La idea ya se había debatido antes, pero Wolpoff afianzó su teoría en la década de 1970. «Viajé y observé, viajé y observé, viajé y observé», me explica. «Lo que vi fue que, a nivel de regiones extensas —me refiero a Europa, China, Australia… es decir, a regiones grandes, no a localidades pequeñas—, se apreciaba una enorme similitud entre los fósiles. No eran iguales, pero todos estaban evolucionando».
Wolpoff hizo su gran descubrimiento en 1981 cuando estudiaba un cráneo fosilizado en Indonesia, una de las regiones más cercanas a Australia, situada a poca distancia de sus costas septentrionales. Según las dataciones realizadas, el cráneo tenía un millón de años de antigüedad o más. Un millón de años entra en una escala de magnitud distinta, más antigua que la de los humanos modernos, y nos lleva a una fecha cientos de miles de años anterior al momento en el que nuestros antepasados empezaron a salir de África. No podía ser el ancestro de ninguna persona viva, pero a Wolpoff le sorprendió la similitud entre su estructura facial y la de los australianos de hoy en día. «Había reconstruido un fósil que se parecía tanto a un nativo australiano que casi se me cae de las manos. Me lo puse sobre las rodillas y su rostro me miró […]; cuando lo puse de lado y lo observé bien, me llevé una gran sorpresa».
Ya había trabajado antes con Alan Thorne, que realizaba investigaciones paralelas y compartía su teoría sobre el pasado. Juntos formularon la teoría de que el Homo sapiens no había evolucionado solo en África, sino que algunos de nuestros más vetustos ancestros evolucionaron hasta convertirse en humanos modernos después de haber salido de África y antes de mezclarse con otros grupos humanos para crear la especie única que hoy conocemos. En el artículo de Scientific American que dio a conocer su teoría multirregional al resto de investigadores afirmaron: «Algunos de los rasgos distintivos de grandes grupos humanos como los aborígenes australianos, los asiáticos y los europeos evolucionaron a lo largo de periodos prolongados en los mismos lugares en los que habitan hoy».
Describían a estos «tipos» de población, soslayando cautelosamente el término «raza». «En biología, una raza es una subespecie», me aclara Wolpoff cuando le pregunto. «Es parte de una especie que vive en su propia área geográfica, que tiene una anatomía y una morfología propias y puede procrear con otras subespecies afines […]; ya no hay subespecies. Puede que las hubiera en el pasado, se debate al respecto, pero sabemos con certeza que ya no quedan subespecies».
Muchos académicos hallaron la hipótesis de Wolpoff y Thorne poco convincente, ofensiva o ambas cosas. Según el historiador Billy Griffiths, la hipótesis multirregional de nuestro origen socava de raíz la idea básica de que todos somos humanos y nada más. Recuerda a una tradición intelectual anterior que consideraba a las «razas» especies distintas. «Da igual el lugar del mundo en el que nos encontremos, cuando miramos hacia el pasado remoto y vemos lo que ocurría en aquellos lapsos de tiempo increíblemente largos, lo hacemos a través del prisma del presente, de nuestros prejuicios, de manera que vemos lo que queremos ver», me dice. «La arqueología, como disciplina, está saturada de colonialismo, no puede negar sus raíces». El multirregionalismo se planteó atendiendo a la información disponible por entonces, pero también despertó ecos de colonialismo y conquista. «Los defensores de la hipótesis multirregional nunca podrán librarse de ese feo legado político».
Wolpoff siempre ha sido muy sensible a esta controversia. Tuvo que hacer frente a un aluvión de críticas cuando Thorne y él publicaron el artículo. «Éramos el enemigo», recuerda, «porque si teníamos razón, los seres humanos no podían proceder de un único tronco común […]. Nos dijeron que en realidad estábamos hablando de una evolución de las razas humanas en lugares diferentes e independientemente unas de otras».
