Chandra Choubey - Del vientre a la muerte

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Chandra Choubey nos invita a reflexionar sobre los temas fundamentales de la vida, al mismo tiempo que nos hace un suave, pero grave, llamado a apreciarla en todo su valor y darle el sentido que tiene e, indudablemente, merece. Nos invita a que vivamos la vida de tal forma que no tengamos que «dar patadas en la tumba», al darnos cuenta demasiado tarde que nos queremos reconciliar con los nuestros.

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Tratemos de entender un poco esta ceguera mental. La parte ciega de nuestra mente no busca justicia, sino que justifica sus acciones. No entiende el hecho sino que lo interpreta según su conveniencia. No construye, sólo destruye. Incluso llega a la propia destrucción porque no está consciente y, cuando se da cuenta, ya es demasiado tarde.

Es por ello, que cuando hay una discusión en una pareja, una de las partes tiene que estar en el punto consciente para resolver esa disputa. Si los dos están en su «zona ciega», pueden desencadenar una guerra mundial. Sí, así comienza la gran guerra en la familia, con el detalle más insignificante. Te cuento un caso:

Una pareja decidía una noche a dónde ir a cenar. Las opciones eran ir a la casa de los papás de la mujer o con unos amigos de él. Decidieron cenar con los últimos. Todo iba bien, pero el problema empezó cuando regresaron a casa. Con unas copas de más, retomaron el tema inicial, ella le reclamaba por qué tenían que ir siempre a casa de sus amigos y no donde sus papás. Él contestó que ya estaba harto de ir a la casa de sus suegros. Ahí surgió el chispazo que iba a prender el incendio que los devoraría a los dos. Lo que ellos no entendían era que cuando fueron a la cena, los dos o uno de ellos estaban en su punto consciente. Y ahora, de regreso, los dos, ya con la ceguera mental aumentada por algunas copas de más, están a punto de destruirse, pues ninguno está dispuesto a ceder. Uno ataca y el otro contraataca. Uno ofende, el otro le «devuelve el favor». Ya son las seis de la mañana y siguen enfrascados en la discusión, en esa guerra que quieren ganar a toda costa. No advierten que lo único que ya no está en discusión es el motivo de la cena, ya son otros asuntos. Tienen una memoria envidiable cuando quieren destruir. Han sacado temas de años anteriores, de décadas atrás, con el afán de ganar. Ella dice: «¿Por qué sacas cosas de hace cinco años?» Y él le contesta: «¡Porque tú estás sacando cosas de hace diez!». La destrucción está en su auge, pero la batalla debe suspenderse momentáneamente porque uno tiene que ir a trabajar, con la promesa de que esto continuará.

Lo que sucede es que los dos están en sus zonas ciegas. Ninguno está dispuesto a condescender porque cuando la mente entra a la ceguera, no sabe tolerar. Un pequeño problema se convirtió en una guerra que devorará a otros, directa o indirectamente. Los hijos serán las primeras víctimas. En esta lucha de ganar por ganar, todos van a perder. El objetivo de ambos contendientes es mostrar quién humilla más. ¡Quién grita más! Quién tiene la mejor memoria. Quién destruye más. Así las cosas, ése será, quizá, el preludio de la pérdida de una familia. Todo comenzó porque en lugar de irse a dormir, escogieron el momento menos adecuado para discutir el asunto. Debieron haberse ido a la cama y comenzar el siguiente día con un buen desayuno, un buen jugo, un buen beso, un buen «hasta luego». Así que, si llegaras a estar en una circunstancia semejante a la de la pareja que fue a la cena, espera, piensa y duérmete. Dice un consejo budista: si estás enojado, aguanta al menos 24 horas para contestar. Al fin y al cabo, como apunta García Márquez, «el problema del matrimonio es que se acaba todas las noches después de hacer el amor y hay que volver a reconstruirlo cada mañana antes del desayuno». Las peores implicaciones –las más negativas y destructivas– surgen a raíz de la justificación de nuestros actos. Esta necesidad de justificarse es parte de la mente ciega.

La mente, en su ceguera, es muy destructiva. Daña. Lastima. Ofende. Humilla. Se justifica. Hiere. Corta. Hace sangrar. Ataca. Recupera todo de la memoria de su pasado, para embestir más fuerte: justo en donde más le duela al otro, a fin de herir en lo más profundo y dejar cicatrices para toda la vida. Hay heridas que parecen cerrar, pero hay cicatrices que con el tiempo se abren más. La próxima vez que regreses de una cena y te halles en una situación parecida, hazme un favor: vete a la cama, refutando el consejo milenario de no irse a la cama si no han arreglado sus problemas. Siempre amanece. Al día siguiente la historia será distinta con las dos mentes (o mínimo una) en su «área consciente». Sólo espera. Al menos 24 horas.

