Olivier Guez - El siglo de los dictadores

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Todos eran hombres. Fanáticos, ególatras, paranoicos, mitómanos…
A pesar de haber actuado en diferentes partes del mundo, tuvieron características comunes: arengaron a sus pueblos, inventaron celebraciones espectaculares y manipularon las propagandas y los medios de comunicación. El objetivo era depurar y someter al enemigo y, en nombre de la purificación, desataron la muerte.
Los capítulos de este libro analizan a los dictadores en el poder, aquellos que en sus orígenes no eran nada, pero se convirtieron en líderes carismáticos que ejercieron una violencia sin precedentes. Olivier Guez nos entrega un libro impactante que desnuda las maniobras políticas, las vidas personales y la imagen pública de los tiranos que gobernaron durante todo el siglo xx.

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El último factor –no menor– de la victoria imparable de Stalin fue su capacidad de controlar los principales aparatos del Partido con un grupo compacto de adláteres (Mólotov, Ordzonikidze, Kaganóvich, Kúibyshev, Kírov, Mikoyán, Voroshílov, Andréiev, Postishev), que se había formado durante la guerra civil, y más precisamente, en el “frente sur” (Tsaritsyn, que fue rebautizado en los años 30 como Stalingrado). Este núcleo duro se apoderó sobre todo de la Secretaría del Comité Cen­tral, de la Orgraspred y de la Co­misión de Control. En 1925, una nueva reglamentación fijó el reparto de los puestos nombrados por tal o cual instancia del Partido. De los 25.000 puestos permanentes, un cuarto (más de 6000) –los más importantes– dependían directamente de la Secretaría del Co­mité Central y de la Orgraspred, y los demás eran provistos por los comités regionales. En teoría, todos los puestos de responsabilidad que figuraban en las listas ( nomenklaturas ) del Comité Central y de los comités regionales eran electivos. En la práctica, esa “elección” siempre era preparada por la organización de la que de­pendía el puesto. A partir de 1924-1925, la Secretaría del Comité Central, dirigida por Stalin, asistido por su fiel Poskrebyshev, intentó establecer un fichero completo de todos los comunistas: le llevó más de quince años completarlo. A mediados de la década de 1920, otro organismo, dirigido por dos colaboradores cercanos de Stalin (Kúibyshev hasta 1926, y luego Ordzonikidze), la Comisión Central de Control, empezó a tener una importancia cada vez mayor. Según sus estatutos, su objetivo era “la lucha decidida contra todos los grupúsculos y movimientos frac­cionales en el seno del Partido, el estudio sistemático de los fenómenos malsanos en el terreno de la ideología y la purga de los elementos ideológicamente perjudiciales o moralmente corruptos”. Todos los años, entre el 4% y el 8% de los militantes eran convocados por los más diversos motivos. Los principales eran: el alcoholismo (25% a 30% de motivos de convoca­toria), la “pasividad política” (20%), mucho más frecuente que la “oposición activa” (6% a 8%), diversas formas de arribismo, de abusos, de burocratismo (15% a 20%), los robos caracterizados (10%), la práctica religiosa (8% a 10%), la pertenencia a una clase socialmente extraña (5%).14 Hasta 1927, las comisiones de control se limitaron a aplicar generalmente “purgas suaves” (advertencias, sanciones, muy pocas veces expulsión: en 1924-1926 hubo menos del 1% de expulsados por año, con respecto a la cantidad total de comunistas). Pero a partir de 1927, se produjo un giro que anunciaba la gran purga de 1929. Estuvo marcado por una severidad mucho más grande, esta vez en nombre de un monolitismo ideológico, hacia los opositores políticos, especialmente los trotskistas (varios miles de ellos fueron expulsados del Partido en 1927 y principios de 1928, tras el XV Congreso) y por los vínculos cada vez más estrechos entre las comisiones de control y la policía política, el GPU,15 a cargo de un hombre puesto por Stalin: Dzerzhinski hasta 1926 y luego Menzhinski.

