sintió rápidamente expulsado por el tono antisemita de la institución. La otra, mucho más contundente, es que a pesar de ser muy petiso era un gran jugador de básquetbol.
En la historia de la abuela sí existe una semilla un poco más visible. Durante su niñez, su madre trabajaba en el rubro gastronómico: envolvía caramelitos en papel, que luego colocaba en un frasco transparente y los vendía. Mi abuela se crio con la dulzura a su alcance, pero no la podía probar. Esto es una gran semilla de la revolución. En su vida de adulta se vengó y probó toda la dulzura junta. El encuentro con mi abuelo le permitió ascender la escalera social y construyeron juntos una familia. Gracias a la técnica de los abortos clandestinos practicada por mi abuela fanática de las golosinas y mi abuelo médico, mi papá fue hijo único toda su vida y cargó sobre sus espaldas el mandato de devenir el hombre más exitoso del país. Mis abuelos no vinieron a Francia a vivir con nosotros, como hicieron los abuelos maternos. Ellos se quedaron acá para mantener el arraigo en este país. Eran la primera generación de descendientes de migrantes europeos, habían logrado tener sus primeras propiedades y era mucho pedirles que retrocedieran tantos casilleros.
Mientras hacía la revolución en la fábrica, mi padre tuvo dos hijos con mi madre y se fueron a vivir a la casa de Flores que había sido también la casa de mis abuelos, la casa donde había vivido mi padre toda su vida y también el consultorio médico donde ellos se conocieron. Tuvieron una vida familiar casi normal hasta que, un 3 de febrero de 1975, cuando mi hermano tenía dos años y mi hermana tres meses, en horas avanzadas de la noche, hombres armados vinieron a buscar a mi papá.
Nunca hubo juicio por estos hechos, pero si esto fuese un alegato de un juicio de lesa humanidad escribiríamos: “Juan Zartoriusky fue secuestrado en su domicilio sito en la calle Caracas 2154, Capital Federal, por hombres armados y de civil. Lo llevaron al patio de su casa y le hicieron un simulacro de fusilamiento ahí mismo, al lado de su primer hijo Evaristo, de dos años de edad. Revolvieron toda la casa, robaron las joyas de la familia, que no eran muchas, y se llevaron a Juan. A la semana llamaron por teléfono en el medio de la noche y atendió la esposa de Juan, María. Por teléfono le dijeron ‘¿Vos sos María, la mujer de Juan? Él ya se murió bajo las descargas eléctricas. Ahora te vamos a matar a vos. Somos de la policía’”.
Pero esto no es un alegato y la historia se resolvió de otra forma. Cuando María terminó de escuchar la tremenda amenaza de los policías, les contestó que estaban equivocados, que mi padre era un intelectual idealista y que no era ningún terrorista. Les pidió que no les hicieran nada, que ella tenía dos hijos chiquitos. Le cortaron. Mamá volvió a llamarlos, o sea que llamó a la central de policía de Flores y les dijo:
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