El interés por la coquinaria empezó cuando se consiguió producir y dominar el fuego. Esto que hoy nos parecería tan simple necesitó de milenios para llevar a buen fin la cocción de los alimentos que los humanos ingerían. Se inventaron utensilios y baterías de cocina a medida que se dominaba la tecnología. En Coquinaria, Arte y Técnica van unidos y evolucionan juntos. El técnico inventa el instrumento que luego embellece el artista. Luego llega el guisandero/a que ha de tener la pericia suficiente para servirse de los utensilios puestos a su disposición.
En un principio el hombre, en este caso la mujer, se valdría de cuencos de madera y de calabazas, en los que introducía piedras calentadas al fuego; estas al contacto con el agua elevarían su temperatura hasta hacerla hervir. Es práctica que aún emplean pueblos alejados de nuestra civilización y que todavía cocinan como en el Paleolítico. Con el invento de la alfarería —en el Neolítico—, ya se pudieron colocar los recipientes directamente al calor (la alfarería, que tanto agrada a la vista). Raro es aquel que no se emociona más o menos ante un objeto hecho de barro o de cerámica… Miles de años después nos gusta seguir utilizando cazuelitas de barro para algunos de nuestros platos cocinados y estos, a su vez, reciben el nombre donde se han guisado (ej. paella, puchero, olla, cazuela, etc.). Aquí el continente da nombre al contenido.
Con el dominio de los metales se fabricaron toda suerte de baterías de cocina y de utensilios para cocinar y comer. Se empezaría por el cobre, el latón, la hojalata y con ella el estaño que servía para soldar y tapar pequeños agujeros. Las cocineras respirarían más tranquilas, se abollaban pero no se rompían. Constituyeron el ajuar transmitido de madres a hijas, junto al saber hacer. La falta de limpieza, en los utensilios de cobre, ha ocasionado fatales consecuencias, incluso la muerte causada por el cardenillo que se produce en ellos al oxidarse. Enormes peroles de cobre se destinan para saltear o para elaborar los afamados pulpos a feira gallegos o las ricas almendras garapiñadas. Y también como adorno por ser muy decorativos y vistosos. Poco nuevo hay bajo el sol; se emplea —y mucho— el hierro colado, el hierro esmaltado, con fondo grueso. En ellos el calor se transmite homogéneo y con mayor vigor aunque con menos suavidad que en los de barro, de arcilla o cerámica.
Ya entrado el siglo XX comenzó a implantarse el aluminio —más barato— y luego el más sólido de todos: el acero inoxidable. Y del vidrio templado se consiguieron vajillas resistentes al calor muy intenso (p. ej. el Pirex, el Duralex, etc.); son vistosos y ofrecen la ventaja de ser transparentes. Se suelen romper en mil pedazos cuando se caen al duro suelo.
De la primitiva olla, encadenada y colgada en el hogar o semi-enterrada entre brasas y cenizas calientes, se han derivado multitud de utensilios de cocina, algunos de gran calidad. Durante siglos las familias se habían acomodado alrededor del lar, del hogar. A su calor se han contado todas las vicisitudes y experiencias; se han relatado patrañas, historias, cuentos, también sucesos truculentos. Nos quedan aún rescoldos de ese fuego cautivador y embelesador, cuya inquieta llama nos mueve a la ensoñación. Se comenzaba por la utilidad que propone: cocer y asar carnes, chacinas, patatas, boniatos y castañas... y se acababa sesteando la modorra que provoca toda digestión o mirando sin ver ese fuego que es sedante para el sopor de duermevela. Hoy la vida resulta más prosaica. La chimenea o lar se ha convertido en lujoso mueble –casi siempre apagado si es fabricado con materiales nobles—. Se usan más en tierras frías o en determinadas ocasiones.
La pintura flamenca nos da testimonio de utensilios de cocina, debidos a los pinceles de genios como Brueghel, Snyders, Van Ostadeu, etc. De nuestro Siglo de Oro, Zurbarán y otros nos legaron, en bellos cuadros, naturalezas muertas (que se nos antojan vivas) y diversas baterías de cocina. De Velázquez, resulta emocionante la Vieja friendo huevos, en aceite de oliva (no hay rincón de España donde no se sirvan así, incluso “estrellados” sobre “Patatas a lo pobre” o “Panaderas” que es sabroso manjar). Gran pintor de bodegones de mediados del siglo XIX ha sido el gallego de Orense Gerardo Meléndez y Conejo.
Algunos utensilios de cocina se deben a personas que la conocen y buscan su eficacia. Así por ejemplo el “Molde Savarin” se debe al gastrónomo, del siglo XVIII, de dicho nombre. Consiste en un recipiente en forma de corona; también concibió “La olla económica”, que permitía cocinar al vapor especialmente los pescados de gran tamaño. También se le atribuye el “Asador de péndulo”. A finales del siglo XVII el físico francés Denis Papin, dedicado al estudio del vapor de agua y sus aplicaciones, inventó una marmita, primitiva autoclave, de la que derivó la olla a presión.
