Andrés Dávila Ladrón de Guevara - Ganar sin ganar

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Este libro recoge artículos publicados desde los años noventa que dan cuenta de dos de las grandes pasiones de su autor: el fútbol y la ciencia política, en un ejercicio desafiante para indagar en la realidad política y futbolera de Colombia, de la selección de fútbol de Colombia y aquellos factores que forjan de diversas maneras la identidad nacional. Este libro se suma así a varias publicaciones sobre el tema que han llevado al autor a una profunda convicción: no hay fenómeno más político que el fútbol y no hay, hoy, mayor sello de identidad de lo que somos que aquello que convoca la Selección.La hipótesis del autor señala que, de manera simbólica y significativa, los colombianos nos identificamos como tal gracias a la selección Colombia, pues lo único que hoy —simbólica, comunicacional y empíricamente— nos une es la selección Colombia. La identidad otorgada a través del fútbol resulta fundamental para generar un tipo de sentimiento, muy específico, que nos lleva a reconocernos como parte de un algo común: Colombia. La selección Colombia, entonces, nos brinda un sentido de nación, un referente identitario. Pero lo hace de maneras paradójicas: del perder es ganar un poco, al ganar sin ganar. Y lo hace cuando nos reconocemos orgullosos en el triunfo o nos avergonzamos despiadadamente en la derrota.

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El antídoto era claro: robarles el balón, jugarles a ritmo de bolero y extremar la marcación en zona y el funcionamiento de la línea y el fuera de lugar. Atacar sería la respuesta a unas avalanchas que, al no fructificar, los confundirían, los desgastarían y les harían perder los papeles. Solo que había que cuidarse hasta el último minuto. Un primer punto a favor fue la suspensión de Andreas Brehme, reemplazado por Pflügler.

Desde un principio, Colombia puso el partido en la nevera. Ciertamente, Alemania ya estaba clasificado y esto, sumado al inmenso favoritismo, los pudo hacer aflojar. Pero también es verdad que, desde el primer minuto, empezó el aplicado trabajo de Colombia en defensa y ataque. En los primeros quince minutos, se evitó que Alemania se acercara con peligrosidad. El pressing a los costados, el fuera de lugar y los anticipos de Higuita a Voeller y a Klinsmann desarmaron paulatinamente a los alemanes. Cada vez que Colombia recuperaba el balón intentaba retenerlo a uno o dos toques, pero sin afán. Tampoco se cayó en un exceso de faltas, y, por el contrario, al herir el orgullo alemán, ellos fueron los que pegaron sin consideración, favorecidos por un mediocre árbitro irlandés que solo creía en el dolor de los alemanes. Los colombianos triangulaban en todos los sectores y, aunque los alemanes apretaban la salida, la suficiencia individual ayudaba a superar la marca. En una sola ocasión, el gran ariete alemán Rudi Voeller hizo una genialidad y se la globeó de puntazo a Higuita. Higuita respondió y envió el balón por encima, luego de una espectacular estirada hacia atrás.

Después del minuto quince, vino el mejor momento de Colombia. Luego de soportar el anunciado chaparrón alemán, que terminó siendo una leve llovizna, el equipo se apoderó de la media cancha, empezó a tocar hacia adelante, a ubicar sus líneas cerca a la mitad de la cancha y a desnudar los problemas defensivos de la imperfecta maquinaria alemana. En dos ocasiones, se hicieron jugadas de más de quince pases continuos, sin que la fuerza y potencia física de los alemanes alcanzaran para cortar los avances. En dos ocasiones, también, se acercó Colombia al gol. Estrada, cerca de la esquina derecha, amagó, giró y tocó suavemente para Valderrama. Este ingresó al área, tocó el balón preciso a los pies de Fajardo quien la quiso asegurar y descolocar al arquero. En forma increíble desperdició la ocasión más clara de anotar. Pocas jugadas después la llegada fue por el otro extremo. Rincón picó al vacío por la izquierda, controló el balón, amagó, entró y frenó, volvió a amagar y frenó, volvió a amagar y centró (su marcador todavía lo está buscando). Estrada se levantó entre dos defensas, midió el golpe de cabeza y la envió por encima del horizontal. Colombia no apretaba el ritmo sino que tejía con precisión sus avances, sin apuro, con jerarquía y criterio. En defensa hacía equivocar a los alemanes que entregaban mal, erraban los pases y, cuando se desesperaban, pegaban descaradamente. Pensamos que un gol a esa altura podía ser una maravilla, pero también un peligro porque, heridos los alemanes, podían reaccionar sin consideración y así eran más peligrosos. Colombia se tomó un respiro y Alemania se volvió a acercar, pero sin real peligro.

