Mireia Sallarès Casas - Las Muertes Chiquitas

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Con una cámara y un rótulo luminoso de neón, Mireia Sallarès emprendió un largo viaje por territorio mexicano para escuchar las voces que más le podían contar sobre la experiencia del orgasmo femenino; para llevar la vivencia íntima al dominio público y hacer visible el complejo entramado que subyace en toda sexualidad. Nada de lo que contiene este libro es ajeno al placer, al poder, al dolor, a la violencia, a la muerte, a la lucha política y al compromiso ético del arte con la realidad. Los testimonios de las mujeres que aquí se expresan, cuyas voces se escuchan amplificadas en el documental 
Las Muertes Chiquitas, incluido en este libro, son parte de la «vida vivida» que Mireia Sallarès sitúa en el centro de su obra como un acto de resistencia frente a la injusticia. Porque los orgasmos, como la tierra, son de quien los trabaja. Y la lucha sigue.

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Nuestra conversación tuvo lugar donde ella dormía y trabajaba: un pequeño cuarto de un luminoso apartamento en uno de esos humildes edificios del centro histórico del D.F. Una frase pegada en la pared de su escritorio avisaba: «Sin marca no hay memoria y sin memoria no habría un saber».

CASA XOCHIQUETZAL ENERO 2007 Conocí a Carmen cuando la fui a visitar cerca - фото 16

[CASA XOCHIQUETZAL, ENERO 2007] Conocí a Carmen cuando la fui a visitar cerca del centro de la ciudad, a la Casa Xochiquetzal, que ella había contribuido a crear, y que por aquel entonces dirigía. Un antiguo museo, el Museo de la Fama, convertido en una residencia para mujeres mayores, abuelas que se habían dedicado casi toda su vida a la prostitución y que no tenían un lugar donde vivir. Allí también conocí a Nora, a Jimena y a tantas otras abuelas que son para mí un ejemplo de vida. Y allí comí muchas veces porque las abuelas siempre se preocupan de si los jóvenes han comido.

Hicimos la entrevista en el patio de la casa. Carmen había trabajado casi toda su vida como sexoservidora y se había comprometido durante años en la lucha contra el VIH y la discriminación de su colectivo. Me contó que empezó a trabajar en la prostitución cuando tenía diecisiete años y ya era madre de tres hijos. Su marido era un hombre que no trabajaba, que la maltrataba y era capaz de obligarla a salir cuando llovía solo para ver cómo se empapaba. Todos los hijos que tuvo con él fueron fruto de violaciones, y tardó mucho tiempo en abandonarlo porque estaba muerta de miedo.

La primera vez que se prostituyó había ido al barrio de La Merced porque se estaba muriendo de hambre y la iban a echar de su casa; alguien le había dicho que el cura de una iglesia le podía dar algún trabajo, pero no fue así. Una sexoservidora de la zona que la vio a la salida del templo le preguntó por qué lloraba. Ella le contestó que era porque no tenía dinero. La prostituta le dijo que hacía un momento había visto cómo un hombre se le había acercado y le había ofrecido mil pesos para que se fuera con él, y sin embargo ella no lo había aceptado. Ella le preguntó que adónde. ¡Pues al hotel!, contestó la otra. ¿Para qué?, dijo ella. ¡Pues para coger! ¿Y qué es coger?, preguntó Carmen. ¡Pues hacer el amor! ¿Y qué es hacer el amor?, continuó ella. ¡Pues lo que haces para tener estos hijos! Carmen se levantó asustada y se fue mientras escuchaba cómo la sexoservidora le gritaba: «¡Pinches indias ignorantes, se guardan solo para un hombre que además las golpea!». Carmen se detuvo porque sintió que esa era una verdad demasiado grande como para no hacerle caso y regresó para preguntarle a la sexoservidora cómo debía hacer.

Le recomendó que fuera a buscar al hombre que antes se le había acercado, y así lo hizo. Al terminar con él, ya había una fila con otros esperando. Esa tarde solucionó la mayoría de sus problemas económicos y desde entonces juró que ni ella ni sus hijos pasarían más hambre. Trabajó siempre para ella misma, sin ningún hombre que la representara. Pasados los años se separó de su marido, quien se vengó diciendo a los hijos que su madre era una puta barata de La Merced. Todos le dieron la espalda y Carmen tuvo que irse de la casa dejando todas las cosas que ella había comprado con el trabajo de su cuerpo.

Me dijo que había tenido orgasmos maravillosos, que algo bueno del trabajo de la prostitución es que puede ser una manera de conocer el cuerpo y disfrutar de él. Le pregunté si alguna vez había tenido alguno con un cliente y me dijo que no porque, aunque algunos clientes lo hacen muy bien, ella se agarraba al cabecero de la cama para reprimirse porque no quería vender sus orgasmos.

