Marco Cicala - Eterna España

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Un delicioso recorrido histórico y geográfico por todas las dimensiones de nuestro país. Marco Cicala explica y celebra España de la mano de todo tipo de personajes ilustres: desde los enanos de Velázquez hasta Almodóvar, pasando por Santa Teresa, Unamuno, Dalí, Marisol y una retahíla de anarquistas, golpistas, toreros, poetas, grandes y pequeños artistas y genios malditos del flamenco. Estas crónicas, nutridas de entrevistas formales e informales, investigación y recuerdos personales, presentan a Quevedo como «un nerd del siglo XVII», descubren los secretos ocultos en el vino de Jerez o en la poesía de Jorge Manrique, explican por qué a los reyes les encantaba rodearse de bufones deformados o cómo Andalucía enamoró por igual a Washington Irving y a los productores de westerns. Marco Cicala hace un retrato de España desde la admiración, y el resultado parece por momentos una crónica de viajes de aventura. En el fondo es un homenaje a la riqueza cultural de esta España poliédrica y universal, a la belleza de sus pueblos y ciudades, con sus monumentos sublimes y sus humildes posadas y, sobre todo, a sus habitantes.

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La fiebre del oro, los apetitos depredadores, impulsaron obviamente la expedición, pero sería reduccionista limitar las motivaciones de Cortés únicamente a la codicia. A las tropas que le piden que autorice los saqueos, él les responde riendo que no ha venido para tales nimiedades, sino para servir a Dios y al rey. ¿Mentira? Hasta cierto punto. Pese a acumular una fortuna envidiable y muy superior a las de sus subordinados —que, de hecho, se quejan—, Hernán Cortés es un lobo solitario en busca de legitimación. Tiene visión de futuro. Por mucho que se haya atiborrado el cerebro con la lectura de novelas de caballería, no busca la aventura por la aventura: a través de las gestas americanas persigue la unción imperial, el poder. Sabe bien que, aunque llevadas a cabo desobedeciendo a las jerarquías, las conquistas serán aprobadas en función de los vaivenes políticos del hecho consumado.

Las disensiones entre los grupos indígenas, que el conquistador supo explotar; las dudas del hamletiano soberano Moctezuma; la sumisión hacia los invasores, vistos como el cumplimiento de diversas profecías; la superioridad técnica de los españoles (las armas de fuego, los caballos —nunca vistos antes en esas tierras—, el uso de la rueda en los carros); las epidemias… Se continúa debatiendo sobre las causas que llevaron la civilización mexicana a un colapso tan rápido y espectacular. Las razones también se buscan en el enfrentamiento de sistemas de pensamiento. Entre la estática mentalidad ritual de los mexicas y la astuta ratio instrumental de los españoles, que Cortés, como un nuevo Odiseo, encarnará. En la famosa escena de la partida al totoloque, una especie de juego de bolos, donde un conmovedor Moctezuma prisionero se burla del conquistador por sus trampas al contar los puntos, es difícil no percibir una partida entre culturas.

Cortés desembarca en México con el espíritu de un cruzado medieval, pero sobre la marcha —ya sea por la bulimia de conocimientos, ya sea por el maquiavelismo con el que actúa— se convierte en un hombre del Renacimiento. En la narración de la epopeya lo vemos luchar, intrigar, llorar tras la sonora derrota de la Noche Triste y ordenar castigos ejemplares, pero siempre prefiere la prudencia a la temeridad ciega. Altivo y distante, no quiere mezclarse con la soldadesca, que, sin embargo, lo venera. También porque siempre consigue dar con soluciones ingeniosas para salir del apuro. Una vez que se estaban quedando sin pólvora, envió una patrulla para buscar azufre en lo alto del volcán Popocatépetl. Y para la ofensiva final contra la capital mandó construir tierra adentro doce bergantines, que después fueron desmontados, transportados pieza a pieza y ensamblados de nuevo en las alturas.

Idealizada como símbolo de la «hispanidad» evangelizadora y guerrera, demonizada por el mexicanismo indigenista, la figura de Cortés parece volverse humana, tristemente humana, tan solo en las miserias de la edad senil. Un crepúsculo que lo contempla vagar por España como un viejo púgil sonado. Carlos V lo ha nombrado marqués, pero, considerándolo con razón un hombre incontrolable, le ha retirado el cargo de gobernador de Nueva España. Carcomido por el rencor y las recriminaciones, Cortés se consume esperando ser recibido en palacio. El emperador se lo lleva consigo en la desastrosa expedición de Argel contra los piratas musulmanes, pero por lo demás evita meticulosamente recibirlo. Hernán se dedica a escribir cartas de protesta, en ocasiones alguna poesía. Exige poder, reconocimiento. Hombre muy elegante, siempre vestido de negro, se las da de humanista y celebra en casa reuniones sobre política y filosofía. Habiendo dilapidado en la ostentación la fortuna americana, se mantiene con las rentas que le proporcionan unas treinta tiendas que se ha comprado en Ciudad de México; después se ve obligado a empeñar sus últimas joyas y a recurrir a los usureros. Los supervivientes de las Américas lo odian como si hubiera huido con el dinero. En su testamento no les dedicará ni una palabra.