En los últimos años del siglo XIX ya había en París algunos restaurantes que utilizaban como combustible, más cómodo y más limpio, para cocinar un nuevo producto: el Gas (que Philippe Lebon instaló en París la iluminación callejera con gas en 1790). En 1860 Ferdinand Carré construyó el primer frigorífico que funcionó con gas amoníaco. Todo ello ha contribuido a la mejora de la restauración. Hasta los albores de los años veinte, del mismo siglo, se guisaba con leña, con carbón vegetal o mineral. La costumbre de cocinar los alimentos a fuego lento ha dado en creer que los así preparados tienen mayor sabor y son mejores, despreciando aquellos que se obtienen con premura. Primero se acusó a la cocina de gas o a la eléctrica de cocer muy deprisa. Luego a las ollas de presión por ablandarlo todo en un tiempo corto. La antigua cocina de carbón llamada “económica” fue sustituida por la eléctrica, después la de gas (de ciudad o butano) y más tarde por la placa vitrocerámica y la de inducción. Esto no tiene visos de ser solución de continuidad… pues ignoramos lo que nos reserva el futuro (aprovechamiento de energía solar, etc.). Durante la Segunda Guerra Mundial, Percy Le Baron Spencer descubrió, por casualidad, que las microondas —radiaciones electromagnéticas usadas para la transmisión de señales— podrían servir también para calentar (y cocer) cosas. Lo comprobó con dolor, pues acaeció que unas chocolatinas que llevaba en los bolsillos se le derritieron mientras hacía unas pruebas que nada tenían que ver con ellas. Sin proponérselo siquiera se encontró con algo que se convertiría en el causante que más ha revolucionado el modo de cocinar en el siglo XX. Las aplicó en un horno y funcionó. Esos hornitos, de reducido tamaño y fácil traslado (los hay también portátiles) tienen múltiples usos en tiempos increíblemente cortos. Se aplican para descongelar, calentar, cocer, asar, rustir y tostar. Y debido al escaso tiempo que se necesita para cualquier uso su consumo energético es muy bajo.
A las microondas algunos les sigue poniendo “sí, pero...”. Y es natural porque lo nuevo siempre es temible. Lo que no se conoce bien se prejuzga... Hasta que llegue un biólogo especialista en dietética y nutrición (como aquel sabio que fuera don Faustino Cordón) para que con su autoridad científica tranquilice a todo el mundo y deje bien en claro que la rapidez ni quita ni da sabor, ni disminuye el valor nutritivo, vitamínico o mineral que contienen los alimentos. Creo que será cuestión de irse acostumbrando. Aunque siempre habrá algún exquisito gourmet de turno —ese conocedor de guisos y platos cocinados— para calentarle la cabeza al gourmand complaciente que los consume aunque no sepa elaborarlos.
Pero volvamos a los hornitos microondas. A pesar de su gran comodidad y ventajas no dejarán de hacerse asados en los hornos tradicionales de leña (el llamado “horno moruno” es ideal para asar piezas grandes); las paellas con sarmientos; las carnes y pescados a la brasa de carbón vegetal le confieren un sabor característico, muy apreciado; y también los hervidos, cocidos, pucheros, potajes, ollas y calderetas de siempre y, por supuesto, la cocina al vapor (ya utilizada por los antiguos chinos) tan desengrasante y que permite una más fácil digestión, además de conservar el sabor que caracteriza a cada producto. Digamos en fin que ese nuevo artificio complementa los anteriores, funcionen ellos con leña, carbón, petróleo, gas o electricidad, como los hornos de convección. Siempre hay que adaptarse a los tiempos y descubrimientos. En 1960, el barcelonés Gabriel Lluelles creó la primera batidora eléctrica con brazo, a la que llamó Minipimer, es la MR1. La antiquísima maja del mortero, este, el lebrillo y el pasa purés, fueron reemplazados por trituradores molinillos, batidoras y brazos eléctricos, donde lo mismo se hace una Salsa mahonesa (que no mayonesa ni bayonesa, que son galicismos inútiles) o un gazpacho en el que se pica carne o cebolla..., resultando imprescindibles en los actuales obradores de pan y repostería; ídem le ocurrió al molinillo de café que de manual pasó a eléctrico y la manga de tela para filtrar el café fue sustituida por una gran variedad de cafeteras “Express”, con las que se ha alcanzado mayor aroma. Ahora están unas cápsulas sumamente publicitadas; empero estas cápsulas pueden traer, en el futuro, problemas ecológicos en el medio ambiente.
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