Sandalia González-Palacios Romero - Breve historia de los alimentos y la cocina

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El presente trabajo ha supuesto a la autora más de dos años de investigación y meditación sobre los alimentos que el ser humano ha ido utilizando y consumiendo a través del espacio y el tiempo.Se trata de un libro de cocina, más bien de «coquinaria» como cita la propia autora en más de una ocasión, de la importancia de la elaboración de platos, un repaso a la Historia de la Cocina. Asimismo se profundiza en el propio cocinar, el modo, los productos, sus ingredientes…, sobre cómo fueron modelando los usos y costumbres culinarias, dependiendo originalmente de lo que ofrecía su entorno natural.Se profundiza además, en la cultura gastronómica de España, pero también se habla sobre cómo la lenta globalización que de modo insistente se ha ido afianzando de un país a un continente más o menos cercano y afín, ha permitido el consumo masivo de la llamada «Cocina Internacional».Se trata en definitiva de una nueva revisión de la Historia de los alimentos y la cocina, centrada en España, pero tratando con indudable acierto de la influencia que ha tenido esta con «otras cocinas». Una visión particular y exquisita con un lenguaje y vocabulario muy cuidados que invitan a adentrarse en esta obra maestra de la historia de la cocina española, sus alimentos y su influencia de las grandes cocinas del mundo.

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El profesor Fernández-Armesto nos dice respecto de “la culminación de una historia progresiva de horizontes ampliados por la mejora de las comunicaciones. No hay cuestión más intrigante en la historia de los alimentos que la de saber cómo se atravesaron o rompieron las barreras culturales que impedía la transmisión de comidas y de hábitos culinarios […] Existe magnetismo cultural que mueve a algunas comunidades a copiar los hábitos culinarios de otras culturas más prestigiosas”.

España, esa corcova que le salió en el pie a la vieja Europa ha sido —y es— un territorio en el que coinciden, a su debido tiempo, las cuatro estaciones en que se divide el año meteorológico, y como consecuencia de ello, se manifiestan dando lugar a una variadísima flora y fauna que —después de adormecida— se despierta para ofrecernos lo mejor que produce su condición de Anima Mater, su Espíritu Nutricio. Un sol luciente nos acompaña en permanencia en su periplo orbital que, con constante y tenaz iluminación y calor no excesivo, permite que en nuestro suelo patrio se produzcan los mejores productos alimenticios para la flora y la fauna —la aérea, terrena y marítima —, lo que da lugar a que los seres humanos gocemos de una gastronomía tan variada como excelente. Su riqueza y diversidad atrajo, desde hace milenios, a los hombres y animales de Asia y África, quienes no solo buscaban su excelente clima sino que algunos pueblos, que nos invadieron o no, trajeron consigo variedades de plantas y frutos como regalos de gran valor: el olivo, la vid, el naranjo, el arroz, el tomate, el pimiento, el maíz, las especias, etc. cuya benignidad incrementó exponencialmente la coquinaria que actualmente gozamos. No descartamos a los que fueron empujados por la codicia de los metales que con tanta variedad como calidad dormían en el seno de nuestro suelo (oro, plata, hierro, cobre, mercurio, carbón, etc.).

En la época mítica de Argantonio, aquí reinó el legendario rey Gárgoris y su hijo Habidis. Ellos descubrieron, entre otras cosas, el modo de extraer la miel y el arado con el que labraban las feraces tierras. Los griegos, cartagineses, romanos y celtas intercambiaron con nuestros ancestros iberos culturas, lenguas y naves, tanto de transporte como de guerra; los marineros cruzaban sus embarcaciones con los bajeles y jábegas de nuestros pescadores, desde el levante mediterráneo hasta las temibles aguas del océano Atlántico, donde nace la noche… Es de suponer que quedarían asombrados los tripulantes extranjeros al ver a nuestros atrevidos y atezados pescadores atrapar congrios, morenas, pulpos, escualos y otros peces como los grandes y gordos atunes cual cerdos cebados que creían que eran así porque se atiborraban con las bellotas que arrastradas por el Guadiana y el Guadalquivir, flotaban en el mar. Al menos esto era lo que pensaba el geógrafo e historiados griego Estrabón y lo dejó escrito en uno de sus diecisiete libros, el que dedicó a Iberia. Cuando sus naves fondeaban al pairo cerca de los ríos de Turdetania quedaban asombrados por la fiereza, enormes tallas y bravura de los túnidos. Los pescadores marineros gozaban de un yantar más variado y gustoso que el de los belicosos pueblos del agro. Las artes de pesca que usaban no eran muy distintas a las actuales. Así el anzuelo hacía milenios que lo inventaron los hombres allá por el Paleolítico, y desde entonces su forma y utilidad no ha cambiado; el arco, el casco, la coraza, la falcata o espada corta también. La ganadería y la agricultura de nuestra tierra fueron inventos de los curetes o tartesios cuyo rey Gárgoris y su hijo Habidis “protagonizaron la fábula más antigua de occidente” según afirma Diodoro de Sicilia.

