Pero yo, sin ceder, repliqué:
—No me importa ir andando. Desearía irme ya.
El conde sonrió tan sutil y demoníacamente que entendí al instante que tras su suavidad se escondía un plan algo más diabólico.
—¿Y su equipaje? —me preguntó.
—No importa —respondí—. Mandaría a buscarlo más adelante.
El conde se incorporó, y con tal galante cortesía que hizo que dudara ciertamente de su sinceridad, respondió:
—Ustedes los ingleses usan una frase que cuando la oí por primera vez me llegó al corazón, ya que recuerda al espíritu que rige a nuestros nobles: «Da la bienvenida al huésped que viene y felicita al que se va». Venga conmigo, mi joven amigo. No permanecerá ni un minuto más en mi casa en contra de su voluntad, aunque me apena saber que desea marcharse de forma tan repentina. ¡Vamos!
Con majestuosa gravedad, y una lámpara en sus manos, me precedió escaleras abajo y a lo largo del vestíbulo que conducía hasta la entrada. De pronto, se detuvo.
—¡Escuche!
Una considerable manada de lobos aullaba muy cerca. Era como si aumentase la intensidad de ese sonido cada vez que él movía la mano, como la música de una orquesta bajo la dependencia de la batuta del director. Después de una pequeña pausa, el conde continuó caminando con la misma distinción, hasta llegar a la puerta, descorrió los pesados cerrojos, desenganchó las recias cadenas y comenzó a tirar de aquella pesada puerta principal para abrirla.
Los aullidos se crecían más coléricos a medida que la puerta se abría. Entonces vi claramente que pelear con el conde habría sido inútil, pues él era demasiado poderoso y contaba con aliados muy fieros con los que yo no podía enfrentarme de ninguna forma. Pero la puerta continuaba abriéndose poco a poco y solo el conde tapaba el boquete, que se hacía cada vez mayor. Entonces se me ocurrió, de manera instintiva, que este podía ser el momento ideal para terminar conmigo. Deseaba entregarme a los lobos, y debido a mi propia instigación. Algo había en esa idea de diabólica perversidad, muy digna de una persona como Drácula. A sabiendas de que se trataba de mi última salvación, grité:
—¡Cierre la puerta! ¡Aguardaré hasta mañana!
Y seguidamente me cubrí la cara con las manos, pues lógicamente me hallaba humillado y hundido. Por mis párpados comenzaron a circular de forma trepidante un raudal de lágrimas de amargo desencanto. El conde cerró la puerta, dando un fuerte portazo y aquellos enormes cerrojos chirriaron de nuevo resonando su eco por todo el vestíbulo.
Ambos regresamos en silencio a la biblioteca y a los pocos minutos fui a mi habitación. La última estampa que tuve del conde Drácula aquella noche, fue mandándome un beso. En su mirada se reflejaba un brillo de victoria y una sonrisa que habría llenado de orgullo a Judas en el infierno.
En mi habitación, a punto de irme a la cama, escuché un cuchicheo al otro lado de la puerta, y me acerqué sigilosamente para no hacer ruido. Si mis oídos no me engañaban, oía la voz del conde que con acento de mando, ordenaba:
—¡Atrás, atrás! ¡A vuestro lugar! Aún no es vuestra hora. Aguardad. Tened paciencia. ¡Mañana por la noche, será vuestro!
A estas desesperantes palabras siguió un débil y apagado murmullo de risas. Presa de una cólera repentina, abrí la puerta de golpe, y me encontré con las tres terribles mujeres, que ya se relamían los labios de gusto. Tan solo verme lanzaron una terrible carcajada al unísono y después huyeron.
Volví a mi habitación y caí con fuerza sobre mis rodillas. ¿Tan cerca estaba mi fin? ¡Mañana! ¡Mañana! ¡Señor, Dios mío, ayúdame a mí, y a los míos!
30 de junio, por la mañana.— Probablemente sean estas las últimas palabras de mi corto Diario. He dormido poco antes de amanecer y al despertarme he vuelto a caer de rodillas, pues he decidido que si la Muerte viene a buscarme, me encontrará preparado.
