Manuel Pareja Ortiz - Por tierras y mares

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Acabadas la guerra civil española y la segunda guerra mundial, san Josemaría impulsa la expansión del mensaje del Opus Dei por muchos países, y entre ellos, Colombia. En este caso, un joven sacerdote, primero en solitario y luego acompañado de varios estudiantes y jóvenes profesionales, lleva a cabo la pequeña gran historia de extender allí ese mensaje.
El relato, lleno de juventud, sorpresas y audacias, asomará al lector a los inicios de ese trabajo apostólico entre tantos hombres y mujeres, mostrando una vez más, como decía el fundador, «la historia de las misericordias de Dios».

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Para los inicios de esa labor, una de las personas que vendría a tener un papel protagónico sería monseñor Carlo Martini, quien se había desempeñado como secretario en la Nunciatura Apostólica en Madrid. Llegó a tener gran amistad con san Josemaría y con Álvaro del Portillo, a raíz de unas circunstancias curiosas. Las primeras noticias que tuvo Mons. Martini sobre el Opus Dei fueron a través de algunas denuncias y calumnias que se presentaban contra la Obra en la Nunciatura Apostólica en Madrid. La investigación y estudio de estas denuncias dieron lugar, como era lógico, a un conocimiento grande y a una no menos grande admiración y estima por el Opus Dei, y a un trato muy cercano con el fundador.

Después, corriendo el tiempo, Mons. Martini vino a trabajar, como auditor a la Nunciatura en Bogotá. Viendo el buen ambiente de Colombia y la religiosidad de sus gentes, pensó que era un sitio ideal para el trabajo del Opus Dei, y empezó a insistir por carta a san Josemaría para que la Obra viniese cuanto antes a este país. De hecho, la primera carta de san Josemaría, fechada el 28 de febrero de 1951, que preparaba el comienzo de la labor en Bogotá, estaba dirigida a Mons. Carlo Martini, quien no sólo insistió mucho sino que se preocupó también de interesar en el asunto al mismo nuncio apostólico, que por entonces era Mons. Antonio Samoré.

San Josemaría, en los meses siguientes, escribió varias cartas al nuncio apostólico, a monseñor Crisanto Luque, arzobispo de Bogotá, y a dos sacerdotes colombianos que trabajaban con universitarios y estaban interesados en conocer el Opus Dei: el padre Luis María Fernández, asistente nacional de la Acción Católica en Bogotá, y el padre Isidoro López, de Medellín.

Todas estas gestiones las iba realizando san Josemaría en medio de un clima de trabajo intenso y de enfermedad. La diabetes que venía sufriendo desde 1944 no le daba tregua: trastornos visuales y circulatorios, ulceraciones, cefaleas, fuertes hemorragias, la pérdida de todos los dientes. Además, debía llevar una rígida dieta alimenticia que excluía muchos alimentos. Los padecimientos le resultaban tan intolerables que —en tono de broma— decía que le traían, de continuo, memoria del Purgatorio.

Además, en ese año 1951 tuvieron lugar, en España, tanto el primer Congreso General de los hombres, como el de mujeres, con todo lo que suponía de trabajo —antes, durante y después— una reunión de ese estilo[3].

El fundador seguía consagrando todas sus energías a la formación de sus hijos e hijas y a sus tareas como cabeza de esa familia sobrenatural. Y pensaba, entre otras cosas, en los que pronto irían a Colombia. Ya desde el mes de abril de ese año, varias de sus cartas se referían al envío, casi inminente, de «un sacerdote y dos profesionales: más tarde se enviará un pequeño grupo de estudiantes».

Así pues, desde inicios de 1951, tanto el nuncio en Colombia como el arzobispo de Bogotá venían solicitando por escrito al fundador del Opus Dei que emprendiera cuanto antes la labor apostólica en este país.

El nuncio no se limitó a escribir cartas, sino que con mucho empeño tomó cartas en la cuestión. Procuró que desde la misma Nunciatura ayudaran a realizar los trámites de visados, y que se dispusiera el alojamiento en la Casa Provincial de los Hermanos de La Salle para quien fuera a iniciar la labor en Colombia.

A comienzos de septiembre de 1951 el fundador del Opus Dei escribió a Mons. Samoré anunciándole la próxima llegada del sacerdote Teodoro Ruiz. Le agradeció al nuncio todo el apoyo prestado para empezar la labor en Colombia y le sugirió que don Teodoro, muy versado en derecho canónico, le podría ayudar en la Nunciatura. Asimismo, le solicitó que cualquier indicación para don Teodoro —que ya estaba preparado para viajar— se la hiciera llegar a través del secretario general del Opus Dei, que residía en Madrid[4].

