Sandalia González-Palacios Romero - Breve historia de los alimentos y la cocina

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El presente trabajo ha supuesto a la autora más de dos años de investigación y meditación sobre los alimentos que el ser humano ha ido utilizando y consumiendo a través del espacio y el tiempo.Se trata de un libro de cocina, más bien de «coquinaria» como cita la propia autora en más de una ocasión, de la importancia de la elaboración de platos, un repaso a la Historia de la Cocina. Asimismo se profundiza en el propio cocinar, el modo, los productos, sus ingredientes…, sobre cómo fueron modelando los usos y costumbres culinarias, dependiendo originalmente de lo que ofrecía su entorno natural.Se profundiza además, en la cultura gastronómica de España, pero también se habla sobre cómo la lenta globalización que de modo insistente se ha ido afianzando de un país a un continente más o menos cercano y afín, ha permitido el consumo masivo de la llamada «Cocina Internacional».Se trata en definitiva de una nueva revisión de la Historia de los alimentos y la cocina, centrada en España, pero tratando con indudable acierto de la influencia que ha tenido esta con «otras cocinas». Una visión particular y exquisita con un lenguaje y vocabulario muy cuidados que invitan a adentrarse en esta obra maestra de la historia de la cocina española, sus alimentos y su influencia de las grandes cocinas del mundo.

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Haeckel (1834-1919), con el que “significó las relaciones entre los animales y sus medios orgánicos e inorgánicos”. Ya más cerca de nosotros, el filósofo y etnógrafo francés (nacido en Bruselas en 1908), Claude Lévi-Strauss, creador de la Antropología Estructural, dejó dicho en su libro Lo crudo y lo cocido que “muchas culturas compartían un punto de vista similar, ya que consideran el acto de cocinar como una actividad simbólica que establece la diferencia entre los hombres y los animales”. El antropólogo y primatólogo de la Universidad de Harvard, Richard Wrangham ha publicado un importante libro bajo el título de Catching Fire, en el que afirma que “Fue el descubrimiento de la cocina —no la fabricación de herramientas, el hecho de comer carne y el lenguaje— lo que nos diferenció de los primates y nos convirtió en humanos”. Se sabe que una mayor cantidad de energía, hizo aumentar el tamaño de nuestro cerebro. En efecto, nuestra disposición de consumir alimentos con más proteínas cambió para siempre el curso de la evolución humana. Así podemos explicarnos cómo gracias a la energía que produce el caracol fue aumentando la concha que lo contiene. Causa admiración que una materia tan frágil y blanda pueda extender, ampliar, la cavidad craneal tan dura.

Consecuentemente el hecho de cocinar, de cocer los alimentos, proporcionó al hombre no solamente comida más apetitosa, mejor masticada y más fácil de digerir, sino que propició que la “familia” comiese junta en un determinado lugar. Gracias al cocinar se establecería la división del trabajo entre hombres y mujeres. Ella dejaría la recolección de alimentos y se encargaría de transportar agua y leña, de cuidar mejor de sus hijos; casi podríamos decir que se socializó y se unió más el núcleo familiar. El cocinar con fuego transformó al hombre haciéndolo más sociable; el cerebro y el estómago grabaron en la memoria la necesidad de comer alimentos transformados por el fuego, modificando sabores y haciendo que se escogieran unos alimentos u otros. Ya nada sabía igual. La biología de cada cual se fue transformando al tiempo que moldeaba al hombre a una nueva forma de vivir, a la posibilidad de hablar, de articular de modo coherente sonidos con significados bien definidos. La palabra y el fuego alejaron al ser humano de la animalidad, se tornó en un ser sociable y cívico. Se modificó el “paladar”, el gusto de cada individuo, pero no sabían el porqué. Así, por ejemplo unos bebés aceptan de grado o rechazan algunos alimentos nuevos para él, después de su destete; a veces incluso rechazan mamar. Se empezó por cocinar ciertos alimentos, y estos al final, nos atraparon.

El cocinar, el modo y los productos, los ingredientes fueron modelando usos y costumbres, es decir, una cultura que diferencia la manera de alimentarse de los pueblos antiguos que dependían de lo que ofrecía su entorno natural; y, contrariamente a lo que algunos afirman, el cocinar viaja. Las tribus que guerreaban —o no— entre sí fueron adoptando la alimentación ajena si conseguían los productos con más facilidad o abundancia. A ello también contribuyó la escasez, obligando a modificar su costumbre alimentaria. Las “tribus urbanas” de hoy, ante la enorme oferta del mercado actual, divide a sus miembros en cuestiones de gusto. Los platos precocinados, calientes o fríos, divide a los miembros de una familia. Si esta tiene posibilidades, cada miembro elige lo que más le gusta o apetece. Pero no todo son beneficios; los alimentos precocinados o en conserva causan algunos perjuicios en la salud por la necesidad de emplear en su confección colorantes, conservantes, y potenciadores artificiales de sabor. A veces salud y bienestar no son tan compatibles. Actualmente los nutricionistas —sean médicos o no— intentan convencer que se evite el abuso, por ejemplo, de azúcares industriales, ciertas grasas y exceso de sal que entran en su elaboración haciendo que se fijen fechas de consumo bien determinadas. La industria alimentaria engolosina al consumidor potencial para que compre alimentos que se presentan con la apariencia de ser más frescos de lo que en realidad son.

