Marco Cicala - Eterna España

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Un delicioso recorrido histórico y geográfico por todas las dimensiones de nuestro país. Marco Cicala explica y celebra España de la mano de todo tipo de personajes ilustres: desde los enanos de Velázquez hasta Almodóvar, pasando por Santa Teresa, Unamuno, Dalí, Marisol y una retahíla de anarquistas, golpistas, toreros, poetas, grandes y pequeños artistas y genios malditos del flamenco. Estas crónicas, nutridas de entrevistas formales e informales, investigación y recuerdos personales, presentan a Quevedo como «un nerd del siglo XVII», descubren los secretos ocultos en el vino de Jerez o en la poesía de Jorge Manrique, explican por qué a los reyes les encantaba rodearse de bufones deformados o cómo Andalucía enamoró por igual a Washington Irving y a los productores de westerns. Marco Cicala hace un retrato de España desde la admiración, y el resultado parece por momentos una crónica de viajes de aventura. En el fondo es un homenaje a la riqueza cultural de esta España poliédrica y universal, a la belleza de sus pueblos y ciudades, con sus monumentos sublimes y sus humildes posadas y, sobre todo, a sus habitantes.

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Torriani murió en Toledo el 13 de junio de 1585, «a la edad, más o menos, de ochenta y cinco años», y fue enterrado en la iglesia del monasterio del Carmen, capilla de Nuestra Señora del Soterraño. Pero «no con el debido acompañamiento que merecía quien fue príncipe muy conocido en todas las cosas a las que dedicó su clarísimo ingenio y manos».

RETRATO DE MUJER CON PARCHE

Cuando uno ve a Daryl Hannah en Kill Bill , de Quentin Tarantino, acaba por pensar que el atractivo erótico, de pirata, de la mujer con un parche en un ojo solo nos lo pueden explicar los psicoanalistas. En 1955 también llevaba uno Olivia de Havilland en una mediocre película de Terence Young titulada That Lady , en castellano La princesa de Éboli . Es decir, Ana de Mendoza de la Cerda y de Silva y Álvarez de Toledo, la dark lady del Siglo de Oro. En el Don Carlos de Schiller y en la ópera homónima de Verdi aparece como secundaria de lujo. Vivió tan solo cincuenta y dos años, pero muy intensos. Repletos de sexo, duelos, conjuras, homicidios, huidas, encarcelaciones espantosas. En los libros de historia es la princesa de Éboli, precisamente la ciudad italiana donde se detuvo el Cristo de Carlo Levi, pero que Ana nunca pisó —había heredado el título del marido—. En crónicas y correspondencia de la época, en cambio, simplemente es «la hembra». Fatal como ninguna otra jamás. Viuda negra y por momentos también muy alegre. «No hay leona más fiera ni fiera más cruel que una linda dama... y como tal se ha de huir», escribían sobre ella. Fue manipuladora, pero tal vez aún más manipulada. «Muy gallarda mujer, aunque fue tuerta», pretendió señorear en un duro mundo de hombres, pero los tiempos todavía no estaban maduros para tentativas de este tipo. Tampoco lo están hoy. Se dice que perdió el ojo cuando, siendo una muchacha, practicaba con el florete con un paje. Según una versión más prosaica, ello se debió, en cambio, a una caída del caballo. Hay quien sospecha incluso que no era tuerta, sino que ocultaba un estrabismo grave. De todas formas, sin ese parche romboidal, de una especial lana mullida que se hizo traer expresamente de Normandía, Ana habría perdido la mitad de su atractivo. Provenía de una de las familias castellanas más poderosas, los Mendoza. Su árbol genealógico estaba colmado de personajes ilustres, pero ella era una persona dispuesta a brillar con luz propia. La princesa de Éboli quiso fabricarse una leyenda totalmente suya. Y negrísima.

En la vida de Ana de Mendoza todo sucede de prisa. Con trece años fue prometida como esposa al portugués Ruy Gómez de Silva —compañero de juegos y más tarde consejero de confianza de Felipe II—, que supera en edad a su futura esposa en casi un cuarto de siglo. Antes de que el matrimonio fuera celebrado, transcurren cuatro años. Ana los pasa sobre todo con su madre. El padre —un alto funcionario que llegará a ser virrey de Aragón y Cataluña— es un mujeriego insaciable y su relación con la cónyuge muy pronto se enfría. En 1558 Ana da a luz a su primer hijo. En siete años parirá otros nueve, perdiendo a cuatro. En la corte se convierte en amiga íntima de la reina Isabel de Valois. Son los años del tenebroso asunto de don Carlos, el heredero de Felipe encerrado y dejado morir por el padre en una torre. Casi como un presagio de las desgracias que golpearán a la princesa. Pero Ana no las puede prever. En 1569 se traslada con su marido a Pastrana, un pueblecito en el corazón de Castilla cuyo ducado ha obtenido. Por entonces ya príncipe de Éboli, Ruy Gómez ha vendido las posesiones italianas para centrarse en las españolas. Es un tipo emprendedor e ilustrado. En Pastrana introduce nuevas técnicas agrícolas, promueve las obras públicas, ofrece trabajo a los moriscos pobres expulsados de Andalucía; hace venir de Lombardía y Flandes a maestros tejedores especializados en lana, seda, tapices. Y favorece la fundación de dos nuevos conventos, impulsados por una monja visionaria y persuasiva que se llama Teresa y viene de Ávila.

