Álvaro González de Aledo Linos - Santander-Bretaña-Santander en el Corto Maltés, un velero de 6 metros

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En este libro el médico y navegante cántabro relata la travesía que en 2015 realizó con su pequeño velero hasta Bretaña. Al estar el barco despachado solo para la navegaración a 12 millas las travesías las realiza siempre costeando, lo que le obliga a seguir el relieve de la costa sin atajos.Pero lejos de ser un inconveniente el autor lo considera una ventaja, pues le permite conocer a fondo los sitios por los que navega, entrar en puertos desconocidos, y relacionarse más con la gente pues como él afirma"con un barco pequeño caes simpático en los puertos y te dan más facilidades que si llegas con un superyate.Y eso también cuenta". Además el pequeño calado le permite internarse en las aguas interiores, allí donde los barcos más grandes no pueden entrar.La bahía de Arcachon, el Golfo de Morbihan, o los cuatro ríos sorprendentes de la costa atlántica de Francia (el Marle, el Auray, el Vilaine y el Loire) algunos de ellos con calado inferior a un metro o que se secan en bajamar, pasaron bajo la quilla del Corto Maltés impregnán- ole de sus maravillosos paisajes y proporcionándole multitud de anécdotas que nos relata en estas páginas.El objetivo del autor es transmitir a los propietarios de veleros pequeños la convicción de que pueden realizar grandes navegaciones y descubrir sitios paradisíacos y muy cercanos, que son desconocidos precisamente por sus dificultades de acceso a los barcos mayores.

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El propietario de la motora a la que nos habíamos abarloado estaba trabajando en ella cambiando los metacrilatos de las ventanas y pintando la cubierta, pero en ningún caso puso pegas a amarrarnos a su barco y por el contrario nos dio todas las facilidades y nos explicó algunas peculiaridades de su puerto y los alrededores. Nos contó los problemas que genera en Ondarroa la entrada de la ola por la ría cuando hay temporal. En efecto en algunos temporales, y sobre todo cuando se rompió el espigón de protección en el 2014, las olas se encajonan hacia arriba por la ría y llegan hasta la pequeña marina que hay aguas arriba destrozando algunos de los barcos que amarran en ese lugar aparentemente tan bien resguardado. Las olas más grandes en 2014 llegaron a sacar las ruedas del carril del pantalán de su eje, y por eso le han soldado una prolongación de unos 30 centímetros hacia arriba que actualmente llega más alta que el suelo del muelle. Hemos visto barcos con las cornamusas de amarre rotas por los esfuerzos, y el dueño del barco al que no habíamos abarloado nos dijo que cuando se anuncia temporal todos intentan llevar los barcos lo más arriba posible dentro de la ría apretujándose como pueden y cuanto más arriba mejor. Un puerto complicado en invierno.

Cuando estuvimos instalados nos acercamos a la caseta del vigilante con intención de gestionar nuestra estancia. Solo nos pidió un número de móvil por si necesitaba localizarnos para alguna maniobra, pero nada de los papeles del barco ni nuestros, y nos dijo que la estancia era gratuita. El pantalán en el que estábamos tenía una torre de toma de agua, no de electricidad, pero por alguna razón que se nos escapa todos los grifos estaban cerrados con candado. Nunca habíamos visto esto en otros puertos pues es difícil que en el peor de los casos (llenar un depósito entero de un barco deportivo) se genere un gasto significativo. En los demás pantalanes que vimos en Ondarroa ocurría lo mismo. Tuvimos que rellenar nuestros depósitos con el bidón portátil en un grifo que había en un parque infantil enfrente del muelle. Otras veces no está tan fácil y una cosa sencilla como aprovisionarse de agua es una tarea bastante incómoda. De hecho, no tener grandes reservas de agua es uno de los inconvenientes de los veleros pequeños. El propio pantalán no tenía aseos, si bien se encontraban en la Cofradía de Pescadores, en el propio recinto del muelle, su acceso era gratuito y lo único malo era que los cerraban por la noche.

Después de comer hicimos un recorrido en bici por una senda que recorre toda la margen derecha de la ría. En una orilla había una cucaña de las que se utilizan en las fiestas populares para ver quién consigue llegar a coger una ikurriña en la punta. La cucaña está untada de grasa para que sea más difícil. En su entorno estaban rodando un programa concurso para la televisión vasca, con muchos curiosos. Después la senda abandonaba el pueblo y seguía transformada en una senda verde por los pueblos de los alrededores. Y al terminar la tarde continuamos por otra senda costera que recorría las dos playas de Ondarroa, esta vez en dirección al Este. La noche fue desapacible pues volvió la lluvia, hizo un frío helador, y además nos despertó la sirena de la lonja, como en Santoña.

