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Barbara Cartland: La Extraña Hermanita

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Barbara Cartland La Extraña Hermanita

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Después de la muerte de Lady Meridale, el Marqués de Meridale tuvo de ausentarse de su Castillo para luchar en el regimiento contra Napoleón y después quedándose al servicio del Príncipe Regente en Carlton House… estuvo ausente durante 8 años. El Castillo de Meridale estaba ahora casi en ruinas, en mal estado y descuidado por los sirvientes que lo estaban pasando mal y además había una atmósfera de miedo. Todos fueron afectados. Arabella había sido enviada al Castillo como compañía de Lady Beulah Belmont, la hija del Marqués, una niña con una enfermedad psicológica, y Arabella misma, se estaba escapando de la brutalidad de su padrastro. Recién recuperada de la escarlatina, estaba en un estado pálido y delgado, cuando el Marqués regresó al Castillo, y se dio cuenta de la belleza de la joven y lo cuanto sus vidas estaban amenazadas. Arabella a pesar de todo, pudo descubrir el secreto del Marqués. Ella se vio enfrentando a la muerte y al amor… enfrentando también a sus propios sentimientos, pues el Marques ocultaba un secreto, que le impedía de casarse con Lady Sybil, la hermosa rival de Arabella o con cualquier otra mujer…. ¿Sera que el verdadero amor salvaría la vida del Marqués?

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LA EXTRAÑA HERMANITA

Barbara Cartland

Barbara Cartland Ebooks Ltd

Esta Edição © 2020

Título Original: “The Secret Fear”

Direitos Reservados - Cartland Promotions 2020

Capa & Design Gráfico M-Y Books

m-ybooks.co.uk

CAPÍTULO I

Se escucharon pasos en el vestíbulo y una pequeña figura cruzó veloz la bibloteca, sus menudos pies ni siquiera sonaban sobre la espesa alfombra, para luego ocultarse tras las pesadas cortinas de terciopelo que colgaban junto a la ventana.

Un segundo después, al abrirse la puerta, Arabella comprendió que entraba su padrastro.

Lo oyó arrojar su látigo en el escritorio; entonces, sintiéndose enferma de angustia, recordó que había olvidado un libro sobre el sillón. Sin duda él lo descubriría al igual que la pequeña escalera de madera, abandonada junto al anaquel del que había bajado el libro.

Contuvo el aliento, sintiendo que en cualquier momento sospecharía su presencia ahí y comenzaría a buscarla. En ese momento, con una profunda sensación de alivio, oyó entrar a su madre.

—¡Oh, ahí estás, Lawrence!— exclamó Lady Deane, con su suave y musical voz—. ¿Tuviste una buena cabalgata?

—¡Arabella estuvo aquí!— anunció Sir Lawrence en tono ronco y dramático, retumbando por toda la habitación—. ¿No me habías dicho que aún estaba delicada como para bajar?

—En verdad, no está nada bien— se apresuró a decir Lady Deane—. Y no creo que haya podido bajar.

—¿Ves ese libro?— preguntó Sir Lawrence—, le he advertido mil veces que no debe leer mis libros. Muchos de ellos son inadecuados para una jovencita. Además, a las jóvenes no se les debe permitir saber demasiado. Hablaré con Arabella…

—Por favor, Lawrence, te suplico que no te enfades. Y si tu intención es pegarle, como otras veces, te ruego no lo hagas. No se ha recuperado aún de su salud. Además, creo que está demasiado grande para recibir ese tipo de castigos.

—¡Pero no lo está para desobedecerme! Y si lo hace… debe aceptar las consecuencias… no hablemos más de este asunto. Me enviarás a Arabella mañana en la mañana, a primera hora. Ahora no tendremos tiempo porque saldremos a las cinco, a la casa del representante del condado, quien nos ha invitado a cenar.

Después de cierta pausa, como si Lady Deane luchara consigo misma para no discutir más, dijo en voz baja y temblorosa:

—¿Crees, Lawrence que sea conveniente que hoy luzca mi tiara de brillantes, y mis otras joyas? Todo el condado asistirá a esta fiesta y temo que esa terrible banda de salteadores estará esperando a los invitados. ¿Recuerdas la última vez que nos robaron en el camino? Se quedaron con mi juego de rubíes y hasta tuve que entregarles todos los anillos. ¡Nunca en mi vida me había sentido tan humillada!

—¡Ni yo tampoco!— repuso Sir Lawrence con franqueza—, pero, ¿qué podía yo hacer? Iba desarmado y ellos eran seis. Para empeorarlo ese maldito ladrón, Caballero Jack, o como se llame, ¡tuvo la desfachatez de burlarse de mí! ¡Un día lo veré colgado de una cuerda! ¡Y te juro, Felicity, que será el día más feliz de mi vida!