Jaque mate

¿Cuándo se impuso Stalin definitivamente como jefe del Partido? En 1929, después de la derrota de la última oposición seria, calificada de “derecha” y dirigida por Nikolái Bujarin y Alekséi Rýkov. El enfrentamiento final se produjo por el proyecto voluntarista global de modernización propuesto por el secretario general, que preten­día convertir a la Unión Soviética en una gran potencia industrial y militar. “Rusia siempre fue derrotada por su atraso –explicó Stalin en un famoso discurso pronunciado el 4 de febrero de 1931–. Estamos de cincuenta a cien años atrasados con respecto a los países avanzados. Debemos recorrer esa distancia en diez años. O lo hacemos o seremos destruidos”. ¿De dónde se podía sacar el capital indispensable para el financiamiento de esa industrialización masiva y acelerada? De una sobreexplotación –nunca reconocida, por supuesto– de los obreros, cuyo salario real bajó a la mitad durante el Primer Plan Quinquenal (1928-1933); de retenciones masivas, de precios irrisorios, de la pro­ducción agrícola, porque habían encerrado a los campesinos en grandes explotaciones colectivas, y de la represión a toda oposición (que supuestamente provenía de “elementos capitalistas en el seno del campesinado”, los kulaks). La exportación de productos agrícolas financiaría la compra en el exterior de bienes de equipamiento y tecnologías indispensables para la industrialización. Esta “acumulación socialista primitiva” suponía naturalmente que los mecanismos del mercado, que finalmente seguían funcionando bajo la NEP, habían sido destruidos anteriormente y que los campesinos habían sido reagrupados en granjas colectivas. Las retenciones masivas provocaron terribles hambrunas –totalmente ocultadas por el régimen–, que, entre 1931 y 1933, causaron más de 6 millones de víctimas, principalmente en Ucrania, en Kazajistán y en las regiones del Volga.

Stalin oficializó el cambio de rumbo el 7 de noviembre de 1929 con un memorable artículo titulado “El año del gran giro”, cuya formulación lírica quedó en los anales: “Marchamos a todo vapor por el camino de la industrialización, hacia el socialismo, dejando nuestro atraso ruso y secular. Nos convertimos en el país del metal, el país del automóvil, el país del tractor”.

Este artículo dio la señal para una aceleración catastrófica del proceso de competencia en la radicalización. En el frente rural, se deci­dió la “colectivización total” de las regiones agrícolas más productivas. En el frente industrial, se decidió forzar la marcha y realizar el Primer Plan Quinquenal en cuatro años, según el eslogan “los ritmos deciden todo”.

Al mismo tiempo, se colocó otra pieza crucial del dispositivo: el 21 de diciembre de 1929, el cumpleaños número cincuenta de Stalin se convirtió en una verdadera consagración del secretario general, del estallido del culto a la personalidad. El “guía” fue entronizado como “genio de nuestro tiempo” y saludado, algo aún más significativo, como el “nuevo Lenin”. De este modo, el “gran giro” que había emprendido quedó legitimado como un regreso a las fuentes y una consumación de la Revolución de Octubre de 1917. Así fue como Stalin presentaría retrospectivamente su obra, algunos años más tarde, en el manual Historia del Partido Comunista de la URSS , publicado en 1938. El “gran giro” de 1929 fue calificado como “transformación revolucionaria de las más profundas, un salto efectuado del antiguo estado cualitativo de la sociedad a un nuevo estado cualitativo, equivalente por sus consecuencias a la Revolución de Octubre de 1917”. ¿Qué mejor para legitimar la “ofensiva socialista” que presentarla como la reiteración de Octubre y como guiada por la inteligencia y la audacia del “nuevo Lenin”, del “Lenin de hoy”? Así se cerraba el círculo. Se completó el cambio simbólico del poder, iniciado con la puesta en marcha de la Comisión para la Inmortalización de la Memoria de Lenin. Stalin se convirtió en la encarnación del Partido. Como tal, era intocable. El propio Trotski dijo en 1924: “En último análisis, el Partido siempre tiene razón […]. Solo se puede tener razón con el Partido y por el Partido, porque la historia no creó otro camino para realizar lo que es justo”.

En 1936, en ocasión de su último viaje al exterior antes de su arresto, Bujarin le dijo a un dirigente menchevique en el exilio, Fiódor Dan, que le preguntó por las razones de la fascinación que ejercía Stalin: “Debe comprender usted que no le tenemos confianza a él, sino al hombre que tiene la confianza del Partido. Eso es lo que sucedió: él se convirtió en una especie de símbolo del Partido, su encarnación. La gente humilde, los obreros y el pueblo creen en él. Es nuestra culpa, seguramente. Y por eso todos entramos en sus fauces muy abiertas, sabiendo perfectamente que nos devorará a todos. Él lo sabe perfectamente y espera el momento propicio para devorarnos a todos”.

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