Por la mañana salimos a primera hora con dirección a Pasajes. La previsión era de día nublado y posiblemente lluvioso, con viento suave del Nordeste, o sea, de morro. Por desgracia el pronóstico no se equivocó y fue una navegación nefasta. El viento venía en efecto justo de morros, y casi todo el camino estuvo lloviendo. O sea que hicimos toda la travesía a motor. Cuando intentábamos ir a vela el rumbo se abría demasiado y no hacíamos más de 1,8 nudos. Además el timón automático hacía dar muchas guiñadas al barco, lo que nos dificultaba refugiarnos en la camareta durante los chubascos, y tuve que volver a ajustarle la “ganancia”, que es el margen de tolerancia a las desviaciones del rumbo. En resumen, uno de esos días en que como dice el refrán “a veces la vela es solo un poco más divertida que el trabajo”. Por si fuera poco, al sacar un bidón de gasolina para rellenar el depósito principal se trabó con alguna pieza puntiaguda de la bici y se pinchó, empezando a salir un chorrito de gasolina al pañol y amenazando con una faena de las gordas (achicar 10 litros de gasolina de un sitio cerrado, sin tener dónde escurrirlo porque no se puede tirar al mar). Por suerte el otro depósito estaba lleno solo hasta la mitad y pudimos trasvasarlo, si no nos habríamos enfrentado a un problema bastante correoso. La verdad es que los dos depósitos suplementarios para este viaje (20 litros) los compré pensando principalmente en que tuvieran un tamaño adecuado para el transportín de la bici, y menos en la calidad de los materiales. Desde el principio me pareció un plástico muy fino y pagué las consecuencias de ese criterio equivocado. Esta reserva suplementaria era imprescindible para afrontar la larguísima travesía de Las Landas, como comentaré más adelante, por si nos quedábamos sin viento. Más adelante en el viaje sustituí los dos bidones por otros de mejor calidad.

Al mediodía pasamos por enfrente de San Sebastián, viendo su famosa Isla de Santa Clara en mitad de la bahía, flanqueada por los montes Igueldo al Oeste y Urgull al Este. Se debe entrar entre el Urgull y la isla, aunque nosotros no íbamos a hacerlo pues no tienen plazas de visitantes en el puerto y se debe fondear o tomar boya en la bahía, bastante incómodo para bajar a tierra con nuestros medios. Con niebla es fácil confundir el monte Urgull (más alto) con la Isla de Santa Clara e intentar dejarle por estribor para entrar a San Sebastián, error garrafal pues te hace entrar en el río Urumea, que no es navegable, y te lleva a varar en la misma ciudad. Nosotros íbamos a seguir hasta Pasajes o Pasaia (43º 20,2’ N; 1º 55,7’ W) solo tres millas náuticas más hacia el Este. Están tan cerca que en los barrios periféricos de Pasajes hay algunas calles en las que una acera pertenece a San Sebastián y la otra a Pasajes. En ese pequeño recorrido por mar hay un bajo muy peligroso, el de Pekachilla (43º 20,9’ N; 1º 58,3’ W) que aunque está bien cartografiado sigue produciendo accidentes pues son unas rocas que velan a solo 20 cm por debajo del agua. Pasajes es un puerto comercial con una entrada preciosa e impresionante, una falla entre dos acantilados como los fiordos de los países nórdicos, una estrecha franja de mar entre montañas altísimas. En realidad es la desembocadura del río Oyarzun invadida por el mar y constituyendo una angosta bahía en forma de “T”. La entrada es tan estrecha que para que entren y salgan los mercantes han tenido que poner un semáforo náutico, que es como los de la circulación pero situado en lo alto de una montaña con indicaciones para los barcos, especialmente los mercantes, diciéndoles si pueden entrar o salir, porque no pueden cruzarse dos en el paso. A los veleritos no nos afecta, porque circulamos por fuera de su canal, pero impresiona cruzarse con uno de ellos. Luego viene un estrecho corredor de casi dos kilómetros, rodeado de casitas típicas de Euskadi que hunden sus cimientos en el mar, como las de Venecia. La guía Imray advierte (en rojo):

“Mar desordenado con vientos del Norte en la entrada estrecha; entrar en el último cuarto de la marea creciente”.

Además, precisamente por la estrechez del paso, la corriente de marea puede ser de hasta dos nudos en la vaciante. La aproximación desde el Oeste, como veníamos nosotros, es sorprendente porque ves las boyas roja y verde de babor y estribor muy desplazadas hacia la izquierda del paso, y lo que te pide el cuerpo es seguir recto hacia la entrada. Pero si lo haces así te vas directo a las rocas. Hay que respetar esa “puerta” aunque te parezca absurda. Ambas orillas del canal de entrada tienen caseríos preciosos, casitas de uno o dos pisos con la fachada blanca y el tejado de tejas, algunas de las cuales con el balcón cerca del mar al que han puesto una escalera para poderse bañar desde él. Una vez dentro la bahía se divide en dos ramales, el derecho o del Oeste es Pasajes de San Pedro y el izquierdo o del Este Pasajes de San Juan. Allí dentro el paisaje es más industrial, con mercantes amarrados, grúas y todos los tinglados portuarios. Unos pequeños transbordadores preciosos unen ambas orillas de la ría para pasar de San Pedro a San Juan y viceversa sin tener que rodear toda la bahía.

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