Barbara Cartland - La Extraña Hermanita

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Después de la muerte de Lady Meridale, el Marqués de Meridale tuvo de ausentarse de su Castillo para luchar en el regimiento contra Napoleón y después quedándose al servicio del Príncipe Regente en Carlton House… estuvo ausente durante 8 años. El Castillo de Meridale estaba ahora casi en ruinas, en mal estado y descuidado por los sirvientes que lo estaban pasando mal y además había una atmósfera de miedo. Todos fueron afectados. Arabella había sido enviada al Castillo como compañía de Lady Beulah Belmont, la hija del Marqués, una niña con una enfermedad psicológica, y Arabella misma, se estaba escapando de la brutalidad de su padrastro. Recién recuperada de la escarlatina, estaba en un estado pálido y delgado, cuando el Marqués regresó al Castillo, y se dio cuenta de la belleza de la joven y lo cuanto sus vidas estaban amenazadas. Arabella a pesar de todo, pudo descubrir el secreto del Marqués. Ella se vio enfrentando a la muerte y al amor… enfrentando también a sus propios sentimientos, pues el Marques ocultaba un secreto, que le impedía de casarse con Lady Sybil, la hermosa rival de Arabella o con cualquier otra mujer…. ¿Sera que el verdadero amor salvaría la vida del Marqués?

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Lo percibió sin saber qué era, pero al repetirse comprendió que venía de una gran mesa redonda, en medio de la habitación, que estaba cubierta por una carpeta con flecos, que caían hasta el suelo.

El sonido volvió a repetirse y Arabella, llena de curiosidad, se adelantó, levantó la orilla de la carpeta y se asomó.

Bajo la mesa, sentada en el suelo, se encontraba una niña. Vestía un camisón blanco y sostenía dos gatitos en los brazos. Otros dos estaban en el piso junto a ella, bebiendo de un plato de leche.

—¡Chitón!— murmuró la niña con una graciosa vocecita sibilante—. Beulah… no la despiertes.

—Pensé que tú eras Beulah. Yo soy Arabella y he venido a jugar contigo— le anunció la joven.

Dos ojos pequeños, como bolitas de cristal azules, la contemplaron.

La niña tenía un aspecto extraño. Su cabeza era demasiado grande en proporción a su cuerpo; su rostro redondo, inexpresivo, era como una luna llena. No era, en la verdad, fea o repulsiva, pero su cabello muy corto, levantado con las puntas hacia arriba, le daba un aspecto extraño.

—Ara… bella — repitió Beulah, titubeante.

—Así es— sonrió Arabella—. ¿Por qué no sales para que podamos hablar?

—Beulah… no la… despiertes— contestó la niña. Repetía las palabras con lentitud y con voz aguda, que semejaba un lorito.

—¿Te refieres a tu institutriz— preguntó Arabella—, no, por supuesto que no la despertaremos? ¿Esos gatitos son tuyos?

Beulah asintió con la cabeza y apretó los animalitos en sus brazos. Uno de ellos maulló y arañó el camisón de la niña.

—Son muy bonitos— dijo Arabella con gentileza—, pero yo no los tocaré porque son tuyos.

Los ojos redondos de Beulah la escudriñaron. Entonces, en un impulso, le ofreció uno de los gatitos. Arabella no lo tomó, pero sí lo acarició.

—Quédate con él— le dijo—, es tuyo.

Beulah pareció contenta de escucharla y en voz muy baja dijo:

—Beulah… sabe secreto…Beulah… no dice secreto… Beulah… prometió.

—Me parece muy bien. Si tienes un secreto, desde luego que debes guardarlo.

Se escuchó el sonido de una puerta que se abría.

—¿Qué sucede aquí? ¿Quién está hablando?— preguntó una voz irritada.

Arabella se incorporó con rapidez.

Del dormitorio contiguo apareció una mujer joven, vistiendo una negligée adornada de encaje. Su cabello oscuro caía en bucles sobre sus hombros y Arabella advirtió que era bonita, aunque algo vulgar.

—¡Oh, eres tú!— exclamó la mujer—, la niña de la que me habló el doctor. En verdad no te esperaba tan temprano.

—Siento mucho haber llegado a una hora inconveniente— se disculpó Arabella.

—Supongo que así te enviaron de tu casa, así que no te culparé—contestó la institutriz—, ahora, déjame ver, te llamas Arabella, ¿no es así? El doctor Simpson me lo dijo.

—Sí, así es— sonrió Arabella.

—Yo soy Olive Harrison— dijo la institutriz—, desde luego, la señorita Harrison para ti.

—Sí, desde luego— repitió Arabella con actitud respetuosa.

