—Oye, no te lo tomes a malas. Yo solo lo digo porque no creo que te vaya a gustar. —Ambos guardamos silencio durante un rato, mientras bajábamos la calle empedrada. Le eché una mirada con disimulo. Llevaba las manos dentro de los bolsillos y la mirada azul pegada al suelo.
—¿Y tú de dónde vienes a estas horas?
—Vengo de ayudar a mi tío en las salinas y me voy ahora para la huerta. —Yo sabía que su padre había muerto hacía poco y que él también había dejado la escuela, así que sentí un pellizquito en el estómago por la pena, a pesar de que él parecía tomarse los avatares de su vida con buen humor. Se llamaba Antonio y, como yo, era el hijo mayor de su casa; así que inevitablemente achacaba lo que me hacía sentir, aunque solo fueran los primeros anhelos de una niña, a un designio del destino.
—Pues este no es el camino…
—Ya lo sé, pero te he visto y no quería que bajaras sola. A ver si va a salir el Carmelo y te va a dar un susto. —Carmelo era un vecino de la calle que andaba corto de luces, pero sobrado de mala leche. Los niños solían burlarse de él, hasta que un día se cargó a uno de una pedrada. Desde entonces, si lo veíamos salir, corríamos todos escopeteados para nuestras casas.
—Pues gracias. —Me sonrojé.
—Por cierto, yo tengo algunos libros. Pocos y casi todos de aventuras, pero te los prestaría encantado. Y así no tienes que coger de extranjis los de doña Compasión, que como se entere os la va a armar a ti y a tu tía Luisi.
—¿Cómo lo has sabido?
—Porque esa encuadernación cuesta mucho más de dos perras, y nadie de por aquí se gastaría tanto en un libro.
—Pues… gracias —repetí con cara de boba.
—Bueno, ya hemos llegado a tu casa. Me voy corriendo que no quiero ganarme una bronca. ¡Nos vemos, Antoñita! —Saludó con la mano mientras corría calle abajo. Yo me giré para entrar y vi la cara de mi padre, que me observaba muy serio desde la ventada de la cocina.
—No quiero que se convierta en costumbre el tener rondando por aquí al chavea ese —me espetó papá como saludo, sin moverse del quicio de la ventana.
—Me lo he encontrado por casualidad mientras volvía de llevarle la comida a doña Compasión.
—Eso espero, que todavía eres mu chica. —Pegó una larga calada al cigarro que sujetaba entre los dedos que aún permanecían intactos.
Papá era, entre los otros muchos trabajos que aceptaba para dar de comer a un cada vez mayor número de bocas, carpintero y algunas de sus falanges se habían quedado tiradas sobre el suelo cubierto de serrín tras toparse con la implacable dentellada de la aserradora.
—Venga, Antoñita, vete a avisar a tus hermanos, que ya vamos a comer —cortó mamá, metiendo el cucharón en la olla.
Juanín estaba sentado a la mesa, esperando su ración. Teresa, Carmen y Estrella jugaban en el suelo de la sala con Paquito, al que cogí en brazos mientras las mandaba al comedor. Ya afuera, les pegué un grito a Rafael y Diego, que bailaban una peonza junto a las macetas de planta del dinero que mamá había colocado por allí con esperanza y pocos resultados.
—¿Dónde está Manolita? —pregunté a mis hermanos cuando pasaron por mi lado.
—Está ahí detrás, en el huerto, dándole de comer a los gatos —contestó el mayor.
—Pues toma. —Le pasé a Paquito como si fuera un fardo—. Lavaos las manos en el barreño antes de sentaros a comer.
En la parte de atrás de la casa teníamos gallinas y tomateras, pimientos que crecían por encima de sus posibilidades hasta alimentar a todos los habitantes del patio y algunos árboles frutales. Manolita, que estaba arrodillada de espaldas al caminito, acariciaba al gato que sujetaba entre las manos.
—Venga, gordita, que ya está mamá sirviendo las papas —le dije mientras me agachaba junto a ella y le plantaba un sonoro beso justo en la línea de piel que quedaba al descubierto entre las trenzas y que estaba caliente por el sol, pero ella ni se inmutó—. ¿Qué miras ahí pasmada?