—¡No, no, por favor, no hables así! Me das miedo, Lawrence…

El tono angustiado de la voz de su esposa pareció tranquilizarlo.

—Todo te aterroriza, mujer. Pero me gustan las mujeres tímidas y femeninas como tú— dijo con calma pasajera, para rugir de inmediato—. ¡Pero me enfurece la incompetencia de nuestras autoridades! Es absurdo que en pleno 1817, cuando hace dos años de finalizada la guerra con Napoleón, no logremos atrapar a estos pillos que asolan nuestros caminos. ¡Lo que necesitamos es un buen número de soldados designados a estos contornos, y así se lo manifestaré al representante del condado esta misma noche!

—Si es que llegamos a la fiesta— murmuró ella, temerosa.

—Por supuesto que llegaremos. Y quiero que esta noche luzcas espléndida, porque no sólo asistirá toda la gente importante del condado, sino muchos personajes procedentes de Londres. ¡Estoy seguro que ninguna mujer te opacará, querida mía… ni en joyas, ni en belleza! Estás muy hermosa, en verdad.

—¡Oh, Lawrence, me adulas demasiado!— protestó Lady Deane.

—No temas por tu seguridad, ni de la de tus joyas. Iremos en caravana.

—¿En caravana? ¿Qué quieres decir?

—El Coronel Travers saldrá primero y recorrerá la corta distancia que hay hasta Las Torres, donde Lord y Lady Jeffreys lo aguardarán en su carruaje; tanto el cochero como el lacayo irán armados, y, además, los acampañarán dos guardias montados. Los vehículos vendrán para reunirse con nosotros aquí. Ya he arreglado que dos lacayos irán en nuestro carruaje y dos palafreneros nuestros nos escoltarán a caballo. En esa forma llevaremos siete hombres armados y seis guardias a caballo. ¿Qué te parece mi plan?

—Muy inteligente— dijo Lady Deane con entusiasmo—. ¡Sólo tú puedes organizar una cosa así! Mi querido Lawrence, qué afortunada soy al tener un esposo tan inteligente como tú.

—Hacemos buena combinación tú y yo… belleza y cabeza—observó Sir Laurence satisfecho—, pero, date prisa, querida, y no olvides decir a Arabella que quiero hablar con ella en la mañana.

Lady Deane se detuvo.

—Hay algo que tengo que informarte, Lawrence— murmuró—. Espero que no te disguste: He decidido enviar a Arabella a otra parte.

—¿Qué? ¿Sin consultarme?

—Por supuesto que lo iba a hablar contigo. Cuando el doctor Simpson estuvo aquí hoy… es el nuevo doctor que sustituye a nuestro viejo doctor Jarvis, que se ha retirado… bueno, este doctor Simpson, que es mucho más joven, se alarmó de ver a Arabella tan delgada y débil en su convalecencia. La escarlatina puede debilitar mucho…

—Pero no lo suficiente para impedir que baje a robar mis libros…—murmuró Sir Lawrence.

—El doctor Simpson me hizo una sugerencia— continuó Lady Deane, sin dar importancia a la interrupción—, me dijo que estaba ansioso de encontrar una compañera para Beulah Belmont. Me explicó que Arabella podría visitaf el Castillo durante algunos días. El cambio de ambiente le favorecería y hasta ayudaría a la pobrecita de Beulah.

—¡La pobrecita de Beulah!— exclamó Sir Lawrence en tono despreciativo ¡Esa criatura es una completa retrasada mental! ¿De qué le serviría la presencia de Arabella?

—El doctor Simpson piensa que la criatura necesita compañía. Después de todo, no se comunica más que con su institutriz y los viejos sirvientes.

—Mientras el alegre Marqués se divierte en Londres, ¿verdad? Bueno, yo no lo culpo a él. ¿Quién desearía vivir con una hermana idiota, en un Castillo en ruinas, que debió demolerse hace siglos?

—Oh, Lawrence, ¿Como puedes decir tal cosa? Lo que sucede es que el lugar está descuidado desde la muerte de Lady Meridale.

—Bueno, de cualquier modo, es una tontería que Arabella vaya a vivir al Castillo. Será una pérdida de tiempo para todos… así se lo diré mañana mismo a ese doctorcito sabihondo.

—Debo darme prisa ya— dijo Lady Deane en tono conciliador—, dejaremos esto para mañana. Quiero arreglarme con todo cuidado… de ese modo evitaré que te acaparen esas bellas mujeres de Londres.

El halago hizo sonreír al sombrío Sir Lawrence. Sin embargo, cuando su esposa salió, cruzó la habitación para tomar el libro de la silla donde Arabella lo había dejado.

Lo contempló unos momentos, con una sonrisa de satisfacción en el rostro. Lo cerró con brusquedad, para dejarlo a un lado y salió de la habitación.

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