Marco Cicala - Eterna España

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Un delicioso recorrido histórico y geográfico por todas las dimensiones de nuestro país. Marco Cicala explica y celebra España de la mano de todo tipo de personajes ilustres: desde los enanos de Velázquez hasta Almodóvar, pasando por Santa Teresa, Unamuno, Dalí, Marisol y una retahíla de anarquistas, golpistas, toreros, poetas, grandes y pequeños artistas y genios malditos del flamenco. Estas crónicas, nutridas de entrevistas formales e informales, investigación y recuerdos personales, presentan a Quevedo como «un nerd del siglo XVII», descubren los secretos ocultos en el vino de Jerez o en la poesía de Jorge Manrique, explican por qué a los reyes les encantaba rodearse de bufones deformados o cómo Andalucía enamoró por igual a Washington Irving y a los productores de westerns. Marco Cicala hace un retrato de España desde la admiración, y el resultado parece por momentos una crónica de viajes de aventura. En el fondo es un homenaje a la riqueza cultural de esta España poliédrica y universal, a la belleza de sus pueblos y ciudades, con sus monumentos sublimes y sus humildes posadas y, sobre todo, a sus habitantes.

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En cuanto sofisticado oportunista, Antonio Pérez navega entre las facciones en lucha. Al héroe de Lepanto, con quien mantiene una óptima relación, le aconseja tomar a Escobedo como secretario. Lo coloca a su lado para poder controlar los movimientos de don Juan y referirlos al rey. Pero Escobedo se saldrá un poco del guion, ya que acabará apreciando a su nuevo señor y guardándole mayor lealtad que a los poderes madrileños. Entre Felipe y su hermanastro, Pérez desempeña un papel ambiguo: los complace a ambos, pero al mismo tiempo siembra cizaña en pequeñas dosis mortales. Es un doble juego con el que Antonio cree erróneamente que puede tener a ambos en un puño. Para granjearse el favor del gobernador de Holanda, le pasa a su secretario información reservada sobre el rey, ya sea verdadera, falsa o inflada. Pero, mientras tanto, alimenta en el soberano los celos hacia el impetuoso don Juan. Escobedo, que hasta ese momento se mueve como un peón, es un tipo hosco, puntilloso y fastidioso. Lo llaman «el Verdinegro», en parte por su carácter huraño y en parte porque siempre viste con ropa oscura. En Madrid ejerce presiones a favor de su señor Juan de Austria, pero piensa también en sí mismo: pide dinero, reclama recompensas, nuevos cargos y títulos. Importuna al rey hasta resultar insoportable: «Estoy harto y cansado de su insistencia», estalla Felipe. «Debemos librarnos de él cuanto antes». Anotaos estas palabras.

Mientras tanto, ¿dónde ha acabado la princesa? Sigue siempre allí, en Madrid, revoloteando entre la corte y su casa salón. Uno de los habituales de palacio Mendoza es Escobedo. También él fue un protegido de Gómez, el difunto marido de Ana. Pero, ante la alegre viudez de la mujer, se muestra estupefacto. Al advertir la complicidad entre la princesa y Antonio Pérez, se plantea alguna pregunta: ¿hasta qué punto se entienden esos dos? ¿Qué tipo de manejos ocultan? Parece improbable que, como se lee en alguna parte, Escobedo haya tenido prueba de sus amoríos al sorprenderlos juntos en la cama. Sin embargo, tal vez investigando el Verdinegro haya descubierto los chanchullos de espionaje con los que el emperifollado Pérez completa su sueldo, y la implicación de la princesa en esas cábalas. ¿Qué hace Escobedo? ¿Los amenaza? ¿Los chantajea? Probablemente no llegue a tanto. Pero es seguro que cada vez se vuelve un tipo más incómodo. Pérez teme que hable. Así, después de haber sido su valedor, decide hundirlo. Aprovechando la ya destacada antipatía del rey hacia este personaje, Antonio comienza a dibujar al Verdinegro como un peligroso apuntador oculto, como aquel que estaría fomentando las ambiciones de Juan de Austria. Poco a poco, Pérez inocula en el soberano la idea de que en los Países Bajos el hermanastro está preparando un golpe de mano para derrocarlo y sustituirlo. Quizá transformando Holanda en un Estado personal desde el cual intentar una anexión de Inglaterra. Derribando a la impía Isabel y casándose, tras haberla sacado de prisión, con María Estuardo. ¿Fantapolítica? Pérez consigue convencer a Felipe de que no lo es. Y señala a Escobedo como la eminencia gris de tales tramas. Si se quiere atajar el problema de raíz, solo queda una solución: echarlo.

