
Poppy Field (Giverny), 1890-1891
Claude Monet
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Las sensaciones de agrado y desagrado, junto con las afecciones de asombro e incertidumbre (generadoras de variados sentimientos frente a lo percibido como bello y sublime), pueden constituir factores importantes para asumir deberes y responsabilidades hacia animales, bosques, montañas y ríos. De esta manera, en este capítulo se argumenta a favor de la relación entre el cultivo de virtudes bióticas, entendidas como prácticas y actuaciones encaminadas al cuidado y sostenimiento de la vida planetaria, y estados emocionales surgidos de la contemplación de la diversidad, belleza y complejidad en el mundo natural. Además, se enfatiza en cómo el desarrollo de actitudes y hábitos configuradores del carácter ecológico son posibles en la medida que se afianzan, en grupos y sociedades, disposiciones afectivas de estima y aprecio hacia la naturaleza. Con relación a esto último, se destaca el pensamiento de Sandler al proponer el cultivo de la virtud en función del encuentro con una naturaleza digna de respeto. En este sentido, se sostendrá cómo el despliegue de las virtudes del carácter logra vincularse a hábitos de atención y formas de respuesta ante la identificación de fragilidades y dependencias en animales, plantas y ecosistemas.
Encuentro con la naturaleza y dinámica de los sentimientos
Callicott retoma el papel de los sentimientos morales en relación con la ética ambiental, no obstante, pretende un holismo ecológico diferente al concebido por Leopold, de ahí sus dificultades para articular ambas perspectivas. En este sentido, Callicott tampoco es coherente con su concepción del valor intrínseco y no antropocéntrico al reconocer la prioridad de los deberes familiares y sociales, propios de la condición moral humana, y al aceptar distintos niveles de obligación en la atención a los intereses de individuos, grupos y especies no humanos. Este no es el caso de la ética de la tierra en tanto la cuestión del valor intrínseco es matizada en otros términos.
Leopold piensa básicamente en función de valores inherentes en los organismos, esto es, valores vitales propios de su condición biológica. Estos están vinculados con la autoconservación, el florecimiento y el despliegue de funciones en un hábitat. Lo relevante para el pensamiento ecologista se da en el logro de una perspectiva integracionista en esta concepción: todos los organismos humanos y no humanos configuran una simbiosis, una red de dependencias dentro de un flujo de asimilación y liberación de energía, posibilitador del equilibrio de ecosistemas y de la tierra. Esta comprensión dota a la ética de la tierra de un contenido moral emocional.
Los sentimientos de respeto, admiración y benevolencia hacia la naturaleza se dirigen concretamente a las interconexiones entre organismos y especies, son ineludibles con el desarrollo de conciencia ecológica. Las virtudes bióticas o ecológicas son, entonces, las virtudes del cuidado y la conservación pensando en términos del bienestar humano y de organismos no humanos. Luchar por evitar la intervención humana con fines recreativos, científicos o industriales en amplias zonas de naturaleza virgen (aún existentes en la época de Leopold) para proteger, por ejemplo, al oso negro, constituye un compromiso moral no solo en función de la supervivencia de una subespecie, sino a favor del bienestar de múltiples seres afectados directa o indirectamente con su extinción. Se trata de una consideración moral multidimensional, enmarcada en la pirámide de la vida, pero centrada en atender organismos en situaciones específicas de necesidad o dependencia.
La articulación de disposiciones ético-afectivas con el pensamiento y activismo ecologista se ve generalmente obstaculizado por la forma en que estas son concebidas. Hargrove lo evidencia cuando tacha de metafísico el intento de retomar la concepción de los sentimientos morales de Hume para aplicarla a la ética ambiental sirviéndose del evolucionismo de Darwin. El enfoque de las virtudes le resulta una concepción más plausible para evitar cuestiones metafísicas y para explicar, a su vez, una ética ambiental a partir de sentimientos naturales y sociales íntimamente ligados al comportamiento ético (Hargrove, 2002, pp. 141-144). Fisher, por su parte, aboga por recuperar el móvil de la simpatía sin referenciarla a una concepción filosófica en particular. Simplemente es deseable desenvolverla internamente a partir de un conocimiento serio de los animales silvestres y de la naturaleza, conocimiento provisto principalmente por la etología y la biología (Fisher, 1987). De esta manera, la comprensión empática de la vida de los animales y de las interacciones entre organismos y especies resulta consecuente con la apertura hacia la ética de la tierra, sin necesidad de remitirla a una perspectiva moral específica de los sentimientos.
La ausencia de referentes conceptuales de índole moral, definidos en torno a una perspectiva de los sentimientos aplicada a la ética ambiental, impide concebir el despliegue de disposiciones afectivas según un horizonte normativo. Tal horizonte está ligado al cultivo de virtudes del carácter en función de atender la vulnerabilidad y las necesidades de individuos humanos y no humanos en el contexto de la vida social o de una comunidad ecológica. La cuestión se expresa ahora en determinar si es favorable partir de una concepción moderna de los sentimientos morales o, por el contrario, asumir otros referentes de partida acordes con la investigación contemporánea en las ciencias sociales y de la naturaleza.
Para Partridge, el enfoque de los sentimientos morales heredado de Hume y centrado en la simpatía y la benevolencia es inapropiado para una ética ambiental por cuanto este se circunscribe a la comunidad moral, esto es, a la interacción humana (Partridge, 2002, p. 23). Así, el enfoque de los sentimientos puede aplicarse a la ética ambiental pero desde una interpretación distinta.
Partridge propone recuperar una psicología no-moral capaz de dar cuenta de sentimientos naturales de asombro, tranquilidad y deleite en el encuentro con la naturaleza, propios de una dotación biológica neuronal y cognitiva (Partridge, 2002, pp. 28-30). Se centra en los sentimientos naturales en tanto le permiten explicar la motivación ética para el cuidado del medio ambiente a partir de la propia constitución física y neuronal humana, esta vincula a la especie Homo sapiens con el entorno natural del cual ha dependido por miles de años, un entorno con el que ha interactuado en un largo desarrollo evolutivo (Partridge, 2002). Partridge coincide de este modo con Hargrove cuando privilegia el pensar en términos de sentimientos naturales. Sin embargo, mientras Partridge evita la cuestión de los sentimientos morales por tener una carga valorativa asociada al encuentro entre seres humanos, Hargrove reconoce el papel de los sentimientos sociales al posibilitar la madurez de estados emocionales de consideración moral aplicables a una ética del encuentro con los animales y con la naturaleza en general. Una perspectiva de los sentimientos morales aplicable a la ética ecológica no desplaza ni pretende negar el papel de los sentimientos naturales según los entiende Partridge; por el contrario, tal mirada es coherente con la interpretación evolutiva de los sentimientos presentada por De Waal (2007): los sentimientos morales son estados emocionales ligados a juicios y a procesos de abstracción cuyo origen evolutivo se encuentra en las relaciones empáticas de cooperación y reciprocidad observadas entre los mamíferos sociales.
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