Mireia Sallarès Casas - Las Muertes Chiquitas

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Con una cámara y un rótulo luminoso de neón, Mireia Sallarès emprendió un largo viaje por territorio mexicano para escuchar las voces que más le podían contar sobre la experiencia del orgasmo femenino; para llevar la vivencia íntima al dominio público y hacer visible el complejo entramado que subyace en toda sexualidad. Nada de lo que contiene este libro es ajeno al placer, al poder, al dolor, a la violencia, a la muerte, a la lucha política y al compromiso ético del arte con la realidad. Los testimonios de las mujeres que aquí se expresan, cuyas voces se escuchan amplificadas en el documental 
Las Muertes Chiquitas, incluido en este libro, son parte de la «vida vivida» que Mireia Sallarès sitúa en el centro de su obra como un acto de resistencia frente a la injusticia. Porque los orgasmos, como la tierra, son de quien los trabaja. Y la lucha sigue.

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[COLONIA AJUSCO HUAYAMILPAS, ENERO 2007] Conocí a Citlali una tarde de invierno en el bar del Instituto de Antropología de la UNAM, donde ella cursaba su doctorado. Citlali nació en Ciudad de México, pero su familia es indígena de Oaxaca, del istmo de Tehuantepec, gente que viene de las nubes, los binizaa’.

Me contó que, de niña, su mamá iba a buscarla a la escuela vestida con su traje indígena tradicional y que sus compañeros le gritaban india. Le preguntó a su madre por qué la llamaban así y ella le explicó que la estaban insultando, porque en México eso era muy peyorativo. De pronto se puso a llorar y me contó que el racismo era la violencia más grande y la primera que recordaba desde pequeña. Y creía que esa era la razón por la cual de mayor se hizo antropóloga.

Me explicó que había tenido una relación complicada con el placer. Que cuando se fue a vivir con su novio no podía disfrutar ni tener orgasmos. Se dio cuenta de que eso era debido a la educación que había recibido en su casa y decidió hablarlo con sus padres.

Me fascinó su manera valiente de pedirles permiso y al mismo tiempo de liberarse del peso familiar. Me contó, entre risas, que cuando llegaba a casa de sus padres después de una investigación de campo, cansada y más delgada que de costumbre, su madre le contaba que su padre pensaba que había abortado.

Hablamos de sus compañeras de la facultad, que parecían mucho más liberadas sexualmente de lo que en realidad lo eran. Me contó que se daba cuenta de que, en la mayor parte del México contemporáneo de clase media aspiracional, ella era todavía un ejemplo de lo que nadie quería ser: mujer, indígena y pobre. Y que esta sociedad contemporánea le pide a la mujer demasiadas cosas: que estudie, que tenga un doctorado, que hable diversas lenguas, que viaje, que sea una buena madre y esposa, y que a la vez sea multiorgásmica. Que el orgasmo se había convertido en una especie de obligación contractual en las relaciones sexuales.

La conversación derivó hacia otras injusticias y violencias y terminó centrándose en el año 2006 porque para ella había sido el año más oscuro. Me habló del fraude electoral de las elecciones generales, de cómo fue al Zócalo convencida de celebrar la victoria de López Obrador, y su gran desengaño y tristeza, a pesar de que sabía que esa victoria no era la solución a todos los problemas del país. De cómo siguieron las marchas, las manifestaciones, los ayunos, y de que ya no sabía qué más hacer. Después relató el caso de Atenco, donde varios de sus compañeros antropólogos fueron testigos de la represión del pueblo indígena a manos del ejército, y de la sangre que resbalaba por debajo de las puertas. De la impotencia al conocer la detención y violación de Doña Magdalena y de tantas otras mujeres y hombres de Atenco, que seguían encarcelados.