Faltando cinco minutos vino la doble falta sobre Valderrama, luego de que también habían golpeado a Rincón. Intentó driblar y lo golpearon. Se levantó del primer golpe y, en el segundo intento por gambetear a su adversario, lo volvieron a bajar. Quedó tendido en el piso y el árbitro no permitió el ingreso del cuerpo médico y tampoco sacó una justa tarjeta amarilla. Cuando algún alemán caía, inmediatamente podía ser atendido. Valderrama permaneció allí contra la grama, mientras el partido continuaba. Álvarez cobró, por sus propios medios, la falta sobre su compañero. Una violenta plancha sobre un alemán le valió la tarjeta amarilla. Sin embargo, esta acción equilibró las cargas. Los colombianos también pegaban y no se iban a dejar. Entró la camilla y sacó a Valderrama, quien pocas veces se queda en tal situación. Al poco rato volvió y tuvo que jugar el resto del partido soportando el rugido de los fanáticos alemanes cada vez que tocaba el balón, pues no le perdonaban lo que consideraban un papelón antifutbolístico. Empero, había que parar esa irracional violencia e indicarle al árbitro que fuera neutral. Terminó el primer tiempo, al cual se le había acabado de aquietar el ritmo con todos estos sucesos, y quedó la duda sobre el estado real del “Pibe”. La labor táctica había dado sus frutos, era cuestión de repetirla en el segundo tiempo con la misma concentración y sin desaprovechar las oportunidades de gol.

Beckenbauer, en la banca, se veía descompuesto, furioso y extrañado (imagen que quedó grabada pues contrastaba con su tranquilidad, su elegancia y su gesto de satisfacción después de cada goleada). Para el segundo tiempo, dispuso cambios. Sin embargo, la intención fue desbaratada por una escapada de Estrada sobre los cinco minutos. Se llevó el balón y remató fuerte ante la salida del arquero, quien logró rechazar. Después, Colombia perdió llegada y le costó acercarse a predios alemanes. Estos tampoco llegaban con claridad y sus hábiles y peligrosos delanteros perdían ante la velocidad mental de Higuita, caían como principiantes en repetidos fuera de lugar o eran incapaces de superar la fortaleza en los cierres de Perea y la desfachatez de Herrera y Gildardo para ganar balones con viveza gracias a un amague o un dribling . Se llegó a los 30 minutos, los alemanes se habían mostrado peligrosos en una entrada por el centro que Matthaeus resolvió con un globo, sobró a Higuita y fue a estrellarse en el horizontal. Pero René reaccionó y llegó a puñetear el balón al tiro de esquina, luego de superar la arremetida de Voeller.

Los últimos quince minutos los jugó Colombia con la tensión propia de quien se juega su clasificación a la siguiente ronda. No era solo el empate contra Alemania, sino la posibilidad de seguir en la lucha. Con criterio, entonces, volvió a aparecer Valderrama para hacer correr el balón por toda la cancha, sin regalarlo, sin rifarlo y sin comprometerlo. El reloj, desobediente y odioso, se negaba a correr. Cuando faltaban cinco minutos, era claro que Alemania no sabía cómo llegar al gol, pero tampoco cejaba en su intento. Rincón, el “Pibe” y Leonel trataban de llegar a un arreglo con los alemanes, mientras la tensión y el paso lento de cada segundo incrementaban la angustia. En la banca calentaban todos los jugadores. No había razón para cambiar a nadie, a no ser el pretexto de ganar segundos que nunca se descuentan por completo. Sin embargo, Maturana no quiso arriesgarse. Y vino el baldado de agua fría. Voeller, con su jerarquía y calidad, logró driblar a dos colombianos. Todos esperábamos una falta, así costara la expulsión. Igual, mientras cobraban, se terminaba el tiempo. Nadie hizo la falta, no es el estilo del equipo. Con gran calidad, este se la entregó a Littbarski quien, entrando solo al área, fusiló a Higuita.

Cuántos colombianos lloraron con ese gol, injusto luego del trabajo desarrollado, por ver cómo quedábamos fuera del Mundial aunque matemáticamente quedaban posibilidades mientras no llegara otro gol. El equipo quedó muerto, como todo el país en ese instante. En la siguiente jugada regalaron el balón. No querían correr, no querían jugar más. Sin embargo, en la banca, Diego Barragán, el preparador físico, se levantó y les gritó con el alma que no se entregaran, que lo intentaran de nuevo.

Leonel la ganó con calidad en la entrada de su área y tocó para Valderrama, quien recibió de espaldas y picó el balón a un costado. Gracias a esta recepción del balón, se pudo deshacer de tres alemanes que venían a apretarlo. Al girar, apenas si había ganado la mitad de la cancha. Entonces, tocó para Rincón, quien picaba por derecha. Este recibió y buscó a Fajardo. Fajardo no recibió, pero su toque le llegó a Valderrama, quien se la puso al vacío a Rincón. El reloj estaba por el minuto 47, en cualquier momento se acababa el partido y Rincón apenas entraba al área con la posibilidad de hacerlo o botarlo, consagrarse para la historia o caer bajo las garras de los críticos. Illgner salió con todo, como mandan los cánones, achicando el ángulo, limitando las posibilidades de gol y proponiéndole al delantero contrario que la botara, que le disparara al cuerpo o que intentara eludirlo con pocas posibilidades de éxito. Y Rincón la envió mansita por donde nadie lo hubiera podido imaginar: por entre las piernas. Yo no sé si lo pensó o pateó para cualquier lado o qué. Solo sé que me acuerdo y todavía me da escalofrío; me emociono y veo a Rincón gritando el gol con el alma, a Maturana fuera de sí abrazándose con los suplentes, a Perea (el locutor) gritando el gol como cuando quería a la selección, a los locutores dándole gracias a Dios y al país feliz y borracho, llorando y gritando en un frenesí colectivo que, desgraciadamente, no se volvería a repetir. El partido terminó, pero la celebración y la felicidad continuaron por cinco días, solo había un tema recurrente y único: la selección Colombia.

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