Marco Cicala - Eterna España

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Un delicioso recorrido histórico y geográfico por todas las dimensiones de nuestro país. Marco Cicala explica y celebra España de la mano de todo tipo de personajes ilustres: desde los enanos de Velázquez hasta Almodóvar, pasando por Santa Teresa, Unamuno, Dalí, Marisol y una retahíla de anarquistas, golpistas, toreros, poetas, grandes y pequeños artistas y genios malditos del flamenco. Estas crónicas, nutridas de entrevistas formales e informales, investigación y recuerdos personales, presentan a Quevedo como «un nerd del siglo XVII», descubren los secretos ocultos en el vino de Jerez o en la poesía de Jorge Manrique, explican por qué a los reyes les encantaba rodearse de bufones deformados o cómo Andalucía enamoró por igual a Washington Irving y a los productores de westerns. Marco Cicala hace un retrato de España desde la admiración, y el resultado parece por momentos una crónica de viajes de aventura. En el fondo es un homenaje a la riqueza cultural de esta España poliédrica y universal, a la belleza de sus pueblos y ciudades, con sus monumentos sublimes y sus humildes posadas y, sobre todo, a sus habitantes.

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Janello Torriani, cuyo nombre fue castellanizado como Juanelo Turriano en la España imperial, nació en torno al año 1500. Su padre es propietario de un par de molinos y consigue que estudie. Por eso, es una leyenda romántica que el chico haya sido un prodigio silvestre naif. Juanelo se formó como artesano y no sabía latín, pero escribía en italiano y mostró una inclinación precoz por las matemáticas, que en aquella época eran un conjunto de conocimientos que comprendía aritmética, geometría y astrología. «Con su saber mixto, teórico y manual, Torriani es un caso ejemplar de artesano vitruviano, o sea, de excelencia práctica con aspiraciones de dignidad intelectual», me explica el estudioso Cristiano Zanetti.

Antes de los treinta años, la vida de Juanelo es mal conocida. En 1529 su nombre aparece por primera vez en una orden de pago relativa a obras de reparación de los relojes del Torrazzo de Cremona. Poco después, Carlos V desciende a Italia para hacerse coronar emperador por el papa Clemente VII en la basílica de San Petronio de Bolonia. Durante mucho tiempo se ha considerado que el primer encuentro entre el soberano y Torriani se produjo en aquella ocasión. A Carlos se le quería regalar el fabuloso Astrarium, el reloj planetario construido en el siglo XIV por Giovanni Dondi. El artilugio se caía a pedazos. Encargado de volver a ponerlo en funcionamiento, Juanelo, sin embargo, habría sorprendido a todos al construir uno ex novo . Investigaciones más recientes explican una historia un poco diversa, situando la proeza entre 1547-1550: es en aquellos años cuando Torriani cautiva al emperador con el Microcosmos, un reloj que no es copia del precedente, sino un artefacto «nunca visto antes que muestra no solo todo aquello que concierne a las horas, las fases del Sol y de la Luna», sino también «de todos los otros planetas, de los signos y del curso de los Movimientos Celestes, las recurrencias, las flexiones, con orden seguro y exacto y lo hace manifiesto al ojo con sumo cuidado y para nuestra máxima satisfacción». A mover toda esta parafernalia, mil quinientas ruedas dentadas creadas en la primera fresadora de la que se tenga noticia. Adivinad quién la inventó.

El Microcosmos supone para Torriani el salto a la fama. Le ha costado tres años de trabajo y veinte de estudio. No le proporcionará solo admiración, sino también una renta anual vitalicia de cien escudos de oro. Ahora Juanelo ha entrado en la órbita de los grandes poderes europeos. De Milán, donde ha abierto un taller completamente suyo, se traslada a Bruselas a petición de Carlos V. Si bien obtorto collo , lo seguirá hasta el monasterio de Yuste. En su último retiro, el «Emperador» lleva una vida muy devota, aunque no exactamente monástica. Entre misas y plegarias, continúa siguiendo desde la distancia los asuntos internacionales y consumiendo las enormes raciones de carne que tanto han contribuido a la gota que lo devora. Carlos está deprimido: guerras de religión e incipientes nacionalismos han hecho añicos su sueño, heroico a la par que anacrónico, de una Europa unida bajo las enseñas católico-imperiales. El emperador se lamenta de su suerte. Crápulas aparte, su única distracción son los trucos de Torriani. Está muy ligado a su relojero. Cada mañana lo recibe incluso antes que a su confesor. Angustiado desde joven por el tempus fugit , por la fragilidad de la fortuna humana, Carlos ha desarrollado una especie de obsesión por los relojes. Con los dedos que le quedan —le han tenido que amputar tres a causa de la gota— se pasa horas desmontando y volviendo a montar mecanismos, casi como si el secreto del tiempo se escondiera en alguna parte dentro de ellos. De humor sombrío, siente que la muerte se cierne sobre él. Hace tapizar de negro sus propias estancias —todavía hoy en Yuste se conservan así— y, para prepararse a la idea de deceso, ordena también que se organice un simulacro de su funeral, al que asiste. A fin de distraerlo de tanta tenebrosidad, Juanelo inventa de todo. Concibe un maravilloso reloj en miniatura que, colocado dentro de un anillo, punza el dedo del soberano al dar las horas; y también pájaros hidráulicos que trinan y mueven las alas, soldaditos mecánicos que traban batalla… Hoy esos artilugios despiertan la curiosidad, pero para Torriani eran bagatelas. «En el siglo XVI», recuerda Zanetti, «los autómatas son juguetes para la diversión de la corte. Solo a partir del siglo siguiente asumirán valor de símbolo filosófico». Hasta el siglo XVIII y la apoteosis del Homme machine , el hombre que, reivindicándose a su vez como máquina, expulsa de sí mismo el alma y, liberándose de lo divino, se cree emancipado de cualquier esclavitud.