En el extraordinario tocho de mil y pico páginas que, en los años cuarenta, el doctor Gregorio Marañón dedicó al episodio de Antonio Pérez, se lee que en el ámbito de la buena sociedad madrileña la altiva Ana de Mendoza se distinguió, entre otras cosas, por su «habla desgarrada y populachera». Y le atribuyen la frase: «Que más quiero antes el culo de Antonio Pérez que al rey». Pero ¿cómo fue la relación entre la princesa y Felipe II? Todavía hoy no se conoce del todo bien. Hay quien sostiene que el soberano fue el padre del tercer hijo de Ana. ¿Por ello intentó convencerla de que no volviera a presentarse a la corte tras los años transcurridos en provincias? ¿Temía que se tomara confianzas, recriminara, reclamara privilegios? ¿Y por qué desde cierto momento el monarca comienza a desarrollar un sordo resentimiento en relación con Ana? ¿Está celoso de su aventura con Pérez? ¿Tiene miedo de que los dos puedan conspirar contra él? Quizá había llegado a sus oídos que, en connivencia con Pérez, la princesa maniobraba en secreto para situar a una de sus hijas en la carrera al vacante trono portugués, obstaculizando los propósitos de Felipe. En este intrincado escenario de secretos y dobleces, las tensiones ya no pueden quedar sumergidas. Ahora deben salir a la superficie. Estallar en un drama. Con muerto.

Ajeno, si no a todas, a muchas de las maquinaciones urdidas contra su persona, un día de febrero de 1579 Escobedo acepta una invitación a comer en casa de Antonio Pérez. Para no fallar, durante los brindis vierten en su copa una dosis doble de veneno. La sustancia es de efecto retardado. Por la tarde, el Verdinegro se levanta de la mesa un poco achispado, pero sin muestra de dolor alguna. Se despide y se va a su casa. Al día siguiente, Pérez está en ascuas esperando que le anuncien la muerte del «consejero». Pero la noticia no llega. Tras informarse, Antonio se entera de que se ha visto a Escobedo salir de casa a primera hora, impecable como siempre. El brebaje asesino no ha funcionado. Se necesitan métodos más radicales. Urge una nueva invitación a comer. Esta vez el veneno se pone en el postre, una crema de leche. Es una poción más potente. A mitad del convite, Escobedo se siente mal: vomita, desvaría. Se hace acompañar a casa. Pasará algunos días de pesadilla retorciéndose en la cama, pero, increíblemente, sin sospechar nada. No existen retratos fidedignos de Juan de Escobedo. Hay uno atribuido a Blas de Prado, o bien al Greco, que muestra a un señor casi calvo, con perilla afilada y mirada no menos cortante. Podría tratarse de él o de un noble llamado Alonso de Escobar. En todo caso, tiene hombros anchos, grandes manos. Y Escobedo debió de tener un buen corpachón para recuperarse tras dos tentativas de envenenamiento. Mejor dicho, tres. Porque falta todavía la tercera. Viendo que el secretario se resiste a palmarla, Pérez pisa el acelerador. Jugando en campo contrario, infiltra a uno de sus sicarios en la cocina de Escobedo, que todavía se encuentra en estado crítico. Se diluye arsénico en la sopa destinada al enfermo. El Verdinegro se traga otra dosis letal y ahora parece que ya está acabado. Pero, llegados a este punto, la familia se alarma. Se inicia una investigación, se sigue la pista interna y se llega hasta una pobre criada de origen morisco. Bajo tortura, le arrancan una confesión: aunque no ha hecho nada, la chica admite haber envenenado la sopa, si bien no para matar a Escobedo, sino a su mujer, doña Constanza, y vengarse así del maltrato que la señora le inflige desde hace tiempo. Al asumir el tentativo de homicidio, la criada espera salvar la vida. En cambio, en un abrir y cerrar de ojos la ahorcan. Antonio Pérez está exultante. Las cosas no podían ponerse mejor: Escobedo está confinado en cama agonizante, una inocente ha acabado en el patíbulo en cuanto rea confesa y el expediente parece archivado. Crimen perfecto. Pero Juan de Escobedo no muere. Lucha, se mejora, se recupera. Parece invulnerable. Desconcertado y fuera de sí, Pérez pasa a la artillería pesada. En el ambiente del hampa, recluta a ocho tipejos, entre ellos a un tal Inausti. Espadachín infalible, a él se le confía la «estocada certera», la estocada mortal. Los otros esbirros se ocuparán de mantener a raya a los gorilas de Escobedo, que es seguido en sus desplazamientos habituales.

Noche del 31 de marzo de 1578. Tras visitar a la princesa de Éboli, el secretario, ya recuperado, se dirige hacia el domicilio de doña Brianda de Guzmán, su amante. Es el lunes de Pascua, pero en esta historia el temor a Dios convive serenamente con cualquier trasgresión. Recién salvado de la muerte, Escobedo se está preparando para el amor cuando cae en la emboscada. Sus guardaespaldas son neutralizados por los sicarios e Inausti, con precisión de francotirador, le clava su famosa estocada. En Madrid, si levantáis la cabeza en la intersección entre la calle Mayor y la calle de la Almudena, veréis una placa que reza: «En esta calle mataron al secretario de don Juan de Austria, Juan de Escobedo, el 31 de marzo de 1578, noche del Lunes de Pascua». Justo detrás de la esquina en otra placa se lee: «Junto a este lugar estuvieron las casas de Ana de Mendoza y la Cerda, princesa de Éboli…».

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