Daniel Chamero Martínez - La casa de Okoth

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La casa de Okoth: краткое содержание, описание и аннотация

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Tras una larga sequía, la esperada lluvia llegó a Okuni inesperadamente. Aquí comienza la historia de Okoth, una niña nigeriana que en su infancia tuvo que vivir lo que la mayoría ni siquiera podemos imaginar en nuestras más terribles pesadillas. Pero también comienza un maravilloso viaje de descubrimiento, superación y esperanza a lo largo del continente africano.Daniel Chamero ha escrito una bellísima historia inspirada en dramáticos acontecimientos reales que ocurren todos los días en África. Una historia de denuncia de una de las prácticas más execrables, que todavía subsiste en algunos países, como es la ablación genital femenina que conmoverá al lector por su desgarradora fuerza y ternura.

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4. Jábilo

El sol estaba saliendo cuando Aba llegó a la cabaña de Jábilo. El curandero estaba postrado de rodillas ultimando su oración matinal. Era uno de los momentos más trascendentales del día para él. Aba esperó de pie junto a él hasta que terminó con las obligadas plegarias. Jábilo se incorporó y le saludó.

–Buenos días, amigo; ¿cómo te encuentras?

–No he descansado en toda la noche, no puedo hacerlo. Esa mujer no me lo permite –respondió Aba con angustia.

–Tranquilo Aba, no has de desesperar. Tú eres el hombre de la familia. Nazima tendrá que aceptar tus decisiones. ¿No crees? –inquirió el curandero.

–No sé, Jábilo, pero no es tan fácil. Tú no la conoces.

En ese momento el curandero se percató de un ruido que provenía de unas cajas que había apiladas a escasos metros de su cabaña. Aparentó no haberlo advertido y de una manera disimulada siguió hablando con Aba mientras escudriñaba de reojo las cajas amontonadas. Se trataba de los pequeños Ekón, Adwim y Okoth. La mirada de Jábilo se tornó maliciosa y sin más invitó a Aba a entrar en la casa; los temas que iban a tratar requerían de total discreción y no convenía que ninguno de aquellos niños escuchase nada.

«Ya ajustaré cuentas con ellos», pensó mientras accedía a la casa.

–Siéntate y cuéntame, amigo. ¿Qué es lo que te preocupa? –dijo ya en el interior de la choza.

–Nazima, es Nazima. Es como si lo supiera todo. Su forma de mirarme. Si no lo sabe lo intuye.

–Cálmate, Aba. Nazima no puede saber nada; es algo que solo hemos hablado tú, yo… y Akanni.

–¡¿Akanni?! ¡¿Se lo has dicho?! ¡Te dije que esperases! ¡Maldita sea! –dijo Aba gritando.

–Sssh. Cálmate, amigo. Podrían escucharnos –intentó tranquilizarle Jábilo y prosiguió–. Akanni es un hombre bastante rico. Su ganado es numeroso, como bien sabes. Y su hija, Inaya, es bastante bella. No le faltan pretendientes. No se nos puede adelantar nadie, Aba. ¿Lo entiendes?

–¿Y por qué iba a querer casar a su hija conmigo? No quiero hacer el ridículo –preguntó Aba.

–Y no lo harás. Akanni está de acuerdo con el trato.

–¡¿Ha aceptado?! –exclamó sorprendido Aba.

–¡Sssh… sssh! No levantes la voz. Claro que ha aceptado. Te dije que lo haría. El ganado de Akanni necesita tus tierras de pastoreo. El usufructo de tus tierras para su ganado será tu dote. A cambio, él te obsequiará con siete cabezas. Dos vacas y cinco ovejas. ¿Quién puede ofrecerte eso? –terminó preguntando el curandero.

–Vaya, es un buen trato. Pero Nazima… –dijo Aba en voz baja.

–No te preocupes por Nazima. Solo has de hacer todo aquello que yo te indique.

–¿Y tú qué ganarás con esto? –preguntó Aba.

–¿Yo? Vamos, Aba, eres mi amigo. Quiero tu felicidad; estoy seguro de que si en un futuro me fuera necesario, tú harías lo mismo por mí –contestó Jábilo.

–¡Las tierras! –volvió a exclamar Aba.

–¿Qué ocurre con las tierras? –preguntó Jábilo con interés.

–Pertenecían al abuelo de Nazima. Se negará. Esa maldita mujer se opondrá a ello.

–Ya te he dicho que no te preocupes por Nazima. Aceptará, te lo puedo asegurar –aseguró Jábilo.

–Y yo te he dicho que no la conoces. Esa mujer es tozuda, no aceptará –advirtió Aba.

–No entiendo el temor que le tienes. No te comportas como un hombre. Ella debe someterse a tus decisiones. Estáis enojando a los dioses –le reprendió Jábilo.

