Mickaël Correia - Una historia popular del fútbol

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El fútbol es más que un deporte: durante siglo y medio, ha sido un poderoso instrumento de emancipación para trabajadores, feministas, militantes anticolonialistas y los jóvenes de los barrios obreros de todo el mundo. El autor rastrea el destino de aquellos que, practicando este deporte a diario, han sido eclipsados por los galácticos del balón.Cuenta también la asombrosa historia de las subculturas relacionadas con el fútbol nacidas tras la Segunda Guerra Mundial, desde los hooligans ingleses hasta los ultras que jugaron un papel clave en las primavera árabes del 2011. Al proponer una historia «desde abajo», dando voz a todos los protagonistas de esta epopeya, Mickaël Correia nos recuerda que el fútbol puede ser tan generoso como subversivo.

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Este es, por tanto, un libro imprescindible en los tiempos que corren. En medio de la oscuridad que empaña al fútbol de los negocios se hace más necesario que nunca conocer en esencia el trasfondo que ha determinado y caracterizado la evolución y popularización de este deporte desde su concepción moderna, en la Inglaterra del siglo xix, hasta la actualidad. No es únicamente un libro dirigido a los amantes del fútbol. No encontraréis en él estadísticas, marcadores, palmarés de clubs o de selecciones ni goleadores. En realidad, el fútbol es el subterfugio que emplea Correia para explicar un periodo histórico concreto, que abraza buena parte de la Edad Contemporánea desde un punto de vista social, popular y político. Una obra en la que fútbol y política no se mezclan, sino que son inherentemente inseparables sin más.

Carles Viñas

Introducción

Campos de fútbol, campos de batalla

«Creado por el pobre, robado por el rico.»

Banderola desplegada por los seguidores del

Club Africano de Túnez durante un partido

contra el Paris Saint-Germain

el 4 de enero del 2017

Lo lamentemos o no, nos encontramos ante un hecho indiscutible: el fútbol mundializado, paradigma del deporte-mercancía y de la cultura de masas, refleja con más claridad que nunca los extravíos del capitalismo desenfrenado. Los grandes clubes se han convertido en «marcas». Es el caso, por ejemplo, del FC Barcelona, recientemente comparado por uno sus directivos en tono jocoso con la Disney: «Ellos tienen a Mickey Mouse y nosotros a Lionel Messi. ¿Ellos tienen Disneylandia? Nosotros tenemos el Camp Nou. Ellos hacen películas, nosotros producimos contenidos. Ya no nos preocupamos por lo que hacen otros clubes porque ahora nuestros referentes pertenecen a otros universos…».1

Por cínico que pueda parecer, este responsable no está del todo equivocado. Hoy en día los partidos se consideran un entretenimiento comercial. Los aficionados se han convertido en simples consumidores y los clubes intentan atraer a la clientela que mejor paga. Los estadios, en el centro de la estrategia comercial de los clubes de élite, se asemejan ahora a parques de atracciones que pretenden ser a la vez espacios familiares hiperprotegidos. En Inglaterra, los abonos más económicos de la Premier League rondaban los 600 euros en el 2015. Un precio desorbitado que evidencia la vertiginosa mercantilización del fútbol: entre 1990 y 2011, el precio de las entradas menos onerosas para acceder al estadio Anfield Road de Liverpool, localidad obrera del norte del país, aumentó en un 1108 %.2 En Barcelona como en Liverpool, en París como en Milán, la sociología de las gradas está evolucionando. «Ya no conozco a la gente que está conmigo en las gradas —se admira un viejo aficionado del Barça—. La mitad son desconocidos, todos los fines de semana hay gente distinta».3 Esta brusca gentrificación de los estadios corre pareja al desinterés de las clases populares que, desterradas de los recintos deportivos, se ven obligadas a seguir los partidos a través de la pantalla.

La conversión de los clubes en sociedades financieras hace que se dispare el coste de los traslados y de los salarios de los jugadores, alcanzando sumas tan extravagantes que ya no se sabe a qué realidad económica corresponden. El naming, práctica que consiste en bautizar una competición o un estadio con el nombre de un patrocinador, se está generalizando. En Francia, por ejemplo, en el 2016 la segunda división del campeonato pasó a llamarse Domino’s Ligue 2, en honor al nombre de la cadena norteamericana de pizzas industriales, poco antes de que el primer nivel nacional de fútbol cambiara su denominación por la de Ligue 1 Conforama, marca de una cadena de mobiliario perteneciente a un grupo sudafricano. De igual modo, los estadios más prestigiosos de Europa se transforman poco a poco en estandartes publicitarios para las multinacionales, como ha ocurrido con el Allianz Arena del Bayern de Múnich o con el Emirates Stadium del Arsenal.

