El arado pesaba y requería ser arrastrado por un animal grande que, a su vez, exigía la fuerza de los hombres. Para la supervivencia de la comunidad, los hombres cazadores eran importantes, pero como labradores de la tierra se vuelven esenciales. Las mujeres, por su parte, pierden el papel vital que mantenían como acopiadoras de alimentos, pues ahora no interesan tanto las plantas silvestres como las cosechas de las plantas cultivadas. Durante siglos ellas habían sido las proveedoras del sustento diario, pero a partir de la incorporación del arado realizan tareas secundarias, como arrancar la maleza, cosechar y cocinar. Así, pues, el control por los hombres de los recursos vitales de producción contribuye a hacer declinar el poder femenino.
A partir de entonces, ni la mujer ni el hombre podrán divorciarse. Trabajan la tierra juntos; ninguno de los dos puede abrir a solas los surcos y, al mismo tiempo, abonar y sembrar la tierra, como en cambio sí pueden hacerlo juntos. Quedan ligados a la propiedad común y nace la monogamia permanente o única.
Fisher cita una revisión de 42 etnografías acerca de pueblos diversos del pasado y del presente, y en todos se verifica que el adulterio estuvo presente, incluso en aquellas culturas en que era castigado con la muerte. No existe cultura en la cual el adulterio sea desconocido, ni hay recurso cultural o código alguno que haga desaparecer la aventura amorosa. La infidelidad parece ser parte de nuestro arcaico juego reproductivo.
¿Por qué esta conducta infiel tiene tanta fuerza? A pesar de los azotes, los garrotazos, mutilación de genitales, amputaciones, divorcios, abandonos, muertes en la hoguera, por asfixia o por estrangulamiento, y todas las crueldades que la gente ha sufrido por la infidelidad, ella persiste.
Es fácil explicar por qué los hombres se interesan en la variedad sexual: su motivación instintiva los lleva a esparcir su carga genética, a querer depositar su semilla en distintas mujeres y en distintos lugares geográficos. Según esta hipótesis, las mujeres estarían menos motivadas biológicamente a la variedad sexual. El antropólogo Donald Symons proporciona un interesante argumento al respecto: estudiando la conducta de los homosexuales, advierte que muchos tienden a vincularse sólo por una noche, buscando el sexo fácil, anónimo y sin compromiso; las lesbianas, en cambio, que buscan relaciones más duraderas y comprometidas, tienen menos amantes, parejas semejantes y una sexualidad precedida de afecto más que de sexo por sexo (46).
Así, si los machos que gustaban de la variedad sexual fecundaron más hembras, procrearon más crías y enriquecieron su linaje genético, su infidelidad era adaptativa.
En el caso de la mujer hay cuatro razones que explican que pueda tener una determinación biológica hacia el adulterio:
• La subsistencia complementaria. Con una segunda pareja, la mujer podía conseguir más resguardo y alimento adicional, lo cual aseguraba su supervivencia y la de sus hijos.
• Si un marido abandonaba a su mujer o se moría, existía otro varón al que podía convencer para que la protegiera y ayudara.
• Si estaba emparejada con un cazador débil, con problemas físicos, enfermedades o trastornos de carácter, la mujer tenía la posibilidad de mejorar su línea genética teniendo hijos con otro hombre.
• El tener descendencia con distintos hombres aumentaba las posibilidades de sobrevivir que tenían los hijos dada la variedad genética para enfrentar los cambios del entorno.
Desde esta hipótesis, podemos pensar que aquellas mujeres que se escapaban al bosque con amantes furtivos sobrevivían más que las que no consiguieron compañeros ocasionales, y dejaron además de herencia para la mujer moderna la tendencia a ser infiel. Un antropólogo plantea incluso que la capacidad multiorgásmica de la mujer se relaciona con una táctica evolucionista ancestral de copular con múltiples parejas, para obtener así de cada varón la inversión adicional de protección paternal capaz de prevenir el infanticidio (esto es, llegar al coito con múltiples varones para hacer amistad). Posteriormente, las hembras pasaron de la promiscuidad a las cópulas furtivas, y lograron mantener el beneficio de mayores recursos y, al mismo tiempo, una mayor variedad de genes para sus descendientes (46).
