Pedro Ángel Fernández de la Vega - La Sombra de Anibal

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La sombra de Aníbal se proyecta amenazante sobre Roma. Su enemigo más formidable arrincona a la República en la disputa por la hegemonía del Mediterráneo occidental y reta a los más distinguidos políticos y militares. ¿Quiénes tendrán el valor para enfrentarse al cartaginés? Los líderes romanos que asuman el reto lucharán por la victoria entrelazando sus brillantes trayectorias sin abandonar sus inflexibles rivalidades.
Populistas, conservadores, filohelenos, cesaristas y adalides contra la corrupción, hombres carismáticos, agitarán en su favor los resortes democráticos de las asambleas populares y escudarán sus actos en la religión oficial, aunque también serán capaces de establecer concordias frente al enemigo común.
La sombra de Aníbal, del prestigioso historiador Pedro Ángel Fernández Vega, es la historia de los líderes que lucharán por su gloria y por la salvación y la grandeza de Roma.

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Livio presenta un punto de vista posicionado del lado del senado y en contra de Flaminio: «primero, nombrado cónsul con irregularidades en la toma de los auspicios, cuando dioses y hombres le decían que volviese del frente mismo de batalla no había hecho caso; ahora consciente de haberlos menospreciado evitaba el Capitolio y el ofrecimiento solemne de los votos para no acudir al templo de Júpiter Optimo Máximo el día de la toma de posesión de su magistratura para no ver al senado que le era hostil y al que solo él odiaba, para no anunciar la fecha de las ferias Latinas ni ofrecer en su nombre a Júpiter Laciar el sacrificio solemne, para evitar dirigirse al Capitolio, después de tomar los auspicios, a ofrecer sus votos y de allí marchar a su provincia vestido con el capote militar acompañado por los lictores» (Liv. 21, 63, 7-9). El pasaje, que repasa todo el protocolo de toma de posesión e investidura, permite observar que, en efecto, había muchas ocasiones en todo el proceso para poder introducir dilaciones o para encontrar en los escrúpulos religiosos, por errónea formulación de votos o adversa toma de auspicios, una excusa que abortara la toma de posesión de Flaminio.

Marcha de Roma. Se ve abocado a una decisión directa y arriesgada, que se manipulará en su contra, pues tal parece que ya no le hace «la guerra solo al senado, sino a los dioses inmortales» (Liv. 21, 63, 6). Su actitud cuestiona implícitamente todo el ritual y el protocolo, y puede ser presentada como una intolerable impiedad ritual y religiosa que quiebra aún más la pax deorum, ya contraria a juzgar por las batallas perdidas contra Aníbal en los meses anteriores.

UN NUEVO ENFRENTAMIENTO CON EL SENADO

El asunto se debate en el senado en un tono hostil y con apreciable carga retórica: se plantean los senadores si va «a tomar posesión de su cargo en Arímino de una forma más acorde con la majestad de su autoridad que si lo hiciera en Roma, e investirse de la toga praetexta en una posada de huéspedes mejor que en los penates de su casa» (Liv. 21, 63, 10). Flaminio ha partido sin los distintivos del cargo, sin la indumentaria formal y sin la escolta de los lictores, pero ha escamoteado así su comparecencia ante una curia que se ve desairada. La reacción va a ser la esperable. La impiedad del osado cónsul comporta que realmente no debe ser considerado cónsul, sino un sencillo privatus, un ciudadano particular (Pina Polo, 2011: 22). Y de nuevo se reproduce la unanimidad en la cámara contra Flaminio: «todos estuvieron de acuerdo en que había que hacerle venir, incluso traerlo a la fuerza y obligarlo a cumplir personalmente con todas las obligaciones para con los dioses y los hombres antes de marchar al ejército y a su provincia» (Liv. 21, 63, 11).

Tito Livio relata con detenimiento todo lo ocurrido por inusual. De lo excepcional se puede recuperar precisamente el protocolo acostumbrado. Pero el sentido de lo que ocurre trasciende lo meramente ritual. Se está produciendo una alteración del equilibrio constitucional. La impiedad del cónsul es desobediencia civil. En efecto, desde la perspectiva del funcionamiento del sistema político republicano, queda evidenciado que Flaminio ha quebrantado el ordenamiento institucional, y que lo hace por segunda vez: se le envía una embajada con dos diputados «pero el efecto que hizo en él no fue en absoluto mayor que el que había hecho la carta remitida por el senado durante su anterior consulado» (Liv. 21, 63, 12). La estrategia de la huida hacia adelante, de anteponer los deberes militares a los requerimientos senatoriales, es empleada por segunda vez por Flaminio, aunque hay una diferencia notable: la vez anterior estaba investido, era cónsul imperator, y rehusó darse por enterado de una carta recién llegada. Ahora, lo que hace es remedar una toma de posesión alejado de Roma, de modo que pretende oficializar su mandato desautorizando implícitamente al senado, al hacer caso omiso de sus requerimientos. Pretende justificarlo por interés de la campaña militar: de inmediato se hace cargo del mando de las legiones que le ceden los cónsules salientes y parte hacia Etruria.