La institutriz se dirigió a la ventana y empezó a descorrer las cortinas.

—No permito que descorran las cortinas temprano, ni que hagan ruido y me despierten— explicó—, supongo que deseas desayunar.

—No, gracias, no tengo hambre— contestó ArabeHa.

—Pues debías tenerla— dijo la señorita Harrison—. ¡Nunca había visto una criatura tan delgada como tú! Pero muy pronto engordarás.

Si hay algo bueno en este Castillo es la comida. Nunca permanecería en un lugar donde se sirviera mala comida.

La señorita Harrison terminó de descorrer las cortinas de las cuatro ventanas y entonces tiró de una campanilla.

—Las doncellas esperan que las llame. Alguien acudirá a vestir a Beulah y sabrán que ya estoy lista para el desayuno.

Bostezó sin hacer ningún ademán para cubrirse la boca.

Ahora que la luz del día iluminaba la habitación, Arabella pudo notar lo voluptuosa que era la institutriz. La negligée ceñía sus amplios senos. Tenía la piel muy blanca, los labios rojos y seductores; y sus grandes ojos azules enmarcados por pestañas oscuras.

—¡Oh, cielos qué infamia, ¡cómo me duele la cabeza!— exclamó la señorita Harrison.

Cruzó la habitación, abrió un anaquel y sacó una botella. Sir vió una buena cantidad de su contenido y lo bebió de un trago. Antes que el olor del alcohol impregnara la habitación, Arabella había adivinado de qué se trataba.

¡ Brandy como desayuno! ¡Esta era, sin duda, una extraña institutriz!

—¡Así está mejor!— exclamó la señorita Harrison satisfecha—, y ahora, queridita, ven a sentarte junto al fuego y háblame de ti.

Su tono era más alegre que el que usara antes. Se sentó en un amplio sillón y extendió la mano hacia Arabella, indicándole el sillón de enfrente. Pero la mirada de Arabella se dirigía a la mano regordeta y blanca en la que brillaba algo. La joven se quedó inmóvil por un momento, sin atinar a decir nada, lo que brillaba en el dedo meñique de la señorita Harrison era sin lugar a dudas, un anillo que había pertenecido a su madre.

CAPÍTULO II

Arabella permaneció sin dormir, acostada en una camita de cuatro postes, con un dosel de volantes. Estaba cansada, pero su mente rondaba obsesivamente los acontencimientos del día; después de cierto tiempo renunció dormir. Se sentía exhausta cuando la señorita Harrison ordenó que acostaran a Beulah, pero permaneció despierta.

—Será mejor que tú también te vayas a acostar, niñita— había sugerido la señorita Harrison. Arabella comprendió que no era tanto por consideración que la enviaban a descansar, sino porque la institutriz programaba divertirse un rato con la doncella principal, la señorita Fellows. Había una botella de brandy , cerrada, sobre la mesa, dos copas de cristal cortado y un paquete de naipes.

Al poco rato de estar en el Castillo, Arabella notó que la señorita Harrison se tomaba las atribuciones de señora de la casa. Los sir vientes corrían a obedecer sus órdenes, y varias elegantes piezas del mobiliario habían sido subidas a la sección infantil.

Después del almuerzo, acostaban a Beulah en su pequeño dormitorio, que daba al salón de clases, frente a una habitación mucho más grande, ocupada por la señorita Harrison. Beulah dormía con la sola compañía de sus gatitos acomodados en una cesta al pie de su cama.

Era evidente que la señorita Harrison buscaba la forma más fácil de cumplir con sus deberes, en lo que a su pupila se refería. Todo estaba permitido, mientras no afectara su propio bienestar.

Arabella comprendió por qué el doctor Simpson deseaba que Beulah tuviera alguien con quien jugar y, si era posible, que la instruyera en algunas costumbres. La señorita Harrison no hacía ninguna de las dos cosas. Jamás hablaba con la niña, como no fuera para decirle que era hora de comer o de acostarse. No parecía preocuparle de modo alguno lo que Beulah hiciera con su tiempo, tampoco se sentía feliz.

La señorita Fellows era una mujer delgada, de aspecto poco amigable, que parecía no tener nada mejor que hacer que sentarse en un sillón, bien cerca de la señorita Harrison, para intercambiar chismes horas enteras.

Pasaban la mayor parte de la mañana en esos menesteres y después del almuerzo, que consistía en una comida muy abundante y bien preparada, servida por dos lacayos, la señorita Harrison se instalaba con toda comodi-

dad en un diván, recostándose sobre mullidos cojines y una manta de piel sobre las piernas. Además de la considerable cantidad de vino bebido en el almuerzo, mantenía junto a ella una botella de brandy sobre una mesita.

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