Una vez el célebre medievalista español Claudio Sánchez-Albornoz le dijo a un grupo de alumnos: «Cuando un italiano culto contempla el acueducto de Segovia o el teatro de Mérida se queda pasmado, pero no se le ocurre pensar en reivindicar la soberanía de su nación sobre la España que fue romana. Sin embargo, un árabe culto, ante la Alhambra de Granada, la Mezquita de Córdoba o la Giralda sevillana siente el vivo deseo de recuperar la soberanía sobre la España musulmana». El eterno revanchismo árabe. Un estereotipo. Pero los entendidos te explican, y sin asomo de prejuicio, cómo en partes del mundo musulmán el mito de la perdida Andalucía ejerce todavía una potente sugestión sentimental: «He viajado mucho por el norte de África y Oriente Medio. Existe una visión idílica de Al-Ándalus. Recuerdo a un amigo tunecino que lloraba de nostalgia por Granada. Pero nunca había estado allí», dice Juan Castilla Brazales en su casa de estilo neomorisco a las puertas de la ciudad. Arabista insigne, ha pasado años copiando y descifrando las misteriosas inscripciones sobre los muros de la Alhambra. Hay cerca de diez mil. En parte él ha resuelto el secreto: «Contrariamente a cuanto sostiene la leyenda, solo una mínima parte son inscripciones poéticas. En su mayor parte son lemas, como “No hay otro vencedor que Alá”, o fórmulas votivas de felicidad, bendición». Las han digitalizado todas. También porque «la Alhambra está construida con materiales pobres. Y esta es una zona de terremotos». Por mucho que se intente pasar de largo, cuando se aborda el capítulo del Al-Ándalus, el principal tema sigue siendo el de la convivencia entre monoteísmos: islam, cristianismo y judaísmo. Historiador prudente, Castilla prefiere hablar de «coexistencia». De acuerdo, ¿pero hasta qué punto pacífica? «No fue un paraíso. Hubo momentos de todo», matiza. «Estamos hablando de un periodo de siete siglos. ¿Se da cuenta de lo que supone siete siglos?». Para comprenderlo: son el arco de tiempo que nos separa de la época de Dante. Como es obvio, en la España musulmana se alternaron fases de cohabitación más o menos incruenta con épocas de represión. Dependía del gobernante. Entre los ilustrados Omeyas, que hicieron de Córdoba una ciudad legendaria, y el profundo puritanismo de las dinastías almorávide o almohade, hay ciertamente diferencia. Sin embargo, olvidad las leyendas sobre un islam inclinado al placer donde se bebía vino, las mujeres se tomaban ciertas libertades y el pensamiento no encontraba prohibiciones: ni Maimónides ni Averroes —por limitarnos a dos grandes sabios— lo tuvieron fácil.
Ciertamente, sobre la base del llamado pacto de la dhimma , judíos y mozárabes —es decir, los cristianos que vivían en territorio musulmán— gozaban de un estatuto especial que en principio les protegía de conversiones forzadas y vejaciones varias. Pero, cuando se no quedaba en papel mojado, el «privilegio» se pagaba mediante impuestos. Y no les iba mejor a los mudéjares, los musulmanes bajo dominio cristiano, explotados como mano de obra a bajo coste. En definitiva, cualquier cosa menos la famosa tolerancia. Que es un concepto moderno, surgido en una Europa exangüe tras las guerras de religión y, por tanto, inaplicable a los tiempos de los que estamos hablando. Tiempos de todos contra todos, de alianzas y traiciones cruzadas entre príncipes moros y cristianos; con el heroico Cid, que, como mercenario, se movía astutamente en medio de los contendientes. Alguno ha llegado a sostener que el único encuentro de civilizaciones tuvo lugar en el enfrentamiento: ¿la ideología militar-religiosa de la Reconquista cristiana no estaba acaso impregnada de yihad?