En esta monogamia única con infidelidad, el amor de pareja presenta las características de una sociedad por conveniencia, a la cual nos referiremos más adelante cuando hablemos de la historia de la elección de pareja en Occidente.
Los hombres cazadores-acopiadores tienen poderosas tradiciones de equidad y solidaridad. Para gran parte de la humanidad, en este período las jerarquías formales no existen. Sin embargo, con el correr del tiempo la organización de la cosecha anual, el almacenamiento, la distribución, la planificación del comercio y la representación de la comunidad en las reuniones, dan pie al surgimiento de los líderes. Cabe inferir que los jefes de aldea adquieren poder con la aparición de los primeros asentamientos de comunidades no agrícolas. Y, más tarde, con la vida sedentaria, la organización política se hace más compleja y también más jerárquica. Sedentarismo, monogamia permanente y jerarquías masculinas van de la mano.
La guerra es otro factor que gravita en la declinación de los derechos de la mujer. A medida que aumenta la población se empiezan a defender las propiedades y los territorios; los guerreros adquieren gran relevancia, a la par que incrementan su poder sobre las mujeres (46).
En el lapso que describimos, el patriarcado se expande a través de toda Euroasia. El sistema predominante de relación es de tipo patriarcal, característico de las sociedades agrícolas, donde las mujeres se convierten en propiedad que debe ser vigilada, guardada y explotada.
En la historia cultural de Occidente, este largo período de tres mil cuatrocientos años puede ser dividido en tres grandes fases: una primera etapa tribal, luego el tiempo que corresponde a la Grecia antigua y, por último, gran parte del lapso histórico del Imperio Romano de Occidente.
En la estructura tribal, el individuo está siempre al servicio de la comunidad y de la sociedad. La familia es un ente destinado a maximizar las oportunidades de supervivencia; no hay cabida en ella ni para el amor ni para la intimidad emocional, sólo para la resolución de necesidades prácticas vinculadas a la caza, al cultivo, a la crianza de los niños, a la defensa y a la protección. 5
Los griegos exaltaban la relación espiritual entre dos amantes, la cual sólo consideraban posible en el contexto de relaciones homosexuales, entre hombres adultos y muchachos jóvenes. El deseo carnal, como también el amor heterosexual o la belleza femenina, carecían de significado ético y de importancia espiritual. Para Platón y Aristóteles, las mujeres eran inferiores a los hombres, tanto en cuerpo como en mente. La ley las consideraba mínimamente, y carecían de los derechos propios de los ciudadanos griegos. Las funciones que la mujer desempeñó antes, ahora las realizaban los esclavos. Ya ni siquiera podían ser la compañera que luchaba por la supervivencia. El matrimonio por amor estaba ausente del pensamiento griego; la unión conyugal era un mal necesario, destinado a mantener la descendencia (14).
Para Nataniel Branden, los romanos, por su parte, tenían una perspectiva cínica del amor. Desde el estoicismo de su cultura, los compromisos pasionales parecían una amenaza para el cumplimiento del deber. Tampoco se casaban por amor. Se acordaban los matrimonios por motivos económicos o políticos, y se circunscribía el papel de la mujer a administrar la casa y criar a los hijos. Pero en esta preocupación por proteger la propiedad y conservarla, la familia adquirió una importancia distinta a la que tuvo en Grecia. La ley romana estipuló en forma escrupulosa la transmisión de la propiedad de una a otra generación. Esta cultura ensalzó la virtud de la virginidad en las mujeres solteras y la fidelidad en las casadas, e incluso se llegó a pedir fidelidad al marido (14).
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