Marco Cicala - Eterna España

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Un delicioso recorrido histórico y geográfico por todas las dimensiones de nuestro país. Marco Cicala explica y celebra España de la mano de todo tipo de personajes ilustres: desde los enanos de Velázquez hasta Almodóvar, pasando por Santa Teresa, Unamuno, Dalí, Marisol y una retahíla de anarquistas, golpistas, toreros, poetas, grandes y pequeños artistas y genios malditos del flamenco. Estas crónicas, nutridas de entrevistas formales e informales, investigación y recuerdos personales, presentan a Quevedo como «un nerd del siglo XVII», descubren los secretos ocultos en el vino de Jerez o en la poesía de Jorge Manrique, explican por qué a los reyes les encantaba rodearse de bufones deformados o cómo Andalucía enamoró por igual a Washington Irving y a los productores de westerns. Marco Cicala hace un retrato de España desde la admiración, y el resultado parece por momentos una crónica de viajes de aventura. En el fondo es un homenaje a la riqueza cultural de esta España poliédrica y universal, a la belleza de sus pueblos y ciudades, con sus monumentos sublimes y sus humildes posadas y, sobre todo, a sus habitantes.

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La repercusión del homicidio es enorme. Se inicia la caza a los asesinos. Se les busca por posadas y tabernas, pero ya se encuentran lejos. Algunos, entre ellos el imbatible Inausti, mueren en extrañas circunstancias. Como en cualquier película de gánsteres que se precie, comienza la eliminación de los «eliminadores». Y cuantos se creían astutos titiriteros no tardarán a descubrirse como títeres. Felipe II recibe la noticia del crimen en El Escorial, donde ha pasado una Semana Santa irreprochable. Mientras Pérez y sus matones planificaban la emboscada contra Escobedo, el rey lavaba los pies a doce pobres llevados a palacio para que el soberano repitiera el gesto de Cristo durante la Última Cena. Al conocer la fechoría, Felipe reacciona entre la frialdad y la irritación: «No lo entiendo», se limita a comentar. ¿Cómo es que no lo entiende? ¿Quizá se esperaba que para liquidar a Escobedo se habría continuado a ultranza con los platos «al arsénico»? El delito de sangre complica terriblemente las cosas. También porque, si bien cornuda, la viuda de Escobedo grita reclamando justicia. Y apunta con el dedo no solo a Antonio Pérez, sino también a la princesa, su cómplice. En torno a ambos la atmósfera se vuelve cada vez más densa. Con su fama de mujer desenvuelta y audaz («mujer libre e que no teme nada»), Ana comienza a ser considerada el malvado cerebro de la pareja, aquella que con sus encantos sexuales habría corrompido a su cómplice conduciéndolo a la perdición homicida. «Tenemos sospecha que la hembra es la levadura de todo esto», escribe un dignatario a Felipe. En los discursos cortesanos la princesa se convierte en la nueva Jezabel, la princesa fenicia que en la Biblia hechiza y somete al rey hebreo Acab (en este caso, Pérez). Ahora bien, es difícil imaginar que la tuerta fatal no estuviera al corriente de la conjura contra Escobedo. Pero convertirla en la inductora del crimen es ir demasiado lejos. En cualquier caso, Ana rechaza todas las acusaciones y hasta el final se proclamará inocente. Acuciado por los familiares del muerto, que exigen un culpable, y por la preocupación de controlar a Pérez, o sea, al hombre al que ha encargado el homicidio, Felipe, como es habitual en él, se toma su tiempo. Tarda más de un año en decidir. Entonces, actúa de golpe: Antonio Pérez y Ana de Mendoza son arrestados en Madrid. Él es puesto bajo arresto domiciliario. Ella es recluida en el torreón de Pinto, y desde aquí trasladada al castillo de Santorcaz, no muy lejos de la capital.

