Por otra parte, por aquellos días, cuando leía los periódicos buscaba con mucho interés noticias de América y, de ser posible, de Colombia. Un día, apareció en el ABC una nota necrológica, dando cuenta del fallecimiento en Bogotá de un gran hispanista, don José Joaquín Casas Castañeda, político, escritor y educador colombiano, que había sido durante muchos años ministro plenipotenciario de Colombia en Madrid en los años treinta. El periódico daba el pésame a los hijos del difunto, y en especial a don Efraín Casas Manrique, que entonces era el Encargado de Negocios de Colombia en Madrid. Recorté la noticia, con el ánimo de expresarle mi condolencia cuando me lo encontrara en alguna de mis frecuentes visitas a la embajada colombiana por aquellos días. Y así surgió el contacto con la familia Casas Manrique, que habría de tener decisiva importancia para los comienzos de la labor en Colombia. Don Efraín me agradeció mucho el pésame y me pidió el favor de llevar algunas cartas y objetos para sus hermanos en Bogotá.
Mientras tanto, don Josemaría venía consagrando todas sus energías a la formación de sus hijos e hijas y a sus tareas como padre de esa familia en crecimiento que era la Obra. Pensaba en los que pronto irían a otros países —Colombia entre ellos—, en la instalación de una amplia residencia de estudiantes en Londres, y en otros proyectos, como la posible creación de una Universidad en España... Continuamente echaba a volar su imaginación, soñando con iniciativas apostólicas.
EL MOMENTO DE PARTIR
El 11 de octubre, durante su estancia en España, después de haber renovado la consagración del Opus Dei al Corazón Inmaculado de María, en los santuarios de Lourdes y de El Pilar, el Padre bendijo a don Teodoro, a punto de partir hacia Colombia. Se encontraron en Diego de León.
Fue una despedida muy emocionante —contaba don Teodoro—: el Padre me dio un gran abrazo, de aquellos tan entrañables que él sabía dar, y a continuación la bendición para el viaje. Estábamos en su habitación e inmediatamente después de bendecirme se acercó a la cama; sobre la cabecera había un Crucifijo de marfil, lo descolgó y dijo:
—Toma. Es para Colombia.
Luego, se dirigió a la estantería, cogió unas obras de san Agustín, en dos tomos encuadernados en cuero rojo, y me los entregó diciendo:
—Esto para empezar la biblioteca de Colombia.
Después, abriendo un cajón del escritorio del despacho, sacó un reloj antiguo, que debía de ser del Abuelo[11], y me lo entregó. Pasamos después a la habitación de tía Carmen[12], para despedirme de ella y, en un determinado momento en que la cosa se puso un poco tierna, nuestro Padre se acercó a la cabecera de la cama de tía Carmen y, descolgando un cuadrito en cobre de la Virgen, me lo entregó diciendo:
—Toma. Esto te lo regala Carmen para Colombia, ¿verdad Carmen?
—Ya no quiero conocer a nadie más —le respondió ella con un mohín de disgusto—, porque se les conoce, se les toma cariño y luego te los llevas por ahí lejos.
Por último, después de “la protesta” de Tía Carmen, el Padre mandó llamar a Andrés Rueda, que era entonces el Administrador General de la Obra para que le entregara todo el dinero que pudiera. Y después de rebañar convenientemente la caja reunió 50 dólares (dos billetes de 20 y uno de 10): ese fue todo el capital que se llevó don Teodoro para comenzar la labor en Colombia. A cambio, entregó todas las pesetas que tenía, puesto que esa moneda ya no le iba a servir en el nuevo país.
Era, humanamente hablando, una locura; una locura que hundía sus raíces en el Evangelio; una locura bendecida por la Iglesia; una locura muy sobrenatural, muy divina... ¡pero una locura al fin y al cabo! Pero, comentaba otro de los pioneros, Antonio Rodríguez Pedrazuela, iniciador de la labor del Opus Dei en Centroamérica: «El Padre confiaba en Dios y en nosotros; y a pesar de nuestra inexperiencia se apoyaba en nuestro espíritu de iniciativa y en nuestra disponibilidad para hacer las maletas y plantarnos en las antípodas. No le importaba nuestra juventud; al contrario: se hacía a nuestro modo de ser —unos veinteañeros llenos de vida—, y se rejuvenecía a nuestro lado. ¡Jamás nos trató como a unos muchachitos! Con fortaleza y paciencia, nos ayudó a forjar el carácter, y nos fue contagiando su sed de Dios y su afán por llevar el mensaje de Cristo a todos los sitios, a todas las almas»[13].