Sin embargo, los presagios no eran favorables y la obstinación de Flaminio se va a ver amonestada con un nuevo presagio que será interpretado en Roma como «una grave amenaza» por sus enemigos políticos: al formalizar la toma de posesión fuera de Roma, cuando está inmolando un ternero, el animal, ya herido, escapa de las manos de los sacerdotes y esparce su sangre salpicando a los presentes (Liv. 21, 63, 14).

Todo lo ocurrido en relación con el acceso al segundo consulado de Flaminio puede valorarse como un nuevo episodio de una relación institucional difícil entre un político alternativo y un senado que no acepta liderazgos excéntricos o no controlados. Es obvio que la promoción política de Flaminio se ha logrado de manera recurrente en cada magistratura sobre apoyos extrasenatoriales fuertes. Es razonable pensar que en cada ocasión para el enfrentamiento con la curia habrá perdido aliados nobles. Es verosímil que la ley Claudia lo dejara aún más desarropado. Y es probable que su proceder contra todo protocolo le despojara de los que le pudieran quedar, si aún le quedaban, pero no parece haberle inquietado. Su resolución queda por encima de ello.

Y es que, por otro lado, el senado no puede cuestionar la voluntad popular tras un proceso electoral. Así que ha optado por hacer oposición al cónsul siguiendo una vía que trasciende lo humano y que está bajo su control: la vía sacerdotal y de la superstición, la autoridad de lo sagrado, gestionando otro de sus resortes de poder, el más inapelable. En este caso, además, el propio Flaminio lo ha desencadenado en su propia contra por introducir variaciones al funcionamiento consuetudinario, por romper los protocolos y obviar los rituales.

Y en la misma línea de opinión que los senadores, la literatura latina acaba por legitimar una posición adversa a Flaminio, a su trayectoria política y a su memoria, por la soberbia que manifestó y por su obstinada desatención a los avisos que recibió en forma de presagios sin reconocerlos y sin haberlos atendido ni expiado. Quebrantaba los convencionalismos políticos y ofendía la voluntad de los dioses.

Con todo, la llegada al consulado por parte de Flaminio resulta muy accidentada y lastrada formalmente, pero se consuma. Servilio, el cónsul colega, toma posesión el 15 de marzo como estaba previsto, y ha de hacerse cargo de formalizar todos los protocolos religiosos (Liv. 22, 1, 4; Pina Polo, 2011: 102).

Sobre la gestión política del consulado de Flaminio queda noticia de una medida económica de alcance (Plin. 33, 44-45; Fest. 87). En los escasos meses que dura el consulado de Flaminio saca adelante una ley que devalúa la moneda romana –lex Flaminia minus solvendi–, de modo que un as libral, que pesó en su momento doce onzas, y que debía pesar ya dos onzas, queda reducido a as uncial, de una onza (Piganiol, 1974: 274; Nicolet, 1982: 172). En la coyuntura de la guerra recién iniciada, esta ley alivia la liquidez del erario para el pago de los costes militares de toda naturaleza. La escasez de metal para acuñar se palía así con una drástica reducción del peso de la moneda mediante una ley a la que se le ha reconocido un trasfondo social indudable: aliviaba a los pequeños deudores, que empezaban a sufrir las dificultades y carestías de la guerra, de modo que, como el Estado, cubrían sus deudas en dinero devaluado, con menos metal (Cassola, 1968: 307). Las tendencias inflacionistas se iban a acusar progresivamente, pero de entrada puede tratarse de una medida popular que erosionaba los intereses de las clases más acaudaladas, del orden ecuestre del que proceden los senadores y también los acreedores del erario los publicanos y negotiatores, a los que la República habrá de pedir crédito en los años sucesivos. El Estado se aprovisiona para una guerra muy costosa en hombres y suministros y se convierte en cliente del gran capital.

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