Felipe ha tenido con Pérez más miramientos. Antes de ordenar su detención, le ha sugerido que se alejara, que se quitara de en medio. Le ha ofrecido el puesto de embajador en Venecia, pero el dignatario lo ha rechazado. Se siente más seguro en Madrid. Incluso recluido en casa continúa atendiendo a sus asuntos. En 1582 se inicia la primera investigación. Pero todavía se trata de una iniciativa tímida. El secretario del rey es acusado de corrupción y violación de secretos de Estado, pero sale bastante bien parado simplemente con su despido y una multa. No se vuelve a hablar del homicidio de Escobedo hasta que, temiendo añadirse a la lista de los matones ya liquidados, uno de los sicarios señala a Pérez como el instigador del crimen. Se emite una orden de arresto, pero, cuando los esbirros se presentan en su casa para llevarlo a la cárcel, el exsecretario salta de la ventana y se refugia en una iglesia. Lo arrastran fuera y lo encarcelan en el castillo de Turégano, cerca de Segovia. Allí Pérez intenta fugarse, pero lo vuelven a capturar. Lo llevan de nuevo a Madrid para una serie de interrogatorios cada vez más atroces. En febrero de 1590 Antonio Pérez es torturado hasta que confiesa que ordenó asesinar a Escobedo. Es condenado a muerte. Repite que ha actuado por orden del rey. Dice poseer todos los documentos para poderlo demostrar. Ingenuo. La documentación ha sido requisada y destruida. Por muy astuto que sea Pérez, Felipe lo es aún más. No es seguro que el soberano quiera ejecutar la condena. Pero ante la incertidumbre, Pérez se evade de la cárcel. Lo ayudan algunos familiares y otros cómplices —tras una vida de intrigas se ha ganado también bastantes amigos—. Pese a su deteriorado estado físico a causa de las torturas, cabalga doscientos setenta kilómetros, desde Madrid hasta Zaragoza. Pide y encuentra asilo en el Reino de Aragón. A fin de capturarlo de nuevo, Felipe lo intenta todo: además de peticiones de extradición, recurre a la Inquisición presentándolo como un hereje e incluso envía al ejército. En Aragón, Antonio Pérez se convierte en un destacado desertor, como un Assange o Snowden: conoce secretos comprometedores y, en cuanto «perseguido», confiere en cierta manera prestigio al Estado que se ha ofrecido a darle cobijo. Pero también divide la opinión pública entre aquellos que lo consideran inocente y aquellos que lo creen culpable. Su presencia es causa de inestabilidad, desórdenes. Mejor escabullirse de nuevo. A finales de noviembre de 1591, Pérez atraviesa los Pirineos y se refugia en Francia. Desde allí intenta una incursión armada en España, pero sin éxito. Errante, arruinado, buscará apoyos antiespañoles entre París e Inglaterra. E intentará ganarse la vida obteniendo provecho de la bilis acumulada contra el rey Felipe. Sumido en el rencor, con el pseudónimo de Rafael Peregrino publicará Relaciones , uno de los más violentos escritos de acusación contra el soberano —al que tacha de envenenador sin escrúpulos, temor a Dios o piedad por los hombres— y contra todo el pueblo español —que considera malvado y perverso, henchido de orgullo, arrogancia, tiranía y deslealtad—. Los panfletos de Antonio Pérez tendrán un notable efecto mediático, pero no bastarán para sacarlo de sus apuros. En 1611, con setenta y un años —edad considerable para la época teniendo en cuenta los sufrimientos que ha padecido—, el gran conspirador muere en la miseria en París. Y se lleva consigo sus verdades y sus misterios.

Pero ¿y la princesa? La habíamos dejado prisionera en la fortaleza de Santorcaz, en el año 1580. Tras veinte meses de reclusión, Ana no es ni sombra de lo que era. Tal como sucede a menudo a los personajes encumbrados cuando se ven arrojados a la miseria, Ana se hunde repentinamente: está consumida, no come, delira. Pero todavía conserva la energía de la ira: ruge, se indigna, al fin y al cabo es una grande de España. «Furiosa y terrible mujer, orgullosa y loca», escribe continuamente cartas al rey en las que se disculpa y a veces acusa: le dice que Su Majestad conoce tan bien la verdad que no debe invocar a más testigos que a sí mismo. En la primavera de 1581, Felipe decide que la cárcel pura y dura ya ha sido suficiente. Y ordena que se disponga el arresto domiciliario de «la hembra» en el palacio de Pastrana. Como por arte de magia, apenas se reencuentra con su hogar, la princesa renace. Y no solo eso. Dado que no es una mujer dispuesta a someterse, durante su cautiverio organiza todo un torbellino de recepciones, idas y venidas de pajes, doncellas, caballeros, embajadas... Parece que, en su fuga hacia Zaragoza, Pérez incluso hace un alto en el camino para saludarla por última vez. Es demasiado. Temiendo que Ana vuelva a las andadas, Felipe ordena encerrarla en casa. Puertas y ventanas son tapiadas. Y se aísla a la princesa en dos habitaciones dentro de una torre. A lo sumo, se le concede asistir, a través de una pequeña ventana, a la misa en la capilla interior. Recibe la comida mediante un torno. Toda comunicación es vigilada, reducida a lo esencial. Ana acaba enfermando de verdad, en el orinal deja una sustancia negra. Se lamenta de su reclusión mortal, consecuencia, a su juicio, de todo tipo de mentiras. Otras veces no entiende cómo el rey, «cristianísimo», ha permitido todo eso. Sin embargo, el rey es el máximo responsable de su cautiverio. Pero ahora Felipe es un soberano atormentado por el remordimiento. Ha descubierto que, en relación con Juan de Austria, Pérez lo ha engañado como Yago a Otelo: el hermanastro no preparaba ninguna sublevación. Y el plan de invasión de Inglaterra lo retomará Felipe en 1588 con la catastrófica aventura de la Armada Invencible. Un fracaso que el rey interpretará como un castigo divino por la eliminación de Escobedo.

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