Cuando nos conocimos Carmen estaba enferma, pero no le preocupaba la muerte. Me dijo que tenía preparada una jeringuilla para cuando los dolores fueran demasiado fuertes, para matarse, porque ella sabía que todo tenía un principio y un fin. Le pregunté dónde le gustaría ser enterrada. Sonrió y dijo que le daba igual, que sus hermanos podían tirar las cenizas en la calle, al fin y al cabo era donde siempre había estado. Le pregunté si, siendo creyente, no le preocupaba pecar, y me respondió que su único pecado había sido la ignorancia.

COLONIA CONDESA ENERO 2007 Entrevisté a Mayra creyendo que no hablaríamos de - фото 17

[COLONIA CONDESA, ENERO 2007] Entrevisté a Mayra creyendo que no hablaríamos de ella, sino de un ensayo que había escrito sobre la relación amorosa entre Hernán Cortés y la Malinche, su mujer indígena. Por si acaso había pocas mujeres que se animaran a contar su historia, pensé que tendría sentido indagar sobre las grandes figuras femeninas de la historiografía mexicana; y sobre todo porque existe una expresión que me intrigaba y que hacía referencia a la Malinche. «Ser malinchista» tiene un sentido peyorativo, equivale a ser un traidor o a que te guste más lo extranjero que lo propio.

No hicimos la entrevista en su casa, sino en casa de su madre, y cuando la terminamos entendí que no había elegido el lugar arbitrariamente. Empezamos conversando sobre la vida de la Malinche. Su nombre original era Tenepal y, a pesar de pertenecer a una clase indígena poderosa de la sociedad náhuatl, su familia la había vendido como esclava. A su llegada, Cortés fue recibido por los mayas, que, como símbolo de paz, le obsequiaron con un contingente de mujeres, entre las que estaba la Malinche, que los acompañaron en su ruta conquistadora.

Inicialmente, Marina, el nombre que obtuvo al ser bautizada, no fue amante de Cortés, sino de uno de sus capitanes. En el viaje, al llegar a la zona náhuatl, el traductor que prestaba servicio a Cortés le dijo que no entendía esa lengua y fue entonces cuando la Malinche se ofreció como intérprete. A partir de ese momento se convirtió en la traductora, asesora política, compañera y amante de Cortés. Mayra me contó que, en una de sus cartas a los reyes de España, Cortés se refería a ella como «su lengua». Su relación duró poco más de dos años, de 1519 a 1521, durante los que tuvieron un hijo: Martín Cortés, «el mestizo». Y en Coyoacán, Ciudad de México, todavía existe la casa donde vivieron y que Cortés dejó a nombre de la Malinche. En un parque cercano hay una escultura fascinante e inquietante donde los tres ofrecen las manos a quien mira como si mostraran que no tienen nada que esconder.

La tesis que Mayra escribió se proponía demostrar que estos dos personajes de la historia española y mexicana sí se enamoraron y que, en su lectura contemporánea, son un ejemplo de una relación avanzada para la época en que vivieron. Fueron dos personas que sabían que sus dos mundos habían llegado a su fin y que todo estaba a punto de transformarse. Sabían que el nuevo mundo sería el resultado de esa mezcla. Personajes valientes que a Mayra le emocionaban; en su opinión, la lectura que se ha hecho de la Malinche solamente como de una mujer abusada y violada que traicionó a su pueblo, es una interpretación machista. Estaba segura de que la Malinche y Cortés sí se amaron y no entendía cómo la lectura oficial de la historia se basaba en algo tan racista como que un europeo como Cortés no podía enamorarse de una india como la Malinche.

Me aseguró que existían pruebas que demostraban cómo Cortés nunca desatendió a la Malinche ni a su hijo. Y que escribiendo su tesis lejos de México, enfrentada a los textos históricos originales, se dio cuenta de cómo le habían contado la historia y de cómo todos llevamos una máscara cultural introyectada de racismo y de una visión en la que la mujer siempre tiene que ser la víctima. Así se hizo consciente de que a ella, como a la mayoría de las mujeres, la educaron para ser víctima y que por eso durante mucho tiempo siempre se había sentido una pinche víctima. A partir de eso, me habló de la relación de sus padres, que siguieron juntos sin amarse, de la insatisfacción de su madre en el matrimonio, que de niña tanto le había dolido y que ahora entendía; del accidente en el que murió su padre y ella se salvó. Luego hablamos de sus orgasmos. Me contó que una vez las contracciones fueron tan fuertes que expulsaron al amante que la penetraba fuera de su cuerpo. Le pedí que definiera el orgasmo y respondió: «El orgasmo es sentir y el antiorgasmo es pensar». Tiempo después, hablando de un desamor, me dijo: «Ahora sí, ya enterré a mi padre».

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