Es indudable que la alimentación humana dependía de lo que su entorno les ofreciera. Su dieta se modificaba en razón de la oferta de la Naturaleza. Nuestros visitantes solían llevarse el aceite de oliva y el vino en grandes cantidades y, cómo no, los cereales que abundaban en Edetania, Bética y Celtiberia, que era donde se cosechaba el trigo y la cebada (esta última era considerada como la mejor del mundo conocido). Nuestros agros eran tan feraces que se recolectaban dos cosechas al año. Los íberos eran generalmente muy dados a la pesca y los celtas —por su condición de pueblo guerrero— eran también agricultores y ganaderos. El trigo constituía la base alimentaria de la civilización mediterránea y su cultivo se practicaba mucho antes de la invasión romana. No debe sorprendernos que los romanos fueran los más grandes consumidores de trigo hispano y no es simple casualidad el hecho de que tuvieran y tengan una gran variedad de platos cocinados a base de pastas de harina de trigo duro. Los comerciantes extranjeros también codiciaban nuestros productos procedentes del mar; ejemplo el garo o garum, los pescados secados al sol o en salmuera.

En Iberia, al parecer, solamente se obtenía aceite del acebuche (especie de olivo silvestre) desde tiempos muy lejanos, pero se sabe bien que —según nos dice Manuel M. Martínez Llopis— “[…] El olivo cultivado no existía en la Península Ibérica en el año 163 de la fundación de Roma, siendo probable que fuera importado por los griegos en el noreste de la península Ibérica”. Posteriormente el cultivo se extendió por toda la mitad al sur de Despeñaperros. Al norte del Guadarrama apenas se empleaba el aceite para usos culinarios. Esta será quizá la razón por la que Andalucía se convirtió en la tierra de los fritos… En la Bética se producían, ya en época romana, fabulosas cosechas de aceite de oliva de calidad insuperable, de tal suerte que ayer como hoy sigue siendo llevado a Italia en enormes cantidades, a granel, y allí lo envasan en tinajas y exportan a todo el mundo como producto propio. Se han encontrado gran cantidad de ánforas rotas, halladas en pecios, cuyos fragmentos eran tan abundantes que llegaron a formar verdaderas montañas, como el llamado “merte Testacio”, en consideración a la cantidad de fragmentos de ánforas y demás vasijas que habían contenido aceite o vino procedentes de Hispania. Los hispanos no solo elaboraban aceite y vino; también sabían fabricar cerveza por fermentación de la cebada y otros cereales. Estrabón denominó “zythos” a une especia de cerveza, pero fue Cayo Plinio quien la conocía como “celia” o “cerea”, sin especificar el cereal (aclaro que la “celia” era la “cera” que se obtenía del grano de trigo). Citaré a continuación a Pablo Orosio, el escritor discípulo de san Agustín, quien al hablar de la cerveza hispana dijo:

“Por medio del fuego extraen el jugo del grano de cebada previamente humedecido; lo dejan secar y después de reducirlo a harina, lo mezclan con jugo fresco [agua], que luego hacen fermentar, lo que le da un sabor áspero y al beberla se siente un calor embriagador”.

Cuesta trabajo aceptar de buen grado lo que afirma el citado Martínez Llopis cuando dice que “La vid fue introducida en Iberia por lo púnicos, tal vez hacia el siglo VI a. C.”. Lo más sorprendente es que casi nada se sabe de los púnicos, mientras que mucho sabemos de los hebreos. En el Antiguo Testamento se dice que Noé, lo primero que hizo cuando se secaron las aguas del Diluvio fue plantar una vid y produjo vino con el que se emborrachó de alegría… A ningún cristiano se la ha ocurrido decir algo sobre aportación del pueblo de Moisés. Basta decir que Occidente no sería como es si los judíos no hubiesen extendido la creencia en un solo Dios, es decir, el monoteísmo. También las Tablas de la Ley o Diez Mandamientos, lejanos precursores de los Derechos Humanos. Lo mismo sucede cuando se habla del Sefard bíblico (España). Los griegos y los romanos y los judíos que vinieron con ellos son los que nos han civilizado. Empero cuando uno se refiere a la España moruna es raro que no hable sino de los árabes, cuando estos —en su inmensa mayoría— no eran árabes, sino beréberes, aunque la lengua empleada fuese el árabe. Si usaron esta lengua fue porque su Ley la dicta el Corán que es la palabra de Alá, y debido a sus conquistas bélicas la impusieron como vehículo porteador de conocimientos ajenos. Igual a este fenómeno sucedió con el latín que destronó la lengua ibera para imponerse a los pueblos de Iberia sometidos. Lo mismo hicimos nosotros con los indios en Iberoamérica. Hoy el inglés se está haciendo indispensable en todas las culturas porque las ciencias y tecnologías proceden, en su mayoría, de Estados Unidos e Inglaterra. En esta época tan pródiga en tecnologías y novedades que viajan a todos los rincones del mundo, la Gastronomía viaja a la par, se ha globalizado imponiendo modos y modas de comer antes inusuales o desconocidos y que ahora se prodigan en casi todos los figones de los pueblos y ciudades civilizadas.

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