Lucy
[P.S.] No hace falta que te diga que no se lo digas a nadie. Confío en ti. Buenas noches otra vez.
L.
Carta de Lucy Westenra
a Mina Murray
24 de mayo
Mi querida Mina:
¡Gracias, gracias, de nuevo por esta carta tan cariñosa! ¡Era tan delicioso poder contar lo que guardaba mi corazón sabiendo que me comprenderías!
Querida, estas cosas no ocurren con frecuencia pero cuando vienen, nunca lo hacen solas. Cuánto saben los proverbios. Aquí me tienes, con casi veinte años y hasta ahora nadie se había atrevido a declararme su amor; y sin embargo hoy lo han hecho tres… ¡Figúrate! ¡Tres declaraciones en un solo día! ¿No te parece increíble? En realidad, siento tristeza por los otros dos… Pero soy tan dichosa al mismo tiempo. ¡Tres declaraciones! Aunque, por lo que más quieras, no se lo cuentes a nadie, pues si algunas de las chicas se enterasen, harían correr toda clase de comentarios inverosímiles, llegarían hasta creerse despechadas si el primer día de su presentación en sociedad no reciben como mínimo, seis declaraciones ¡Algunas son tan orgullosas! Tú y yo, Mina querida, estamos comprometidas y no tardaremos mucho en convertirnos en sensatas señoras casadas, así que podemos renunciar al orgullo.
Bueno, voy a hablarte de los tres jóvenes, pero debes guardarme el secreto, querida, y no contárselo a nadie, a excepción, claro está, de Jonathan. Sé que a él se lo contarás, porque yo en tu lugar, no vacilaría en decírselo a Arthur, pues una mujer no debe tener secretos para su marido, ¿no crees, querida? Y además le debe ser absolutamente fiel. A los hombres les gusta que las mujeres, y con más razón sus esposas, sean igual de fieles que ellos. Pues bien queridita mía, el primero fue el doctor Seward, el del manicomio, un hombre de firme mandíbula y hermosa frente. Aunque parecía muy distante, se hallaba muy nervioso. Se notaba que había estado ensayando toda clase de pequeños detalles que seguía al pie de la letra. Pero estaba a punto de sentarse sobre su sombrero de copa, hecho que delataba su nerviosismo; después, queriendo aparentar tranquilidad, comenzó a jugar con una lanceta de forma que casi me pongo a reír. A continuación, se puso a hablarme con sinceridad, diciendo que me adoraba aunque hacía muy poco tiempo que me conocía. Había hecho planes sobre lo que sería nuestra vida en matrimonio y me confesó lo profundamente desgraciado que le haría si le rechazaba, pero al verme llorar reconoció que había sido un grosero y que no deseaba hacerme más daño. Después, interrumpió la conversación para preguntarme si podría tener alguna esperanza con el tiempo. Cuando moví la cabeza le temblaron las manos y después, un poco temblando, me preguntó si mi negativa se debía a la existencia de otro hombre. Lo hizo muy delicadamente, asegurándome que no era su intención arrancarme una secreto; sino únicamente saberlo, pues si el corazón de una dama está libre, el hombre todavía puede tener esperanzas de que algún día le acepte. Entonces, Mina, me sentí obligada a decirle que existía alguien más. Solo le dije eso. Él se puso en pie, me miró fijamente a los ojos y con gesto grave cogió mis dos manos y me pidió que fuese feliz, añadiendo que si alguna vez necesitaba un amigo, podía contar con él. ¡Ay Mina!, no puedo contener las lágrimas. Perdona por la cantidad de borrones que hay en la carta. Es francamente bonito que se le declaren a una mujer, pero una se siente realmente mal cuando ve a un hombre, que la ama sinceramente, marcharse con el corazón destrozado. Saber que aunque él aparente negarlo vas a desaparecer de su vida para siempre. Querida, ahora debo acabar. Me siento muy triste, pero también muy feliz.
