“Debemos buscar a alguien con quien comer
y beber, antes de buscar algo que comer y beber,
porque comer solo es llevar vida
de un león o de un lobo”.
Epicuro
“¿Dónde se explaya con toda libertad
el corazón del hombre sino en la mesa?”.
J. de Urcullu
El organismo gasta muchas calorías diariamente y necesita unas energías para desarrollar la vida cotidiana; esta servidumbre biológica se puede convertir en un auténtico placer. Así, del comer para vivir del homínido, tras bastantes siglos y depurando técnicas, se ha llegado a la Gastronomía, y a ese Arte de la paciencia, observación y buen gusto que supone el cocinar. Los sentidos se desperezan, se subliman y nos estimulan a las más diversas sensaciones organolépticas más que en cualquier otro Arte: la vista, el olfato, el tacto, el gusto y hasta el oído —pues el pil-pil y el chop-chop— se aúnan. Este placer múltiple es compartido, no solamente al degustar un delicioso manjar, sino también al elaborarlo e incluso al crearlo. La búsqueda de nuevas recetas, las opiniones de los demás, los consejos de otros y nuestra propia reflexión nos conduce a una actividad en compañía… Después el festín... hasta nuestros eventos y conmemoraciones sociales, encierran —todos— un acto de amor que va más allá del matahambre simplón (que no el delicioso fiambre argentino: Matambre). La palabra ágape nos la regalaron los griegos con el significado también de Amor… aunque se crea que solamente lo fuera como banquete o comida en común. El divino Sócrates acostumbraba a dialogar con los contertulios alrededor de una mesa bien surtida. Su discípulo, Platón, nos dejó por escrito parte de sus enseñanzas en un libro docto, ameno y encantador: El Banquete. Los discípulos o mejor, los amigos, peroraban amablemente en pos de la Sabiduría, de la Belleza, la Filosofía…
Qué se comía, cómo y con quién nos aclararía mucho sobre la estructura social y económica de una época determinada.
Quizá aquello se asome a mi memoria cada vez que nos reunimos los amigos para charlar en sosegada compañía en la que no faltan aperitivos que degustamos con el doble placer de comer con alguien que apreciamos y para decirnos cosas (no es igual hablar que decir; hay quien habla mucho pero no dice nada). Ello implica que los agasajadores dedicaron algún tiempo en preparar piscolabis o “poikilos” (variadas tapas) para sorprender y regalar el paladar a todos; ello conlleva que se ha de regar con la bebida que a cada quien apetezca. Es sumamente agradable ver amigos sinceros, deseosos de dialogar de verdad de algo y aún de “algos” (que diría Sancho).
En efecto, desde remotos tiempos, la mesa en la que se come diariamente sirvió para la socialización de los individuos; en ella se perciben la cortesía y la educación de las personas. Alrededor de la mesa se come, se conversa, se siente la alegría en festejar onomásticas, aniversarios, bodas, etc. Los demás placeres son —aunque también necesarios— más personales, más íntimos y no se piensa en que nutrirse con satisfacción cumple con la necesidad imperiosa de vivir. Los hombres que tiempo ha nos precedieron consideraban a la “mesa” como lugar donde se realiza un ritual sagrado y, por ende, se debía guardar silencio mientras se comía; pero en los días solemnes se canta, se ríe, se alegra el espíritu de los comensales y se habla… Comer en solitario es imitar al depredador que solamente quiere comer él y cuando está ahíto deja el resto como despojos para otros. No solamente se ha de comer sino que hay que hacerlo con parquedad, como solía hacer Don Quijote que aconsejaba:
“Come poco amigo Sancho
y cena más poco
que la salud de todo el cuerpo
se fragua en la oficina del estómago”.