El Padre les decía: «No vamos a enquistarnos en un país. Vamos a fundirnos. Si no, no va: porque lo nuestro no es hacer nacionalismo, es servir a Jesucristo y a su Iglesia santa».
Habría que adaptarse a las costumbres del país en la comida, la bebida y el vestido y el no hacer propaganda del propio país.
No se trataba de expediciones apostólicas numerosas, sino de una, dos o tres personas que se trasladaban a un lugar, a veces a continuar sus estudios, otros a trabajar en su profesión, y siempre a conocer personas y abrir camino. Todo se hacía con absoluta llaneza y naturalidad. Ni la más mínima sombra de solemnidad. Por eso, explicaba el Padre a sus hijos, «no existe la dispersión ni el alejamiento; se sigue formando una apretada familia: Nosotros no nos separamos nunca, aunque físicamente estemos lejos unos de otros. Los que os marchéis ahora dejaréis aquí un pedazo de vuestro corazón, pero dondequiera que se halle uno de vosotros, allí estaremos los demás, con toda nuestra ilusión por acompañarle. No nos decimos adiós, ni siquiera hasta luego; continuamos siempre consummati in unum». Era una realidad que todos los pioneros experimentarían. La mañana del viernes 12 de octubre, después de ultimar los preparativos de maletas, etc., y antes de salir para el aeropuerto de Barajas, don Teodoro fue a Diego de León para despedirse del Padre y recibir sus últimas recomendaciones. Años después, evocando ese emotivo momento, contaba:
Me entregó varios libros que cogió de su biblioteca (además de las múltiples cosas que me había dado el día anterior) para que los llevara a Colombia. Estuve un rato de tertulia con él. Me venía, de modo recurrente, un pensamiento: ¿hasta cuándo tendré que esperar para un rato así? Cerca de las dos de la tarde vino la despedida, obviamente en medio de un montón de sentimientos encontrados.
Me acompañaron al aeropuerto Odón Moles y Benito Badrinas. Almorzamos allí mismo y, después de los abrazos de despedida —de esos en que se vuelca todo el corazón—, a las 3:45 de la tarde subí al avión: un Constellation de 48 plazas, de la compañía colombiana Avianca.
Y en el diario de su viaje, dejaría consignado:
Madrid se pierde en la lejanía y empezamos a volar sobre las nubes. Pero no me interesa el paisaje. Tengo muchas cosas en las que pensar y sobre todo mucho que encomendar. El diálogo con el Señor y la Señora, con los Patronos y Custodios va a durar todo el viaje. Es una necesidad ineludible. En la tierra me separan ya muchos kilómetros del resto de la Obra y toda comunicación tiene que hacerse a través del Cielo.
Pienso en el custodio: ¿irá por dentro o por fuera del avión? Me gusta imaginarle volando por fuera al lado del avión, porque voy junto a la ventanilla y hablo mejor con él hacia fuera. Voy salpicando el Atlántico de jaculatorias a la Señora (Cor Mariae dulcissimum, iter para tutum) y de invocaciones a todos los Patronos[14]. Entre todos hemos de empezar la labor en Colombia. Ya nos vamos acercando a América y empiezo a sentir por dentro una alegría enorme. Una gran confianza y un cariño loco por Colombia. Ya me empiezo a sentir colombiano.
Por fin a las 2 de la tarde se divisa tierra. ¡Estamos en Colombia! Por dentro un poco de emoción. Y brota enseguida la acción de gracias y nuevas peticiones fervientes por esta tierra que va a ser el campo de labor. Aterrizamos en Barranquilla. Lo primero un saludo al Ángel Custodio de Colombia: ya somos muy amigos y vamos a estar en contacto íntimo probablemente mucho tiempo. ¿Cuál será la Patrona de Colombia? Es igual. Ella me escucha perfectamente.
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