Por la noche
Arthur acaba de marcharse, y ahora me siento mucho más animada. Ya se ha esfumado la tristeza que me invadía cuando dejé de escribirte, de modo que seguiré contándote todo lo que me sucedió aquel día. Pues bien, querida, el número dos llegó mientras yo almorzaba. Se trata de un joven muy simpático, un americano de Tejas y parece tan joven que resulta difícil de creer que haya estado en tantos lugares y haya tenido tantas aventuras como él cuenta. El señor Quincey P. Morris me encontró sola, tomó asiento a mi lado con una sonrisa en la cara y no sé por qué percibí su nerviosismo. De inmediato, cogió mi mano y dijo con extremada dulzura:
—Señorita Lucy, sé perfectamente que no soy digno de atarle los cordones de sus zapatitos, pero creo que si espera hasta hallar al hombre que realmente lo sea, cuando tire la toalla, deberá unirse al grupo de las siete vírgenes prudentes. ¿No le gustaría que recorriéramos un largo camino juntos, unidos por un mismo yugo y con doble arnés?
Lo cierto es que estaba tan alegre y de tan buen humor que no fue tan duro rechazarle como al pobre doctor Seward. Le contesté bromeando que no sabía nada de todo lo concerniente a arneses y yugos, y que además no me sentía preparada para tirarme por un barranco pendiendo de una simple cuerda. Entonces, al ver que yo bromeaba, me contestó que quizá él había sido demasiado trivial, y que esperaba que si había cometido algún error, en un momento así, le perdonase. En verdad se puso tan serio al decírmelo que la alegría se me disipó. Pensarás que soy una coqueta insoportable, pero te mentiría si te digo que no me sentí un poco halagada por el hecho de hallarme ante el número dos de mis enamorados en el mismo día. Y seguidamente, querida, antes de que yo pudiera contestar, él comenzó a verter un torrente de frases amorosas, poniendo a mis pies, su alma y su corazón. Parecía tan serio al decirlo, que nunca volveré a pensar que porque un hombre esté muchas veces de broma no es capaz de ser serio a veces. Es cierto que él vio en mi rostro algo que le contuvo. De repente cambió y dijo en un tono tan varonil que si mi corazón hubiese estado libre, yo le habría amado por ello:
—Lucy, sé que es usted una joven sincera y franca. De lo contrario no le hablaría de esta manera. Dígame, con honradez, en confianza, ¿ama usted a otro? Si es así, jamás volveré a molestarla, aunque si me lo permite, seré un amigo fiel.
Querida Mina, ¿por qué son los hombres tan honestos cuando una mujer los desprecia? Me estaba burlando de un noble caballero. Me eché a llorar. Vas a creer que esta carta es sentimental en exceso, pero es que estaba realmente afectada. ¿Por qué una no podrá casarse con tres hombres o cuantos desee? Nos ahorraríamos infinidad de penas. Esto ha sido una barbaridad; no debería haberlo dicho. Me alegro porque a pesar de estar triste, tuve valor para mirarle a los ojos y decirle con honradez:
—Sí, amo a alguien, pero él todavía no me ha confesado su amor.
Hice bien en hablarle con franqueza, pues la cara se le iluminó, me cogió las dos manos —creo que fui yo quien las puso entre las suyas— y dijo en tono muy amistoso:
—Es usted muy valiente. Es preferible llegar tarde para conquistarla a usted, que llegar a tiempo para conseguir a cualquier otra. No llore, Lucy. Si es por mí, piense que estoy acostumbrado a los percances. Pero si ese tonto no sabe que la haría feliz, será mejor que la busque pronto o si no tendrá que vérselas conmigo. Retiró sus manos; se daba cuenta que había nerviosismo detrás de aquella valentía que mostraba.
—Señorita —siguió diciendo—, su sinceridad y decisión le han procurado un amigo, lo cual es más raro que un amante; al menos menos egoísta. Mi querida Lucy, voy a tener que recorrer solitario el arduo camino hasta el otro mundo. ¿Podría darme un beso? —Sé que su petición no encerraba ningún sentimiento oculto—. Iluminará mi soledad. Usted sabe que puede hacerlo si quiere. El otro debe ser un buen chico, de lo contrario usted no le amaría…
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