—Lo miro a él —susurró.
—¿A quién? —La garganta se me había quedado tan seca que incluso a las palabras les costó salir. Esperé temerosa la respuesta durante unos segundos que parecieron horas.
—Al Hombre Morado. —Manolita señaló con el dedo y yo seguí la dirección con la vista muy lentamente—. Se ha salido del pozo y está agachado debajo de la higuera.
Y tenía razón. Allí estaba, acuclillado de una manera poco natural sobre las extremidades oscuras y purulentas, con los ojos de color amarillo brillante fijos en nosotras.
—Manolita —dije poniéndome de pie de un salto e interponiéndome entre mi hermana y la trayectoria de aquella mirada hambrienta—, tira corriendo para la casa.
—Me ha dicho que tengamos cuidado, que la Dama Buitre viene en camino.
—Ese no te ha podido decir nada. Se le cayó la lengua hace mucho.
—Lo ha dicho sin voz… pero yo lo he oído.
—Manolita, no te lo repito más, ¡tira para la casa!
La niña encauzó el camino con toda la velocidad que le permitieron sus piernecitas canijas y patizambas. Yo aproveché para lanzar una última mirada al vecino más antiguo del patio, aquel que moraba en las pesadillas de los niños.
—¡A mis hermanos ni mirarlos! —grité enfurecida—. O se te acabaron las coplillas a medianoche… ¡que a mí no me das ningún miedo! Y traigo al padre Gonzalo a bendecir el agua del pozo y te vas a tener que ir a molestar a otros.
Con las manos temblorosas y sintiéndome mucho menos valiente de lo que había querido parecer, salí pitando de allí en busca de la seguridad del hogar y de mi familia.
***
Todavía era bastante temprano cuando el penetrante olor a barniz me despertó, haciendo que me picara la nariz y se me hiciera trabajoso el respirar.
—¿Qué estás haciendo? —le solté de malos modos a mi madre mientras me desperezaba. Una pregunta bastante estúpida, teniendo en cuenta que esta tenía una brocha en la mano y una cuna de madera de pino natural frente a ella.
—La ha hecho tu padre —contestó con una amplia sonrisa en el rostro—. Dice que la de Paquito está ya muy vieja porque habéis pasado todos por ella. Pero la ha traído en bruto y he pensado darle una capita de barniz antes de que este granujilla decida salir. —Se acarició la barriga, que parecía tensa hasta el punto de poder reventar en cualquier momento.
—¿Y por qué no lo has hecho afuera? Apesta.
—Pues porque no me apetecía estar sola en el patio tan temprano.
—¿A ti también te da miedo?
—¿Quién?
—El Hombre Morado.
—¡Anda ya, Antonia! ¿Cómo me va a dar miedo si lleva allí desde antes de que yo naciera y nunca le ha hecho daño a nadie? —Pero la cara se le había puesto blanca encalada. A veces pensamos que nuestros padres, por ser adultos, no sienten miedos y anhelos como los nuestros; pero lo cierto era que mamá apenas tenía treinta años y, aunque era capaz de llevar adelante una familia con nueve hijos y un décimo en camino, se cagaba de miedo cada vez que le mencionábamos a la criatura que vivía en el pozo, y por eso me dejaba remendando agujeros allí sola cada noche.
—Pues sácala que yo te ayudo a terminar —le dije haciéndome la tonta—. No vaya a ser que los envenenes a todos con esta peste.
Era domingo, y por lo tanto tocaba la peliaguda tarea de darle el baño semanal a los niños, ya que el resto de días nos lavábamos por provincias. Para ello los metíamos de dos en dos, tres si eran de los más pequeños, en el barreño grande, y yo acarreaba como una mula cubos de agua desde el pozo a la cocina para volcarla en el puchero grande y calentarla en el fogón.
Mis hermanos y yo nos engalanamos para ir con papá a misa en el Carmen, pero mamá prefirió quedarse en casa con Paquito. El embarazo le pesaba y se sentía fatigada demasiado a menudo. Desde el butacón de la esquina, la tata nos hacía partícipes a todos de su disgusto con sonoros suspiros, y mi madre ponía los ojos en blanco, resignada.
Читать дальше