Hernán Cortés quiso morir en las Indias, pero no lo consiguió. La disentería lo apagó el 2 de diciembre de 1547 en un pueblo cercano a Sevilla. Tras infinitas peripecias, sus incómodos restos descansan hoy en uno de los muros de la iglesia de Jesús Nazareno en Ciudad de México. La antigua Tenochtitlan, cuyo nombre, como muchos de nosotros, Cortés nunca llegó a pronunciar correctamente. Mucho menos Popocatépetl.

En Medellín, la estatua de Cortés domina una soleada plaza que tiene como fondo una colina con un teatro romano y un castillo cristiano, anteriormente árabe, en la cima. Con un nombre que es la síntesis de dos asperezas, Extremadura es el lugar más bello de España fuera de los circuitos convencionales. Las guías repiten que fue la cuna de todos los «conquistadores» —rebautizados por la corrección política como «descubridores»—, pero no es verdad, no todos procedían de allí. Si bien también es cierto que la región los produjo en gran número. Era una tierra áspera y deprimida que fomentaba la ambición, la aventura, el deseo de prosperar.

De Villanueva de la Serena provenía Pedro de Valdivia, fundador de Santiago de Chile, que fue bautizada inicialmente Santiago de Nueva Extremadura. Era de Mérida Juan Rodríguez Suárez, que condujo a sus hombres a Colombia y Venezuela, donde alzó una ciudad que todavía lleva el nombre de aquella de la que procedía. En el encantador pueblo de Jerez de los Caballeros nació Vasco Núñez de Balboa, que en 1513 atravesó el istmo de Darién, en Panamá, y llegó a la costa del Pacífico. Mientras que de Badajoz era originario Pedro de Alvarado y Contreras, que participó en la conquista de Honduras, Guatemala y El Salvador. En cuanto a Cristóbal Colón, era notoria su devoción por el monasterio extremeño de Santa María de Guadalupe, inspirador del famoso santuario mexicano.

Pero el más célebre conterráneo de Cortés en la Conquista fue el temerario y feroz Francisco Pizarro, verdugo del Imperio inca en Perú, que después se vio arrastrado por las venganzas internas entre los jefes españoles. Con la celada alzada y dos vistosos penachos que se alzan sobre el yelmo, también su estatua —ecuestre— da mucho miedo. Sin embargo, la plaza Mayor de Trujillo, el pueblo donde Pizarro vino al mundo en 1475, es tan impresionante que deja en un segundo plano al amenazador caballero. Sostienen que Trujillo sea el pueblo más bello de España. Tal vez tengan razón. Es un embrujo de palacios y palacetes blasonados, patios secretos, murallas, adarves que desaparecen y surgen de nuevo en medio a la vegetación. En el grandioso castillo musulmán que domina el cerro, que ha sido apodado como Cabeza del Zorro, se han filmado escenas de la saga de fantasía medieval Juego de Tronos sin necesidad de modificar nada.

La iglesia de Santa María la Mayor fue el lugar de sepultura de las familias locales más poderosas, incluyendo los Pizarro y los Orellana —también el descubridor del río Amazonas, Francisco de Orellana, era de Trujillo—. Como lo era el cachas que, si Francisco Pizarro no le hubiera robado el protagonismo, habría sido el soldado más famoso de la región. Nombre: Diego García de Paredes. Apodo: el Sansón de Extremadura. Fue el Rambo del Renacimiento. Dotado de una fuerza sobrehumana, no está demostrado que se iniciara en el oficio de las armas durante la guerra contra los musulmanes de Granada. No obstante, sí que se sabe que, tras matar a un pariente, huyó a Roma. En la ciudad frecuenta los bajos fondos; durante una pelea llama la atención de los hombres del papa Alejandro VI Borgia, que lo contrata como gorila. En la turbulenta Urbe de finales del siglo XV, al sulfúreo pontífice le resulta muy útil. Sin embargo, un día García viene retado a duelo por un individuo. Derrota al rival, pero se le va la mano y le corta la cabeza. Dado que el decapitado es un personaje relevante, Diego se ve de nuevo obligado a darse el piro. Escapa a Urbino. A continuación vuelve bajo los estandartes españoles y en el asedio de Cefalonia se distingue masacrando montones de turcos. Entonces regresa a Italia y se enrola de nuevo en las tropas papales. A las órdenes del legendario Gran Capitán Gonzalo Fernández de Córdoba, participa en las guerras del sur de Italia contra los franceses. Combate en Cerignola y junto al Garigliano. A la orilla del río afronta él solo dos mil —sí, 2.000— enemigos. Bueno, quizás fueran doscientos o puede que veinte. En esta historia los ceros son un miserable detalle contable.

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