Su teoría no se ha podido demostrar. La mayoría de los académicos occidentales y africanos aceptan la teoría de que los seres humanos se volvieron modernos en África y luego se adaptaron a los entornos en los que se integraron, por cierto, bastante recientemente, si tenemos en cuenta la escala evolutiva. Suponen que se adaptaron para sobrevivir asumiendo cambios superficiales como el color de la piel. Sin embargo, no todos están de acuerdo. En China, tanto el público como los académicos más punteros creen que sus ancestros se remontan a un pasado anterior a la supuesta migración desde África. Uno de los colaboradores de Wolpoff, el paleontólogo Wu Xinzhi, de la Academia China de las Ciencias, ha afirmado que cuentan con fósiles que demuestran que el Homo sapiens evolucionó en China independientemente, a partir de especies humanas arcaicas que ya vivían allí hace más de un millón de años. Sin embargo, los datos demuestran que las poblaciones chinas modernas tienen las mismas aportaciones genéticas de los humanos modernos que abandonaron África que cualquier otro pueblo no africano.
«A muchos pueblos les desagrada la idea de su origen africano», afirma Eleanor Scerri, una arqueóloga de la Universidad de Oxford que investiga en torno a los orígenes de los humanos. «Se han apropiado de la teoría multirregional para dejar claro que creen que la idea del origen común es simplista, que las razas son reales y que los pueblos de un área específica siempre estuvieron ahí». Me comenta que esta forma de pensar, habitual en China, empieza a difundirse asimismo por Rusia. «Se niegan a aceptar que alguna vez fueron africanos».
A veces se niegan los orígenes africanos por nacionalismo o por racismo, pero no siempre es así. En algunos casos se trata simplemente de fusionar viejas historias sobre los orígenes con la ciencia moderna. Griffiths me cuenta que en Australia, por ejemplo, muchos indígenas aceptan la teoría multirregional porque se ajusta a su propia creencia de que llevaban en la tierra desde el principio. En realidad, este es un mito de origen compartido por muchos pueblos del mundo. Mientras no hallemos nuevas pruebas (y tal vez incluso después), podemos elegir una teoría u otra por motivos personales o basándonos en los datos. Como nunca llegaremos a conocer el pasado del todo, la hipótesis multirregional clásica persiste pese a la poca credibilidad que le conceden los expertos. De hecho, confiere poder político.
Aunque no es muy probable que el multirregionalismo clásico constituya la historia de nuestro pasado, el hecho de que ahora sepamos que nuestros ancestros se mezclaron con otro tipo de humanos arcaicos tiene sus implicaciones. Alimenta la imaginación de aquellos a los que les gustaría resucitar íntegra la teoría multirregional. Es una pepita de oro fáctica que alimenta la libre especulación sobre las raíces de las diferencias interraciales. Los más férreos defensores de la hipótesis multirregional pueden aducir que al menos una de las predicciones de Wolpoff y Thorne ha resultado ser correcta. Estos autores sugirieron que otros humanos hoy extintos, como los neandertales, se mezclaron con humanos modernos o evolucionaron hasta convertirse en lo que llegaron a ser. Hoy tenemos pruebas genéticas de que se mezclaron. Algunos de nuestros ancestros procrearon con neandertales, aunque su contribución al ADN de las poblaciones actuales solo sea de unos pocos puntos porcentuales. No fue una práctica muy difundida, pero existió.
Pregunto a Wolpoff si cree que el hallazgo de estas pruebas le ha hecho justicia y él ríe. «Usted habla de justicia… ¡en realidad nos sentimos aliviados!».
«La genética ha hecho posible lo impensable», señala el experto en arte rupestre Benjamin Smith. «Lo que me preocupa es la dirección en la que avanzan estas investigaciones genéticas […]. Creíamos que los bosquimanos de África del Sur, los aborígenes de Australia Occidental y alguien como yo, de origen europeo, éramos básicamente iguales. La ciencia moderna siempre nos decía que éramos idénticos». Sin embargo, los últimos descubrimientos parecen haber rebobinado la historia hasta el siglo xix. «Esta idea de que algunos de nosotros tenemos más genes neandertales o denisovanos […], podría llevarnos de vuelta a la desagradable conclusión de que todos somos diferentes, por ejemplo, los aborígenes australianos tienen muchos genes denisovanos», advierte. «Está perfectamente claro que se puede dar buen uso a esta idea en el ámbito racial».
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