Olivier Guez - El siglo de los dictadores

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Todos eran hombres. Fanáticos, ególatras, paranoicos, mitómanos…
A pesar de haber actuado en diferentes partes del mundo, tuvieron características comunes: arengaron a sus pueblos, inventaron celebraciones espectaculares y manipularon las propagandas y los medios de comunicación. El objetivo era depurar y someter al enemigo y, en nombre de la purificación, desataron la muerte.
Los capítulos de este libro analizan a los dictadores en el poder, aquellos que en sus orígenes no eran nada, pero se convirtieron en líderes carismáticos que ejercieron una violencia sin precedentes. Olivier Guez nos entrega un libro impactante que desnuda las maniobras políticas, las vidas personales y la imagen pública de los tiranos que gobernaron durante todo el siglo xx.

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Detrás de la aparente unanimidad, el viejo dictador maniobraba hábilmente, reafirmando permanentemente su poder, arbitrando e instrumentalizando los conflictos latentes que se desarrollaban entre los herederos a su sucesión. Desde el final de la guerra, apartó de la vida pública y de toda actividad política a los principales jefes militares, que gozaban del prestigio de la victoria, y en especial al mariscal Zhúkov, el “vencedor de Berlín”, pues temía que le hiciera sombra. En 1948-1949, Stalin dirigió una gran operación de purga contra la dirección del Gosplan y del aparato del Partido Comunista de Leningrado. El “Asunto de Leningrado” les costó la vida a centenares de cuadros del Partido, acusados de “complotar con los titistas para derrocar al poder soviético”.

Cada vez más desconfiado, Stalin acusó públicamente, en el XIX Con­greso del Partido que se reunió en octubre de 1952 (trece años y medio después del XVIII), a sus más cercanos colabora­dores, Mólotov, Mikoyán y Voroshílov, de “desviacionismo derechista” y de “sumisión servil a los Estados Unidos”. En ese clima deletéreo de final de reinado, estalló, en enero de 1953, el caso del Complot de los Médicos. Acusaron a un grupo de médicos judíos del Kremlin de intentar en­venenar a dirigentes soviéticos. Como en el momen­to del Gran Terror de 1936-1938, se organizaron miles de mítines para exigir el castigo de los culpables y el regreso de una verdadera “vigilancia bolchevique”. Ese complot marcó, al mismo tiempo, el coronamiento de la campaña “anticosmopolita” iniciada cuatro años antes y el probable esbozo de una nueva purga general, que solo su muerte permitiría evitar. A estas dos dimensiones se añadió una tercera: la lucha entre las diferentes facciones de los ministerios del Interior y de Seguridad de Estado, sometidos a constantes reformas por Stalin, que siempre consideró a la policía política como el recurso absoluto, el único cuerpo del Estado-Partido realmente seguro para apoyar su poder personal. Co­mo lo muestran sus anotaciones de las actas de los “médicos asesinos”, el tirano siguió muy de cerca, hasta su último día de actividad, el 28 de febrero de 1953, antes de ser abatido por un ataque cerebral, ese asunto que revelaba su creciente paranoia.

Apenas algunos meses después de su fallecimiento, el nombre de Stalin desapareció casi completamente de la prensa soviética. En febrero de 1956, en su “Informe Secreto”, Nikita Jruschov, uno de los más fieles estalinistas, denunció el “culto a la personalidad” de su antiguo jefe, sus múltiples “errores”, “excesos” y “abusos”, destruyendo el ícono del “Padre de los pueblos” para salvaguardar –por algunas décadas más– la imagen del Partido. En la Rusia de hoy, el comunismo ha sido arrojado “al desván de la Historia”. Paradójicamente, Stalin sigue siendo popular y se le erigen nuevas estatuas. Para la generación poscomunista, él no es ni el secretario general del Partido, ni el que ordenó los crímenes de masas del Gran Terror, ni el responsable de las grandes hambrunas de principios de los años 30. En la memoria colectiva, permanece como el vencedor de Stalingrado, el hombre que hizo ingresar a Rusia a cierta modernidad, que supo preservar el Imperio y llevar a su punto máximo el poderío y el prestigio internacional de su país.

Bibliografía

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—, Le Cimetière de l’espérance. Essais sur l’histoire de l’URSS , Perrin, 2019.

11Jruschov también leyó frente a los delegados reunidos a puertas cerradas en la noche del 24 al 25 de febrero de 1956 la dura carta de ruptura que le había enviado Lenin a Stalin el 5 de marzo de 1923.

12Koba es el nombre de un héroe georgiano.

13Esta tradición se rompió en el caso de Nicolás II, después del Domingo Rojo del 9 de enero 1905, cuando el zar ordenó disparar contra la multitud desarmada: eso había sucedido apenas veinte años antes.

14Es decir, la burguesía, la nobleza o la clase de los kulaks (campesinos ricos).

15GPU: sigla de Glavnoie Politiceskoie Upravlenie, Dirección Política de Estado, nuevo nombre de la policía política a partir de 1922 (reemplazó a la Checa).

16No se convocó ningún congreso del Partido entre 1939 y 1952, mientras que en la década de 1920 el congreso se reunía todos los años.

1785 sesiones en 1930, 20 en 1935, 6 en 1937, 3 en 1938, 2 en 1939.

4

Adolf Hitler,

el demonio de Alemania

Éric Branca

Moscú, octubre de 1955. Dos alemanes con abrigos gastados suben bien custodiados a un tren con destino a Berlín. Salen de diez años de cautiverio en la Unión Soviética, seis de ellos, en el gulag. El primero, Otto Günsch, fue el último edecán de Hitler; el segundo, Heinz Linge, su mayordomo. Fueron ellos quienes quemaron, el 30 de abril de 1945, los cadáveres del Führer y de Eva Braun en el patio de la Cancillería rodeada por el Ejército Rojo. Günsche tiene cuarenta y dos años; Linge, treinta y ocho.18 Al verlos, se les daría sesenta. An­tes de enviarlos a Siberia, el NKVD los había interrogado individualmente, día tras día, noche tras noche. Los incomunicaron y, para mantenerse con vida, habían tenido que decir todo lo que sabían del hombre al que ambos habían servido sin descanso, día y noche, uno durante cinco años y el otro, durante diez. Fue una tortura mental permanente, ya que la menor contradicción al relatar sus recuerdos se consideraba una mentira y era pasible de muerte. Esa táctica, establecida por el propio Stalin, tenía un solo propósito: disponer, para su uso personal, de informaciones de primera mano sobre la psicología de su difunto adversario. Este interés maníaco exigía no dejar en la sombra ningún aspecto de la personalidad de Hitler, desde sus lecturas, hasta los detalles de su vida muy privada, pasando por sus gustos alimentarios y las anécdotas de todo tipo que permitieran acercarse lo más posible a la verdad…

Esa investigación era una prueba de la fascinación patológica que sentía el dictador soviético por el hombre que en 1941 había acercado a la Wehrmacht a tiro de cañón de Moscú y, al año siguiente, había plantado la bandera de la cruz gamada en la cima del monte Elbrús, y produjo uno de los documentos más insólitos sobre el dictador nazi: el “Informe Hitler 462 A”, entregado a Stalin el 29 de diciembre de 1949. Eran 413 páginas dactilografiadas que solo fueron accesibles a los historiadores en 1991, al mismo tiempo que se abrieron los archivos del Partido Comunista soviético: se publicaron por primera vez en Alemania en 2006 y en Francia al año siguiente.

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