y a las montañas de algunas mujeres con las que he dormido.
He subido a montañas peladas con bosques en la cumbre
y a colinas arboladas que tenían pelada la techumbre.
Frías montañas que no eran nada más que un montón de piedras,
o selvas montañosas de árboles estrangulados por líquenes y yedras.
He subido a cumbres puntiagudas donde reina la nieve
y a rampas imperceptibles donde sólo, sólo y sólo llueve.
He caminado por laderas en sombra donde olía a heno,
donde la felicidad me hacía olvidar mi espíritu sarraceno,
y he navegado por colinas saladas, con barba de nazareno,
penetrando la noche con mi vela y un farol de queroseno.
En medio de algunas montañas encontré increíbles lagunas
y en mitad de las olas del mar mágicas lunas,
pero donde descubrí las cosas más maravillosas y eternas
fue entre los pechos de una hermosa mujer y entre sus piernas.
Y cuando al final tuve que elegir entre tantas maravillas...
tantas montañas, tanto mar, y la mujer que me aflojaba las rodillas...
fui listo y me quedé con las cercanas, las que refleja el mar de mi bahía,
y con la mujer que alumbra la serena placidez del alma mía.
“Atento Maltés, atento Maltés, para Amazona”
repetía la radio del barco con voz machacona.
Yo, que ya conocía ese saludo estrafalario,
sacaba la cabeza por el tambucho para ver a Mario.
Y allí estaba sonriente en su barco pequeño y azul marino,
ajeno a la crudeza de la geografía de su destino,
pendiente de la vela, del rumbo, la radio, la cacea,
de que no se fuera al agua uno de la patulea.
Solo ha pasado un año desde los hermosos días
en que navegábamos por los estuarios y por las bahías
con los barcos cargados de mochilas, de gafas submarinas,
y de niños marcados por los bisturíes y las medicinas.
Solo un año desde el último precioso veraneo,
el último que oyó el silbido de la jarcia, el guadralpeo
de una vela, el chocar contra el mástil de una driza
o el runrún de la olita que se forma detrás de una baliza.
Nada más que un año y se acabaron para él los galanteos,
las siestas, el farniente, los desembarcos, los fondeos,
los mensajes cruzados por la radio, el marisqueo...
todo lo que atesoro de aquellos tiempos de ajetreo.
Ya no vemos en Puerto Chico su motocicleta...
todo, todo se lo robó el último golpe de claqueta.
Y ahora si consigo disfrutar de nuevas correrías,
navegar en días radiantes o hacer nuevas travesías,
me acordaré de él en el rincón de la bahía santanderina
donde volcaron las cenizas de mi amigo de la hornacina.
Después de haber sido ayer una adolescente impura,
violenta, traviesa y revoltosa,
la mar hoy parece una mujer madura,
tranquila, profunda, poderosa,
y duerme en la bahía
como después de una noche tormentosa
duermes tú, vida mía.
Es bonito vivir cerca de la bahía
cuando se tiene lejos a la mujer amada:
porque me recuerda la luz de su mirada,
su ondulada sensualidad, su preciosismo,
sus sentimientos, y hasta su pornografía...
y así la soledad no me duele lo mismo.
Ayer vi a la mar en la cumbre de su concupiscencia,
de su electricidad, de su erotismo,
y hoy aplanada por un santo quietismo,
por una sospechosa imagen de condescendencia.
La próxima vez que presuma
que la mar va a cruzar esa raya
que domestica sus olas nocturnas de espuma
me iré a dormir con ella cerca de la playa.
Y así me acordaré de mi compañera,
y de aquella noche de amor tan fiera.
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