Como dije anteriormente, a diferencia del resto de los animales, el sentido del gusto, su desarrollo, es un asunto cultural, es una materia aprendida o enseñada que está íntimamente ligada a la ecología, al entorno en el que se producen los alimentos e ingredientes que el hombre ha de consumir directamente o cocinados. Eso y no otra cosa es lo que ha determinado el desarrollo de la coquinaria, del modo de ingerir los alimentos. Es más, el organismo del hombre produce ciertos enzimas que son los que los hacen digerir y aceptarlos. De ese modo de adaptación al medio circundante es como se va perfilando la cocina primitiva que llegó hasta nuestros días y es la que conocemos como cocina tradicional. Así es que esta es la que define de modo seguro la relación de los productos básicos y los condimentos que se han ido agregando en un intento de desarrollar aún más ciertos sabores que serán los que han de formar los gustos de la colectividad y los que mejor son aceptados por los paladares que permanecen desde la infancia. Todo el mundo recuerda con agrado “la cocina de la madre o de la abuela”. La cocina, el modo de cocinar, nos dan las señas de identidad de los pueblos, de las regiones, de los hogares… Así, por ejemplo, el garbanzo es un producto que se ha hecho indispensable (como el trigo) en todas las regiones de la costa mediterránea. El garbanzo es una legumbre, igual que las lentejas y las alubias, que nunca faltó en las ollas de los campesinos…

La lenta globalización que de modo insistente se ha ido afianzando de un país a un continente más o menos cercano y afín, ha permitido el consumo masivo de la llamada “Cocina Internacional”; estas cocinas de otros países, a veces, han llegado a entusiasmar en pueblos que nunca antes las consumían; ese es el caso de las pastas de cereales, las pizzas y de las “ham burger” (o hamburguesas), hoy consumidas en casi todo el mundo. Hasta no hace muchos años bastantes pueblos, cultos, eran hostiles en mayor o menor medida hacia influencias culinarias extranjeras, pero la televisión por un lado y la elevación hacia puestos relevantes de algunos cocineros (sobre todo franceses) hicieron que la cocina “nacional” (a pesar de que nunca hubo una cocina nacional ab-origen) empezó a interesar a cocineros españoles que —durante el período vacacional— no dudaron en recibir conocimientos de grandes maîtres franceses que gustosamente les enseñaban otro modo de cocinar. Esos cocineros renombrados en Francia no dudaron en investigar sobre nuevas aplicaciones a productos viejos revestidos de formas nuevas en su tratamiento cocineril. Y de ahí surgió la Nouvelle Cuisine, que ha tomado carta de nobleza en otros muchos países, algunos de los cuales nunca brillaron en coquinaria (Reino Unido, Dinamarca, Alemania, EE. UU., etc.). Todos ellos han ido incorporando también nuevos ingredientes a sus respectivos recetarios “nacionales”. El turismo también ha permitido no solo conocer otros países sino nuevos o diferentes platos cocinados, el estar abierto a nuevas formas de cocinar, con también otros ingredientes sumados a los de costumbre; ha evitado viejas hostilidades y prejuicios, lo que ha impedido el exceso de “nacionalismo” culinario y ha convertido a la cocina “tradicional” en nuevas expresiones modificando gustos o incluyendo nuevos. Ya no se desprecia en España comer carne o pescados crudos bajo denominación de “tartar” (aquí solo algunos peces secos o en vinagre se consumían en su estado natural aunque modificado su sabor por mor de la sal o el vinagre, hierbas aromáticas o el aceite de oliva).

Bien es verdad que la cocina tradicional transmitida de madres a hijas se ha ido enriqueciendo con acopios de diferentes ingredientes añadidos a los productos básicos del terruño. El transporte rápido de las mercancías se ha hecho más fácil y útil, porque los vehículos (tren, barco, avión, camión o furgón) con frigoríficos incorporados llevan los productos de un lugar a otro, por muy lejanos que estén, frescos o congelados: envasados ad-hoc. La coquinaria, la gastronomía, la selección, el envasado y el embalaje permiten una conservación más larga. Ya no sorprenden a nadie —ni son rechazadas— las “comidas rápidas” (fast food), tipo pizzas, perritos calientes, tacos mejicanos, hamburguesas, pollo frito y asado, los wontons chinos, rollitos primavera, comidas turcas (Kebab), norteafricanas (tayín y alcuzcuz), libanesas (tabulé y humus), chinas e indochinas y aún tailandesas, indias, etc. Los gustos o paladares se van afinando llegándose incluso a, si no descubrir, valorar nuevos sabores como por ejemplo el umami (que el científico japonés Kikunae Ikeda agregó a los cinco reconocidos).

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