–¿Los dioses? Ningún hombre podría con ella; ni siquiera los dioses podrían.

–¡No blasfemes en mi casa! –exclamó Jábilo encolerizado.

–Perdona, lo siento. No pretendía decir eso.

–Pídeles perdón a ellos, no a mí; es a ellos a quien ofendes –dijo el curandero con severidad.

Tras unos segundos de meditado silencio entre ambos, Aba dijo:

–Hace dos días Nazima vino a hablar conmigo. Su intención es que Okoth vaya a la escuela. Todos los días.

–¡¿Todos los días?! ¡¿No tiene bastante con los sábados?! ¡Las mujeres no deberían ir a la escuela nunca! ¿Qué le has dicho? –exclamó Jábilo indignado.

–Hemos discutido. Yo en principio me he negado, pero ella me ha recriminado mi escasa afectividad con la niña. En su día la dejé a su cargo. Dice que la decisión no será mía. Si el profesor acepta, la niña irá a la escuela –acabó Aba derrotado.

–¡Eso es una locura! –volvió a exclamar Jábilo.

–Tiene razón; yo mismo le dije que no quería saber nada de esa niña. ¡Yo mismo la dejé a su cargo! ¡Maldita sea! ¡Voy a ser la vergüenza de la aldea! –gritó Aba.

–Pero es tu hija, Aba. Nazima tendrá que aceptar tu voluntad.

–No lo hará. Si ese maldito profesor acepta, la niña irá a la escuela –terminó sentenciando Aba.

–En mis plegarias he hablado con los dioses. Me preocupa Nazima. Interviene en temas que no son de su incumbencia. Los dioses están disgustados con ella. Si no hacemos algo al respecto alguna desgracia caerá sobre todos nosotros pronto –razonó Jábilo.

–¿Y qué podemos hacer? –preguntó Aba con atención.

–Puede que por aquí tenga algo –dijo el curandero, a la vez que recogía la lámpara con sus manos.

–¿Qué quieres decir? –volvió a preguntar Aba mientras Jábilo inspeccionaba su arsenal de pócimas.

–Se trata de un pequeño brebaje –contestó Jábilo mientras escudriñaba las decenas de potingues enfrascados–; ha de estar por aquí –continuó–. Eso es, aquí está –dijo sonriendo mientras sostenía un minúsculo bote con un líquido incoloro en su interior.

–¿Qué es eso? –preguntó Aba.

–Es aceite de tármica, una planta medicinal. Con un adecuado tratamiento extraemos el aceite de las hojas de esta agradable y aromatizada flor. Entre otras facultades, este inofensivo aceite hará que Nazima entre en contradicción y cambie de opinión –explicó Jábilo.

–¿Estás seguro? –preguntó dubitativo Aba.

–Totalmente. Esto no fallará –sentenció el curandero con una sonrisa escabrosa.

–¿No le hará ningún daño, verdad?

–Oh, no te preocupes. Tan solo cambiará de opinión. Toma; has de dárselo esta misma noche, justo antes de que se duerma –dijo Jábilo mientras le transfería el pequeño frasco.

–¿Yo? ¿Esta noche? ¿Y cómo quieres que lo haga?

–Sí, tú. Has de mezclárselo en leche. No lo abras antes y asegúrate de que solo ella lo toma –dijo el curandero y prosiguió–. Podrías hablar con ella esta noche. Dile que estás de acuerdo con lo del colegio de Okoth. Dale un trato amigable y ofrécele un vaso de leche. Pero no lo olvides: debe ser justo antes de que se duerma.

–¿Y qué pasaría si lo tomase otra persona? –le interrogó Aba.

–Nada, pero no debe tomarlo nadie más. Los dioses solo me permiten usar estas pócimas con personas desmejoradas y no hay que encolerizar a los dioses, ¿verdad? –resolvió Jábilo.

–No, no debemos –concluyó Aba temeroso.

–Ahora márchate; tengo cosas que hacer. Y, recuerda, ha de ser esta noche. Tu boda con Inaya será dentro de tres semanas. El tiempo apremia.

Aba envolvió el diminuto frasco entre sus ropas y se marchó. Jábilo le observó a través de la rendija de la puerta. Una vez se aseguró de su marcha se dispuso a ir al encuentro de los tres niños que minutos antes estaban espiándole. Comenzó la búsqueda de los pequeños por toda la aldea. Mientras andaba no paraba de darle vueltas a su plan. Había algo que le inquietaba. ¿Qué haría Aba cuándo Nazima despertase muerta al día siguiente? Seguramente le interrogaría por lo del aceite de tármica, y hasta podía ser que lo denunciase y descubrieran que lo que realmente le había dado era cianuro, un potente veneno que en una pequeña dosis provoca la asfixia de quien lo ingiere.

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