TEODORO RUIZ JUSUÉ

Don Teodoro nació en Barcelona (España) el 27 de diciembre de 1917. Pasó buena parte de su infancia y juventud en Reinosa, donde su familia siguió viviendo cuando él marchó a Valladolid para hacer sus estudios de Derecho.

En esa época, estalló la Guerra Civil española, un drama que marcó con su huella a toda una generación de jóvenes. José Orlandis, que lo conocería en años sucesivos, trazó un perfil de la figura de Teodoro Ruiz, tras su fallecimiento en el año 2001 en Palma de Mallorca. Entre otras cosas, apuntó las consecuencias de esa guerra en la generación de Teodoro: «De los 68 estudiantes de Derecho que componían, en 1936, el curso de Teodoro en la Universidad vallisoletana, sólo 14 quedaban con vida, cuando, en 1939, volvieron a abrirse las aulas».

Es de destacar uno de los momentos que Teodoro tuvo que afrontar en plena guerra civil, habiendo llegado hasta las puertas de la muerte. Cuenta José Orlandis:

El 18 de julio de 1936 sorprendió a Teodoro de vacaciones con su padre y hermana en una hostería de las montañas de Cantabria. A los pocos días, una partida de milicianos se presentó allí a practicar un registro y en el bolsillo de la chaqueta del joven Teodoro apareció un carnet y unas octavillas comprometedoras.

—¡Hemos cazado a un pez gordo! —clamaron los milicianos, anunciándole que iban a fusilarle inmediatamente—. Pero, para que se vea que somos unos caballeros —le dijeron—, dinos cuál es tu último deseo, que te concederemos lo que nos pidas.

—Me gustaría tomar una taza de chocolate —fue la desconcertante respuesta del condenado.

Según confesó después más tarde, fue lo primero que se le ocurrió para ganar unos instantes y prepararse a “bien morir”.

Pero en aquellos enloquecidos meses de verano de 1936, podían suceder las cosas más insospechadas. Y así ocurrió en esa ocasión. Mientras el pelotón de milicianos se llevaba a Teodoro al comedor para preparar la taza de chocolate, uno de los cabecillas se quedó en la habitación vigilando al padre de Teodoro. Pronto, por el acento, advirtieron —prisionero y vigilante—, que ambos eran asturianos, oriundos de dos valles vecinos, y hasta tenían amigos comunes.

—¿Por qué vais a matar a ese pobre muchacho que habrá podido hacer una chiquillada, pero que de pez gordo no tiene nada? —se atrevió a insinuar el afligido padre.

—Déjalo de mi cuenta —respondió el miliciano.

Mientras Teodoro apuraba su taza de chocolate, advirtió que los milicianos hablaban entre sí y, sin más aviso, montaban en los coches y desaparecían. Por puro milagro, había salvado la vida.

Quedaban aun años de Guerra Civil, en los que la modesta carrera militar de Teodoro no pasó del ascenso a cabo.

Cuando por fin llegó la paz, se reavivó el natural deseo de terminar cuanto antes la carrera y abrirse un camino en la vida.

Cuando yo le conocí, Teodoro tenia novia formal, y decía sentirse ya harto de aventuras. Pero se equivocaba totalmente, porque sería Dios el que se encargaría ahora de complicarle la vida[5].

Al acabar la Guerra Civil española, se extendió el apostolado del Opus Dei a Valladolid, Zaragoza y Barcelona, tres ciudades universitarias que ofrecían posibilidades de conocer a jóvenes que entendieran el mensaje del Opus Dei.

El 30 de noviembre de 1939, el fundador y Ricardo Fernández Vallespín viajaron a Valladolid. Habían llevado consigo una lista de estudiantes, amigos de gente conocida en Madrid. El plan consistía en hablar con todos los que pudieran sobre los ideales y la formación espiritual que ofrecía el Opus Dei.

Por la mañana el Padre[6] dirigió la meditación. Se centró en la llamada de Cristo a los apóstoles: «Nos encontramos en Valladolid —comentó— para trabajar por Jesucristo, luego ya hemos tenido éxito en nuestra empresa. Si no consiguiéramos ver a ninguno de estos muchachos, no por eso nos consideraríamos fracasados».

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