Carlos V expira el 21 de septiembre de 1558, murmurando: «Ya es tiempo». Pero la parábola de Torriani no termina con la desaparición de su Dominus . Juanelo se instala en Madrid, en una calle que todavía lleva su nombre: calle de Juanelo. Se halla en pleno centro, con una placa de cerámica que muestra el barbudo ceño del titular. En la España de Felipe II, el «inventor» se saca de la manga nuevos portentos, como la máquina planetaria llamada el Cristalino, que a través de sus paredes de cristal de roca permite observar el espectáculo de las ruedas dentadas en movimiento. Suscitan también gran asombro su autómata de una mujer que «toca y dança», o unos molinos portátiles «tan pequeños que se pueden esconder en una manga» y capaces de moler nueve kilos de grano al día. Sin embargo, su creación más impresionante fue el llamado Artificio de Toledo (1569), un sistema de máquinas hidráulicas que en la antigua capital conducía cuarenta mil litros de agua diarios desde el río Tajo hasta el palacio del Alcázar, situado en un cerro a unos cien metros por encima del río. De Cervantes a Lope de Vega, de Góngora a Quevedo o Baltasar Gracián, no hay genio del Siglo de Oro que no mencione en algún lugar el milagro obrado por Juanelo. Con todo, pese al éxito y los correspondientes beneficios que le fueron concedidos, la vida de Torriani siempre se vio acuciada por los problemas económicos. En Toledo el cremonés estuvo a punto de ahogarse en las deudas porque la municipalidad rechazaba pagarle lo que él había adelantado de su propio dinero para la empresa del Artificio. El ingenio, objetaba el ayuntamiento, abastecía de agua al Palacio Real, no a la ciudadanía. Por eso, Juanelo construyó un segundo, pero también en ese caso fue reembolsado solo en parte. Hombre lacónico e impetuoso, Torriani suplica los pagos por carta y, cuando ya no puede más, reclama el dinero rudamente, sin preocuparse por quien tenga delante, sean emperadores o reyes. Pero su determinación no lo salva de las estrecheces. Nacen así el mito del genio sin blanca y el del Hombre de Palo, autómata de madera que cada día se dirige desde la casa del arruinado Juanelo hasta el palacio del arzobispado mendigando un poco de comida para su dueño.

Torriani es el reflejo de una época que ya no se somete pasivamente a la auctoritas de la antigüedad clásica, sino que se apropia de ella para darle de nuevo vida y reinventarla. Es la época en la que las artes mecánicas se sacuden el estigma medieval de las «artes viles»; la época en la que, según la visión un poco anticuada pero todavía atrayente del historiador Jacob Burckhardt, el hombre europeo se desmarca definitivamente de la comunidad indistinta para hacerse individuo. Juanelo guarda un saber refinado en un cuerpo de artesano: «Si se fija uno en la persona, nada se descubrirá en él menos que el acumen de un talento: tan rudo, deforme y rústico es de cara y figura, y de aspecto tan poco distinguido, que no revela dignidad alguna, carácter alguno, indicio alguno de habilidad». Tras tamaña crítica, Torriani resurge con rasgos de criatura infernal: «Contribuye a aumentar su repulsión el verle siempre con la cara, cabello y barba cubiertos y tiznados de abundante ceniza y hollín repugnante, con sus manos y dedos gruesos y enormes siempre llenos de orín, desaseado, mal y estrafalariamente vestido, de forma que se le creería un Bronte o Esterope o algún otro siervo de Vulcano, que todo lo que hace lo moldea en el yunque con sus propias manos, trabajador de fragua nato».

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