Enseguida noté el sutil cambio que se respira en la atmósfera cuando llega el día. Después escuché el omnipresente canto del gallo, con el que tuve la sensación de que me encontraba a salvo. Cuando abrí la puerta, mi corazón palpitaba de alegría y bajé corriendo al vestíbulo. La noche anterior había visto que aquella puerta no estaba cerrada con llave, por lo que pensaba que ahora tenía la salvación en mi mano.
Tembloroso de impaciencia, descorrí los pesados cerrojos y solté la cadena.
Pero la puerta no se abrió. Me sentía vencido. Me aferré a la puerta, tirando y tirando de ella con todas mis fuerzas hasta que chirrió, a pesar de ser maciza. Quise examinar la cerradura, pero no descubrí nada donde poner mis esperanzas, pues el conde se preocupó la noche anterior de cerrarla a conciencia.
Entonces, sentí un deseo imparable de lograr esa llave a cualquier precio, así que volví a escalar la pared para poder entrar de nuevo en la estancia del conde. Probablemente aquello suponía anticipar el momento de mi muerte, pero la verdad es que me daba igual. Sin ni siquiera una pausa para madurar la idea, subí corriendo hacia la ventana oriental, luego por el muro, igual que el día anterior, hasta la habitación del conde. No apareció nadie para detenerme; tenía vía libre. El montón de oro seguía en su sitio. Crucé la puerta del rincón, descendí por la escalera de caracol y recorrí el tétrico pasadizo hasta alcanzar la vieja capilla. Ahora sabía con certeza dónde encontrar al monstruo trasnochador que buscaba.
El ataúd se encontraba intacto desde mi última visita. La tapa, colocada sin ajustar, y los clavos ya dispuestos para ser clavados. Yo sabía que tenía que registrarle si quería conseguir la deseada llave. Levanté la tapa, apoyándola junto a la pared. Entonces contemplé algo que me llenó de espanto.
Allí yacía el conde, pero estaba bastante rejuvenecido, pues sus cabellos y bigote ya no eran blancos, sino de un color gris oscuro. Sus mejillas estaban más repletas y bajo su pálida tez parecía tomar un color más sonrosado; sus labios rojísimos, debido a las gotas de sangre fresca que resbalaban en hilillos desde la boca hasta la barbilla. Hasta aquellos ojos hundidos y ardientes, ahora parecían incrustados en un rostro hinchado, ya que los párpados y las bolsas de debajo estaban abotargados. Era como si todo el cuerpo que protegía a aquel terrible individuo estuviera ebrio de sangre: descansaba como una nauseabunda sanguijuela repleta y exhausta por el festín. Sentí escalofríos al tocarlo, todos mis sentidos fueron presas de asco y náuseas. Pero si no le registraba, estaba perdido. La noche siguiente mi cuerpo, con toda seguridad, se convertiría en el exquisito banquete de aquel terrible terceto «femenino». Le toqué por todas partes, pero no encontré ninguna llave. Después me detuve a observar al conde. Una sonrisa burlona se le dibujaba en aquel rostro abotargado, que estuvo a punto de hacerme volver loco. Aquel era el ser a quien yo estaba ayudando a trasladarse a Londres, donde con toda seguridad durante muchos siglos futuros saciaría su sed de sangre entre los millones de habitantes y donde se haría un nuevo círculo de semidemonios que se cebarían con los desvalidos. Solo pensarlo... un deseo imperioso por librar al mundo de semejante monstruo, me invadía. Cómo no tenía a mi alcance ninguna arma mortífera, cogí una pala, seguramente, la misma con la que los zíngaros removían la tierra, y levantándola en alto, golpeé con el filo aquel rostro despreciable. Pero al hacerlo, el conde volvió su cabeza y unos diabólicos ojos se clavaron en mí con toda la envenenada ira de una víbora. Aquella visión me paralizó de espanto. El golpe de pala tan solo le produjo un corte muy superficial en la frente. El objeto, para él inofensivo, cayó de mis manos al otro lado del ataúd. Quise cogerla, pero el filo de la hoja se enganchó con el borde de la tapa que cayó justo encima del horrible monstruo, y así desapareció de mi vista. La imagen que conservo es la de una cara hinchada y salpicada de sangre por todas partes, que me miraba con una maliciosa sonrisa digna del mismísimo Satanás.
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