Los valores que vehicula el fútbol profesional tampoco son mucho más honorables. Con demasiada frecuencia, las ligas exacerban un chauvinismo viril y vengativo, y fomentan el culto a las estrellas del esférico, convertidas a su vez en soportes publicitarios y en valores especulativos. Los insultos racistas, sexistas u homófobos son frecuentes no solo en las gradas, sino también en los aterciopelados pasillos de las federaciones nacionales.4 A nivel institucional, desde las revelaciones del «fifa Gate» la corrupción que gangrena las altas esferas del fútbol ya no es un secreto para nadie. En mayo del 2015, siete altos cargos de la Fédération Internationale de Football Association (fifa) fueron detenidos a petición de la justicia estadounidense y acusados de extorsión, fraude y blanqueo de capitales. Las sospechas de corrupción afectan sobre todo a las condiciones de adjudicación de las Copas del Mundo.

En líneas generales, las consideraciones éticas distan mucho de ser una prioridad para la autoridad internacional del fútbol. Cuarenta años después de haber confiado la organización del Mundial de 1978 a una Argentina dirigida por la junta militar del general Jorge Rafael Videla, la adjudicación de las Copas del Mundo del 2018 y el 2022 a Rusia y a Qatar prueba una vez más que la fifa sabe ser indulgente con los regímenes autoritarios mientras pongan suficiente dinero encima (o por debajo) de la mesa…

La otra cara del fútbol

Pese a este alarmante panorama, el fútbol sigue suscitando un increíble entusiasmo popular. Cada día reúne a millones de jugadores y jugadoras para entregarse a los goces del balón. De manera organizada, dentro de un club de fútbol, o de forma improvisada, sobre el asfalto de las ciudades o sobre un terreno cualquiera en el campo, chutar el balón es una experiencia casi universal, que trasciende las nacionalidades y las generaciones, y aunque se trate de un hecho menos conocido, también los géneros: en el 2014, las instancias oficiales estimaban en 30 millones la cifra total de mujeres futbolistas en el mundo.5 En cuanto al entusiasmo de los aficionados, se da cita cada fin de semana tanto tras la barandilla de los terrenos municipales como en el graderío de los mejores clubes profesionales. Y, aficionados de toda la vida o entusiastas de una noche, los telespectadores que asisten a los encuentros entre las selecciones internacionales más prestigiosas se cuentan por miles de millones.

El poder de atracción del fútbol se debe a su simplicidad. Sus reglas básicas son particularmente sencillas y desde su primera codificación en 1863, las «17 reglas» que rigen este deporte solo han cambiado marginalmente. Además, su práctica necesita de muy pocos medios: una pelota, que puede ser rudimentaria, y un terreno de juego, que puede improvisarse fácilmente: un trozo de calle, un solar… Esta gramática elemental, que ofrece una sorprendente libertad, permite una multitud de formas de jugar y, en consecuencia, hace del fútbol un deporte del que todos y todas pueden apropiarse con facilidad. Chutar el balón proporciona así un placer elemental, cuyo mecanismo reside principalmente en el espíritu de equipo, en la circulación del balón entendida como una obra colectiva, en la implicación del cuerpo en la confrontación o incluso en la búsqueda estética de un «juego bonito». Como solía decir Sócrates, jugador brasileño célebre por su compromiso político: «Lo primero es la belleza, la victoria viene después. Lo importante es la alegría».

Como espectáculo, la popularidad del fútbol proviene de su fuerza dramatúrgica. Cada partido respeta las tres unidades del teatro clásico: unidad de lugar (la cancha de fútbol), unidad de tiempo (la duración del partido) y unidad de acción (todo el encuentro se desarrolla delante del público).6 Cada partido es una trama de gran intensidad dramática cuyo desenlace se escribe ante la mirada de los espectadores atentos al movimiento de un balón por el que luchan dos equipos. Durante un partido podemos pasar en pocos segundos del júbilo a la decepción, del miedo a la esperanza, de la ira al sentimiento de injusticia. «El fútbol es la emoción de la incertidumbre más la posibilidad de la diversión», resume admirablemente el exjugador internacional argentino Jorge Valdano.7 En ocasiones, el calendario de encuentros internacionales llega incluso a esbozar el perfil de una memoria compartida. La inesperada derrota de Brasil frente a Uruguay en la final del Mundial de 1950 sigue siendo un trauma colectivo para la sociedad brasileña. Y en Francia, todo el mundo conserva recuerdos de la victoria del equipo nacional, el 12 de julio de 1998, en la final de la Copa del Mundo.

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