Me habló de la APPO, la Asamblea de los Pueblos de Oaxaca, creada a partir de la violenta represión del gobierno de Ulises Ruiz de las demandas de los maestros. Me detalló el compromiso de tanta gente cercana a ella, de su preocupación por ellos, de los amigos encarcelados y desaparecidos. Del miedo y de tantas cosas que no puedo escribir. Conversamos también del pueblo de su familia en el istmo, San Blas de Atempa, convertido en municipio autónomo después de que, en 2003, el pueblo sublevado echara del gobierno a la presidenta del PRI y tomara el ayuntamiento; el pueblo en el que su abuela ondeó una bandera amarilla dos años después de que le mataran a un hijo por sus creencias políticas. Hablamos de los orgasmos de las mujeres indígenas y me contó que, en una ocasión, en un congreso, un compañero comentó que las mujeres indígenas no tenían orgasmos porque eso era un invento occidental, y que ellas ni lo tenían ni lo necesitaban. Nos reímos y le pregunté qué opinarían de ello las mujeres indígenas mayores y si había una palabra para referirse al orgasmo en su lengua materna y me dijo que no lo sabía, que tendría que preguntárselo a su madre. Un año después, para la celebración del Día de Muertos, viajé a San Blas de Atempa, conocí a su madre y frente al altar se lo pregunté.

LUCES EN EL MAR FEBRERO 2007 La entrevisté de noche fumando la gran - фото 21

[LUCES EN EL MAR, FEBRERO 2007] La entrevisté de noche, fumando «la gran maestra» en el tapanco de madera de coco más alto de Nuestra Casa, al que se subía por una escalerita, y donde ella dormía cada vez que llegaba para descansar y refugiarse. Vero es psicóloga y cuando hicimos la entrevista trabajaba en educación capacitando a maestros en zonas indígenas.

Es hija de una mujer de Oaxaca y un hombre del D.F. que fundaron en Acapulco un cabaret llamado El Gato Negro. Vero, como sus hermanas, lleva el nombre de una de las bailarinas porque creció en medio de ese espléndido puterío. Me contó que una vez vio cómo una artista del local se desabrochó su bata roja, mostrándose delante de un cliente chino que abrió tanto sus ojos que dejaron de ser rasgados. Vero le preguntó a su padre qué había visto aquel hombre para abrir así los ojos, y su padre le dijo: «¡El cielo, hija, el cielo!». Su padre era un hombre muy femenino, la primera vez que se acostó con la madre de Vero se vistió con una bata de mujer; y, en otra ocasión, cuando por un desamor Vero llegó llorando a casa buscando a su madre, su padre, viendo que no había mujer que pudiera consolarla, le dijo: «Voy a agarrar mis testículos y me los voy a poner hacia atrás y se va a hacer una vagina. Entonces vamos a poder hablar de mujer a mujer, ¡ven!».

Vero ama a los hombres y a las mujeres, y explicaba, entre risas, que estas le gustaban más porque su madre le había contado que, cuando estaba embarazada de ella, hizo el amor con una mujer en unos baños. Y porque, de pequeña, cuando estaba triste o enojada, su madre le agarraba la cabeza y jugando se la metía entre sus piernas diciéndole: «¡Métase a su hoyo, métase, que jamás tendría que haber salido de ahí!». Le pregunté sobre algún orgasmo en especial y terminamos hablando de los orgasmos místicos. Vero decía que eran como meterse en una cueva o en una matriz, y creía que demasiado placer te podría matar.

Cuando era niña, una tarde sus padres la sorprendieron con su hermano mayor en un juego erótico que ella, de algún modo, había provocado. Los padres regañaron mucho a su hermano; desde ese día, se estableció una distancia entre ellos dos con la sombra de una situación malentendida. Luego me habló de la noche en que, muchos años más tarde, asesinaron a su hermano cuando la defendía en un asalto a la casa en el que un hombre la intentó violar. Recibió un balazo. Ella le tocó el pecho y le pidió que aguantara y la esperara.

Me dijo emocionada que esa fue la primera vez que pudo tocar a su hermano después de tantos años. Pero no fue hasta que estuvo junto al ataúd cuando le pudo decir que todo estaba bien, que aquella tarde de niños no pasó nada malo.

La madre de Vero, que le había enseñado mucho y escuchado sin hacer juicios sobre su placer, murió de cáncer acompañada por todos sus hijos y en el momento que ella decidió. Pasó parte de sus últimos días en la misma casa donde hicimos la entrevista. Vero describió Nuestra Casa como un gran útero que todo lo contenía y que nada negaba. En el momento de su muerte, Felisa, su madre, pidió que le cantaran «La llorona», esa canción mexicana que dice así: «… tú eres como el chile verde, llorona, picante, pero sabroso».

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