Si bien a la sombra del cónyuge, Ana de Mendoza participa en esa agitación de provincias. Sin embargo, en 1573 el marido muere de improviso y todo se va al traste. De la viudez brotará otra mujer: la «hembra». Al principio tiene el aspecto de una encantadora monja tuerta. Porque para afrontar el luto Ana ha decidido hacerse carmelita descalza. En cuanto se entera, Teresa de Jesús frunce el ceño: «La princesa, ¿monja? Doy el convento por perdido». No se equivoca. Ana pondrá patas arriba la clausura. Para comenzar, se lleva consigo un séquito de criadas. Después se harta de la vida en la celda y, junto con sus armarios, vestidos y joyas, se traslada a una dependencia del convento de la cual sale cuando le apetece y donde continúa organizando reuniones. Nadie la puede echar de allí: al fin y al cabo, ese centro carmelitano ha sido creado con las aportaciones económicas de su familia. ¿Y entonces Teresa qué decide? Para librarse de la insidiosa princesa, devuelve todo el dinero y desaloja a todas las monjas. En el convento de Pastrana la princesa se descubre sola y rabiosa. El enfrentamiento entre la dama y la futura santa constituye el partido femenino del siglo. Un combate de lucha libre entre dos mundos. Orígenes, mentalidad, ambiciones: todo las divide, salvo cierta excentricidad y sus dotes de mando. Inevitablemente, sobre el conflicto entre Ana y Teresa se ha fabulado mucho. En Pastrana, una empleada del ayuntamiento me explicó un florilegio de episodios tan coloridos como apócrifos. Incluso aquel en el que la princesa, en versión harpía, se adueña a escondidas de los manuscritos místicos de Teresa y los lee a la servidumbre mientras se desternilla de risa y finge desmayarse, hasta que no aparece la santa y, consternada, le arrebata las hojas de la mano.

Con la misma indiferencia con la que había tomado los hábitos religiosos, Ana los cuelga. Todavía es joven, no tiene ni treinta años, y Pastrana la ahoga. Por ello, se muda a Madrid con su prole —es una madre amorosa—. Se establece cerca del Palacio Real. Felipe II, que ya conoce su temperamento y quizás también se ha servido de sus encantos, intenta disuadirla de regresar a la corte. Teme que la «hembra» desencadene deseos tempestuosos, habladurías, que le cree problemas, pero no consigue convencerla. De físico menudo y esbelto, con ese único ojo «dominador y sensual», Ana es la viuda más deseada del reino. También porque, al ser hija única, ha heredado una considerable herencia. En Madrid tiene intención de pasárselo en grande. En la capital su personalidad «explotó como una granada», han escrito. En casa Mendoza pronto se congrega la gente bien. Entre los primeros a presentarse, un tal Antonio Pérez: perfecto coetáneo de Ana, ha sido ayudante y protegido de su marido. Casado y con hijos, es un hombre atractivo y muy astuto, aunque algo petimetre: se perfuma más que una mujer, ironiza la princesa. La cual, no obstante, se siente cautivada. ¿Se convierten en amantes? Los historiadores más fiables tienden a excluirlo. Resta el hecho de que, ligados o no por la pasión, Éboli y Pérez formarán una pareja maldita digna de un thriller . Los une su pasión por la intriga.

Antonio Pérez no es un cualquiera. Gracias a su falta de escrúpulos ha escalado posiciones hasta llegar a ser secretario del rey. Hombre de tortuosa agudeza, Felipe no se fía ciegamente de él, pero aprecia su desenvuelta eficacia. Y se sirve de él sin entrar en sutilezas. No se da cuenta, o finge no dársela, de que el tren de vida del dignatario ha alcanzado una opulencia sospechosa. Ignora que Pérez se enriquece vendiendo información y secretos de Estado. Un tráfico que lo llevará a la ruina. Y a la princesa con él. La gran conspiración que los perderá tiene como protagonista y víctima a un tal Escobedo. ¿Quién era? La mano derecha de Juan de Austria, o sea, el hijo natural de Carlos V y, por tanto, hermanastro del rey Felipe. Tan solo unos años antes, don Juan ha sido el comandante victorioso de la flota cristiana en la batalla de Lepanto. Ese triunfo histórico sobre el turco ha llevado su prestigio muy alto. Demasiado, según Felipe, que teme que se le suba a la cabeza al «hermanastro». Por ello, pérfidamente, lo envía a gobernar los Países Bajos españoles, es decir, un sitio ingobernable, un berenjenal de revueltas separatistas incitadas por el nacional-protestantismo. Hasta ese momento Madrid ha sofocado las insurrecciones con brutalidad, lanzando contra los revoltosos un bulldog como el duque de Alba, general feroz, pero también un halcón muy influyente en palacio. Allí encabeza la corriente «belicista», que predica —y practica— para Holanda la mano dura. En cambio, una facción contraria —liderada en su momento por el difunto marido de Ana, Ruy Gómez— se inclina por las negociaciones. En los Países Bajos no se puede continuar reprimiendo: se necesita un viraje. Política. La pacificación es el cometido que se encargará a Juan de Austria y que, en un primer momento, logrará.

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