Nuestros más lejanos antepasados celebraban ceremonias en las que ofrendaban a los dioses alimentos y bebidas alcohólicas. En un período ya algo más tardío los israelitas festejaban haciendo holocaustos de animales domésticos para que Yahvé recibiera esos sacrificios sangrientos como agradecimiento por los bienes que recibía su pueblo. Los griegos y romanos ofrecían al dios Lar —en una patena— lo mejor que tuviesen de sus alimentos… Es una lástima que cuando los antiguos clasificaron las Bellas Artes se olvidaron del Arte Culinario, a pesar de que tantos poetas y gastrónomos (avant la lettre) la han ensalzado. Así puede decirse sin temor a equivocación que la Cocina es un Arte y el cocinero un artista con visos de alquimista gastronómico. Se me antoja que, si hubiera que clasificar las Artes pondría la Coquinaria en primer lugar (dado que, cronológicamente, así surgió), seguida después por la Pintura, la Escultura, la Música y la Danza. Los avatares de la Historia y la ecología circundante, junto a la imaginación a la par que el trabajo y hallazgos afortunados, convirtieron a la Cocina en Arte gastronómico. Para conseguir un plato bien hecho y apetitoso hay que saber combinar sabores, olores y colores. Ellos despiertan en nosotros emociones que culminan al llevar un bocado al paladar… La lengua es la que dispone de las papilas necesarias para distinguir los sabores. La elección de los comensales en el caso de un convite, la preparación de la mesa, presentación y variedad de los platos hacen que una comida familiar o amistosa se recuerde con sumo deleite y si es en un restaurante hace que este adquiera prestigio. La comida compartida es fuente de enriquecimiento moral y adquiere visos de inusitada espiritualidad o comunión; también requiere unas mínimas normas de urbanidad y saber utilizar los cubiertos y demás utensilios que se hallen a nuestra disposición.
Marco Antonio Apicio, millonario sibarita romano nos legó el tesoro de su libro De re coquinaria en el que, con pasión deleitosa, describe cómo se ha de organizar la mesa en fiestas y banquetes suntuosos con los que agasajaba a los tribunos y ricos hombres del Latio. Un cocinero muy renombrado en tiempos del emperador Trajano tenía también como nombre Apicio. Este halló el secreto de conservar frescas las ostras e inventó numerosos platos que se conocían por el nombre de “Apicio”; los glotones de Roma lo apreciaban sobremanera.
El bíblico rey Asuero de Susa (Persia) que casó con Ester, convidó durante seis meses a todos los príncipes de su Estado, a mesa franca para todo el pueblo de la gran ciudad. Los sabios cocineros persas inventaron exquisitos platos que se transmitieron a los griegos y de estos a los romanos, y con ellos sus lujos, sus manjares y refinados placeres. J. Berchoux, en sus poemas sobre gastronomía, nos habla de ilustres genios griegos que se ocuparon deteniéndose en algunos cantos, a la gloria de la buena cocina que gozaban. Hablan de la amalgama de especias con hierbas, capones rellenos, tiernos lechones y volanderas aves con las que ya utilizaban el agradable anís estrellado, el comino, el orégano, el romero y el serpol verde. Sabían inventarse infinitas salsas, dulces y saladas. Nunca agradeceremos bastante lo que hemos heredado de Egipto, Grecia y Roma. El emperador Aulo Vitelio se supo aprovechar de su corte y débil reinado para despilfarrar sin límites; se cuenta que hizo cocinar, en un día que convidó a su hermano a comer, más de dos mil pescados escogidos. Y otro emperador, Claudio, se ganó el cielo a causa de un plato de hongos que ingirió y que le había preparado su sobrina y cuarta esposa Agripina. El emperador Heliogábalo fue famoso por su glotonería y excentricidades; jamás comía pescado estando cerca del mar y cuando se hallaba lejos de él, hacía que se lo llevasen a casa en agua salada. Domiciano, de modo grave y serio, no habló de paz ni de guerra sino que inquirió al Senado para que le dijeran con qué salsa estaría mejor un rodaballo que le habían llevado fresco. Allí donde había dinero surgía un Gargantúa nuevo. No hay mortal que desdeñe el olor de un asado y así patos, pollos, carneros y lechones daban vueltas enfajados en sus fajas de grosura, en cadenciado movimiento rotatorio. Cicerón dijo de Cayo Licino Verres (pretor romano) que despreciaba las leyes del pueblo y que obedecía puntualmente las de la mesa. Los griegos solían dar banquetes no tan gastronómicos para alimentar el cuerpo sino para solaz expansión del espíritu, mientras que los romanos los daban para gozar del cuerpo con sensualidad voluptuosa. Estos últimos eran más bien glotones que golosos. El general romano Lúculo avisaba con antelación a su magnífico cocinero para que preparase con tiempo exquisitos platos y hacía creer que los improvisaba para que pensasen que él comía de ese modo a diario.
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