Al-Ándalus es un entramado complejo. Igualmente complejo es el uso que en España se ha hecho de este, en función del clima político y las modas culturales. Bajo Francisco Franco —que, por otro lado, había vencido la Guerra Civil con la contribución de los feroces soldados marroquíes y tanteado inicialmente una política proárabe—, el medievo hispanomusulmán fue borrado por el nacionalcatolicismo: «En los manuales escolares», recuerda Castilla, «Al-Ándalus ocupaba como mucho una página». Tras la dictadura ocuparía algunas más. En la democracia recuperada el redescubrimiento del Al-Ándalus se convirtió en instrumento de la polémica laicista contra los poderes eclesiásticos y contra la derecha que los alentaba (todavía hoy los patrioteros más extremos celebran cada 2 de enero la caída de Granada). En épocas más recientes, la moda del multiculturalismo y el regionalismo andaluz han promovido la idealización del pasado musulmán, transformándolo probablemente en folklore: ferias, festivales, conciertos, patrocinados por juntas y gobiernecillos de izquierda.
En la modernidad española la arabofilia a menudo ha adquirido entre los intelectuales tintes de rebeldía anticonformista. Hace años, pasé algunos meses en un pueblo almeriense llamado Cuevas del Almanzora, nombre indudablemente árabe. Curioseando por ahí, me enteré de que uno de los personajes de los que el pueblo estaba —y está— más orgulloso era un tal José María Martínez Álvarez de Sotomayor (1880-1947). Fue un poeta no muy conocido, pero sobre todo un tipo de lo más extravagante que en la década de 1910, en polémica con el provincianismo de sus conciudadanos, perdió completamente la cabeza por la mitología árabe. En las afueras del pueblo se hizo construir una villa de estilo oriental y la transformó en un minúsculo reino donde se acuñaba moneda, se imprimían sellos, se concedían condecoraciones y se publicaba además un boletín oficial. Sotomayor se cambió el nombre a Abén Ozan el Jaráx. Autoproclamado califa y sultán, recibía a sus huéspedes en chilaba, con un fez o un turbante en la cabeza y babuchas en los pies. En el periodo en el que trabajó en el registro, eximía de las tasas de inscripción a aquellos que ponían nombres árabes a sus hijos.
En las fotos que lo muestran disfrazado, Sotomayor se parece más a un jeque de pacotilla que a Lawrence de Arabia, si bien en la historia de la arabofilia española existen también casos más dignos. Como el del granadino Lorca, que, en la última entrevista antes de su asesinato, reivindicaba el legado musulmán como elemento de la propia identidad plural de andaluz. O el del filósofo Ángel Ganivet, también granadino, que afirmó que quine no reconociera la influencia árabe sería incapaz de comprender el carácter español. Reflexiones de otro tipo respecto a las fantasías de Washington Irving, que en los Cuentos de la Alhambra narraba: «Cuando los moros fueron expulsados, muchos de ellos escondieron sus pertenencias más valiosas, esperando que se tratara de un exilio temporal y que podrían regresar, un día no muy lejano, para recuperarlas». No vayáis largando esta historia por ahí. A algunos se les podrían ocurrir ideas extrañas. Y ya tenemos bastantes problemas.
EL RELOJERO ITALIANO DE CARLOS V
En 1556 Carlos V abdica y pocos meses después se retira al monasterio de Yuste, entre los castaños, las encinas y los nogales de las montañas de Extremadura. Es la dimisión más famosa de la historia. El exemperador está «triste y final» —morirá poco después—, pero en ningún caso en soledad. Al monasterio de la orden de San Jerónimo se ha traído unos cincuenta allegados. Además de dignatarios y asistentes espirituales —refería el monje Hernando del Corral elaborando la lista—, lo acompañan cirujanos, panaderos, cerveceros, carniceros… y un maestro relojero, un tal Juanelo. ¿Quién era? Un tipo rudo y genial que, procedente del condado de Cremona, llegó bastante lejos como para recibir en las cortes europeas el apodo de nuevo Arquímedes. Ingeniero, artesano y matemático, asombró a sus contemporáneos con ingenios de dimensiones ciclópeas o bien minúsculos; de máxima utilidad o maravillosamente superfluos; travesuras hidráulicas capaces de «llevar el cielo a la tierra y los ríos al cielo», así como perritos mecánicos que unas veces «ladraban, jugaban y se acariciaban, y otras se mordían, y que golpeados con una pequeña vara en la cola se separaban. Animalitos que parecían vivos». En Madrid existe una fundación científica que lleva su nombre. En Italia ha sido prácticamente olvidado, pero en su Cremona natal lo están redescubriendo y le dedican muestras, estudios y conferencias.
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