En la explicación de la génesis de la revolución de 1891 la historiografía se ha concentrado en torno a dos visiones principales. La tradicional —presente en el ministro Julio Bañados Espinosa— 45es aquella que en términos muy generales afirma que la guerra fue el resultado de una larga contienda entre los poderes Ejecutivo y Legislativo, cuyo origen, según la Historia del Ejército de Chile, se remonta prácticamente a la promulgación de la Constitución de 1833. Diferencias en la interpretación de esta ley fundamental habrían producido una pugna entre Balmaceda —que pretendía mantener el presidencialismo— y el Congreso, que se esforzaba por obtener cada vez mayores atribuciones en desmedro del ejecutivo, lo que finalmente llevó a las partes a dirimir sus ideas en el campo de batalla 46.
La otra visión —más propia de la historiografía marxista— es la sostenida por Hernán Ramírez Necochea 47quien, incorporando el factor económico, enfatiza en la influencia que en la política chilena y en el estallido de la revolución habrían tenido los grandes empresarios del salitre de origen inglés. Al respecto, Ramírez Necochea al referirse al verdadero carácter de la Guerra Civil señala “…Tal ha sido el criterio con que se ha realizado toda la investigación expuesta en este libro. Y como resultado de ella se puede afirmar categóricamente —porque hay pruebas suficientes para ello— que la guerra civil de 1891 no fue otra cosa que una violenta reacción a la política económica que el Presidente Balmaceda realizó con entusiasmo, tenacidad, clarividencia y sin claudicaciones. Quienes veían amenazados sus intereses económicos y sociales, quienes no deseaban las transformaciones que la sociedad chilena requería, alzaron su brazo armado contra un estadista que verdaderamente se adelantó a su época y para quien no había “más interés que por lo justo, ni más amor que por lo bueno, ni más pasión que por la patria”…” 48.
En los últimos años se ha sumado al debate el historiador y académico Alejandro San Francisco, aportando un tercer elemento de análisis: el del factor político–militar. De ahí el nombre del primer tomo de su tesis doctoral “ La irrupción política de los militares en Chile ”, en la que al respecto plantea que “…en el caso concreto de la guerra civil de 1891 es posible observar una abierta y decisiva participación de los miembros del Ejército durante 1890, a través de la ocupación de cargos y de la deliberación política, entre otras vías de politización castrense…El segundo aspecto es la militarización de la vida política ese mismo año, que llevó a los sectores del gobierno y la oposición a mirar hacia los cuarteles para resolver una pugna originalmente política, que a fines de 1890 y comienzos de 1891 ya se había transformado en un problema que sería resuelto por las armas” 49.
Más allá de las diferentes interpretaciones ya descritas, se debe tener presente que en todos los grandes procesos históricos, como es el caso de la revolución de 1891, existe una multiplicidad de factores que podrían ayudar a dilucidar la problemática que condujo a ellos, de manera tal que ninguno de ellos es excluyente, y todos, son más bien complementarios. Así, en las causas de esta guerra encontraremos algo de todas las visiones.
No siendo la preocupación central de esta obra el abordar en profundidad las consideraciones y pormenores de los acontecimientos políticos, sociales y militares previos y generadores de la guerra civil, nos limitaremos a señalar, escuetamente, que faltando solo nueve meses para expirar su mandato, el presidente Balmaceda intenta, con un décimo tercer gabinete, poner fin a su gobierno luego de haber presentado al Congreso la Ley de Presupuesto para el año 1891, requisito fundamental para poder contar con los medios económicos necesarios para el funcionamiento del Estado. Al no lograr su aprobación, el 5 de enero de 1891, con la firma de todos sus ministros, el Presidente promulga el Decreto Nº 40 que extendía la vigencia de la ley de presupuesto del año anterior. En su parte medular el citado decreto señalaba que: “…Teniendo presente, que el Congreso no ha despachado oportunamente la Ley de Presupuestos para el presente año y que no es posible, mientras se promulga dicha Ley, suspender los servicios públicos sin comprometer el orden interno y la seguridad exterior de la República, mientras se dicta la Ley de Presupuestos para el presente año 1891, regirán los que fueron aprobados para el año 1890 por la Ley de 31 de diciembre de 1889” 50. Este decreto —considerado inconstitucional por el Congreso— significó el quiebre definitivo entre estos dos poderes del Estado. El país se aproximaba peligrosamente al enfrentamiento, los sones de las pasiones estaban llamando a cerrar filas en ambos bandos. La Guerra Civil estaba ad portas .
El Congreso fue respaldado mayoritariamente por la Armada. El 7 de enero de 1891, la Escuadra, al mando del capitán de navío Jorge Montt Álvarez, llevando a bordo al presidente de la Cámara de Diputados, Ramón Barros Luco, al vicepresidente del Senado, Waldo Silva y a otros importantes miembros de la oposición, zarpó con rumbo al norte del país, después que el Congreso firmara un Decreto de destitución del Presidente. Era evidente que esto significaba una insubordinación al poder ejecutivo, justificado por sus cabecillas por la necesidad de defender la Constitución 51.
Generalmente se tiende a señalar que la Armada se alineó con el Congreso y el Ejército con el presidente Balmaceda, lo que es solo parcialmente cierto, ya que ambas instituciones se dividieron. El solo hecho que fuera un capitán de navío quien asumió el mando de las fuerzas navales aliadas del Congreso es expresión de que hubo un quiebre institucional. ¿Qué fue lo que pasó con los almirantes?
En 1890, según el escalafón de la Armada, habían cinco contralmirantes, siendo el más antiguo Juan Williams Rebolledo, quien ejercía como Comandante General de la Marina, lo seguían los contralmirantes Galvarino Riveros Cárdenas, sin comisión por problemas de salud; Juan José Latorre Benavente, en comisión en Europa; Oscar Viel Toro, en comisión en Estados Unidos y Luis Uribe Orrego, miembro de la Junta de Asistencia. De todos ellos solo el contralmirante Uribe simpatizó con los congresistas y pese a no participar en la guerra, al término de ésta fue nombrado Director de la Escuela Naval.
Jorge Montt era la tercera antigüedad de los once capitanes de navío que integraban el escalafón y se desempeñaba como Gobernador Marítimo de Valparaíso 52. A comienzos de 1891 estaba en condición de disponibilidad, es decir a un paso de ser pasado a retiro, ya que el Comandante General de la Marina —almirante Williams Rebolledo— por instrucciones del gobierno lo había sancionado por considerar que no había actuado con suficiente energía en la represión de una huelga de los lancheros y jornaleros de Valparaíso. Esto explicaría, en parte, el por qué los representantes del Congreso se acercaron a él para sumar a la Armada a su causa.
Del análisis del escalafón de oficiales de la marina de 1890 se puede deducir que de los once capitanes de navío, uno no participó en la guerra por problemas de salud, el capitán de navío Ramón Cabieses; cuatro apoyaron al Congreso: los capitanes de navío Jorge Montt, Luis Castillo G., Francisco Molina G. y Constantino Bannen P.; y cinco se mantuvieron leales al presidente Balmaceda: los capitanes de navío Juan E López L, Francisco Vidal G., Ramón Vidal G., Enrique Simpson B. y Francisco Sánchez A. Como se ve, la Marina no se sumó como un todo al Congreso y prácticamente la totalidad de los almirantes, con la sola excepción de Luis Uribe, se mantuvieron leales al poder ejecutivo.
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