Las pasiones de la mente

«Por mucho que pretenda ignorar la herencia genética de su pasado evolutivo, el hombre seguirá siendo un primate».

Desmond Morris

La estructura del cerebro humano es muy compleja. Nuestro cerebro está formado por diferentes zonas que se desarrollaron a través del tiempo, hasta que en nuestros antepasados se hizo visible una nueva: la neocorteza, el último cerebro. Así que tenemos instintos que vienen de nuestros ancestros, pero a la vez nuestro cerebro se volvió pensante, analítico, frío, es decir, evolucionado. De cualquier modo, en los diferentes momentos de la vida surgen nuestros instintos, para bien o para mal. Dependiendo de las circunstancias, aparece alguna actividad instintiva.

La parte más primitiva es «el cerebro reptil», que se encarga de los instintos básicos de la supervivencia; por ejemplo, el deseo sexual, la búsqueda de comida y las respuestas viscerales y agresivas. En esta parte, la amígdala tiene una posición privilegiada y posee la capacidad de «secuestrar» nuestra mente.

La neocorteza (nueva corteza, corteza evolucionada o el último cerebro) es la que nos guía hacia una decisión serena y adecuada. No solamente es el área más accesible, sino que es también la más humana, sensata y analítica; la del pensador y planificador: tiene la capacidad del lenguaje, la imaginación, la creatividad y la abstracción. Pero la amígdala se puede entrometer para manipular nuestra neocorteza, privilegiando sentimientos, pasiones y emociones.

Daniel Goleman, en su obra maestra La inteligencia emocional, explica esta estructura cerebral: «El hipocampo y la amígdala eran dos partes clave del primitivo ‘cerebro nasal’ que, durante la evolución, dio origen a la corteza y luego a la neocorteza. En nuestros días, estas estructuras límbicas se ocupan de la mayor parte del aprendizaje y el recuerdo del cerebro; la amígdala es la especialista en asuntos emocionales».[2]

Normalmente, la información de la vista y los oídos (señales sensoriales) pasa a través del tálamo a la neocorteza y ésta analiza y decide sensatamente. Pero una parte de la información pasa del tálamo directamente a la amígdala y ésta es capaz de crear grandes problemas emocionales y puede provocar las acciones más primitivas. La amígdala es el centro de creación de temores y alarmas de emergencia. Es allí donde comenzamos con las respuestas más viscerales, las más instantáneas.[3]

Entendamos la forma en la que nuestra amígdala puede tomar el control de nuestra mente antes de que la neocorteza decida. Para la comprensión de la vida emocional, como dice Goleman, «la investigación de LeDoux (neurólogo que descubrió el comportamiento de la amígdala) es revolucionaria porque es la primera que encuentra vías nerviosas para los sentimientos, que evitan la neocorteza. Entre los sentimientos que toman la ruta directa a través de la amígdala se incluyen los más primitivos y potentes; este circuito hace mucho por explicar el poder de la emoción para superar la racionalidad».[4] Y cuando el poder de la emoción supera la racionalidad, es decir, cuando la amígdala domina la neocorteza, cometemos los errores más graves que más tarde, una vez que la neocorteza comience a actuar, lamentamos. «Cuanto más intenso es el despertar de la amígdala, más fuerte es la huella».[5]

Quizá nos arrepintamos de nuestras acciones viscerales en la tumba, en los hospitales o en las cárceles. ¡«Patadas en la tumba»! ¡Agonías en los hospitales! ¡Lamentos en las cárceles! De las últimas dos he tenido varios testimonios: «No supe qué hice pero hoy estoy pagando las consecuencias». «Estaba ciego cuando cometí este crimen, hoy no me queda otra cosa que lamentarlo durante el resto de la vida». En una visita al Reclusorio Oriente, uno de los reos me comentó que había cometido un crimen sin ningún plan. «Jamás había pensando que haría esto, que mataría a alguien. Pero ese día algo me pasó y me cegó, no medí las consecuencias, no vi nada, sólo quería matar a ese tipo. Y todo esto sucedió por una provocación momentánea. La verdad no sé qué me pasó. Estaré aquí por lo menos 15 años más. Lo perdí todo en unos segundos. Aún no entiendo cómo hice esto. Terminé con varias vidas, incluyendo la mía».

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