De hecho todos los jóvenes que tenían en su lista, salvo uno que no estaba en la ciudad, se presentaron en el Hotel Español, donde se habían alojado. Escrivá habló con ellos del amor a Dios, de santificar sus estudios y de ayudar a sus amigos y parientes a acercarse más a Cristo.
Al cabo de un par de meses, el 27 de enero de 1940, el fundador, Álvaro del Portillo, Francisco Botella y Vicente Rodríguez Casado volvieron a Valladolid en un auto de segunda mano que se averiaba con tanta frecuencia que llegaron a la ciudad hacia las 3 de la madrugada.
Se alojaron en el Hotel Español. Allí, en una habitación, se reunió un grupo de jóvenes. Entre ellos había uno de veintidós años que estaba terminando Derecho, llamado Teodoro Ruiz Jusué, que había ido con su amigo Juan Antonio Paniagua, estudiante de Medicina. Todos los jóvenes convocados mostraron interés por la presentación que hizo Portillo del mensaje del Opus Dei, por una charla de Francisco Botella sobre la importancia del trabajo profesional, y por otra exposición de Rodríguez Casado acerca de la vida de los primeros cristianos.
Pasado el tiempo, Teodoro rememoraría así su primer encuentro con el Padre: «Apenas iniciadas las presentaciones, enseguida tomó la palabra nuestro fundador para explicar el motivo de su presencia en Valladolid y las principales características de la labor apostólica que se trataba de realizar. Comenzó diciendo que había que ser cristianos de verdad, y nos dio una explicación de qué significa vivir en serio la vida cristiana. Hoy nos parece muy claro y lo vemos hasta lógico, pero en aquella época constituía una novedad absoluta, porque se daba entonces mucha importancia a las manifestaciones externas de piedad, y quizá se descuidaba la importancia de trato personal de cada alma con Dios».
La idea de cultivar una vida interior de relación personal con Cristo mediante la oración y el sacrificio era novedosa, pero más lo era el mensaje del Opus Dei sobre el trabajo profesional: medio para alcanzar la santidad y hacer apostolado, y ámbito de práctica de virtudes como la laboriosidad, la lealtad, el compañerismo y la alegría. Era la primera vez en su vida que Teodoro oía hablar de que Dios contaba con sus luchas diarias, con el estudio del Código Civil y con su amistad para llevar la redención de Cristo a muchos hombres y mujeres.
El trato con Álvaro del Portillo fue una de las cosas que más influyó en él para que admirara y siguiera ese camino de santidad que es el Opus Dei. A propósito de él, y a modo de muestra, don Teodoro recogería en sus recuerdos, años más tarde: «Cuando volví de traer a un amigo, estaba Álvaro hablando con detalle de la vida de piedad que se vivía en esa labor de apostolado, insistiendo en el trato con Dios a través de la oración y de los sacramentos. Una vida espiritual intensa, pero procurando no hacer cosas raras, sin llamar la atención, sin ostentaciones. Una piedad sólida, pero evitando actuar cara al exterior. Que esto lo aconsejara un sacerdote, ya era una novedad; pero que lo dijera un señor normal y corriente que estaba acabando Ingeniería de Caminos —en España, por entonces, era la aristocracia universitaria—, le hacía ir a uno de sorpresa en sorpresa».
En medio de tantas y tan diversas actividades, Álvaro se comportaba con una grande y normal naturalidad que, sin embargo, traslucía presencia de Dios, unidad de vida en cualquier circunstancia, madurez espiritual. A Teodoro, en su primera conversación con él, le sorprendió también la soltura, aplomo y espontaneidad con que un estudiante de ingeniería hablaba de la oración y de los sacramentos, sin superficialidad ni beaterías. Sus palabras resultaban convincentes, atractivas, novedosas. Sobre todo, porque se intuía que no se trataba de algo teórico, sino de vivencias personales. Comentaba don Teodoro: «Se veía que era hombre de fe práctica y firme, que se alimentaba con una piedad recia, a base de mucha oración y sacramentos y de una tierna devoción a la Santísima Virgen».
En aquellas reuniones se hablaba de hacer ciencia, aportando algo nuevo a lo que ya habían estudiado otros; y se hacía mucha referencia, al mismo tiempo, a la vida de los primeros cristianos. «Oyendo aquello —comentaba don Teodoro— nos dábamos cuenta de que conocíamos algunas anécdotas de los primeros cristianos, pero se nos escapaba lo fundamental: los primeros cristianos vivían el Evangelio porque lo tenían bien aprendido, con un espíritu, una audacia, una remoción apostólica, que les hizo cambiar el mundo. No coincidía aquella descripción con la imagen que muchos teníamos de ellos: personas buenas, pero escondidas casi siempre en las catacumbas».
Después de explicar la teoría, los miembros de la Obra pedían a sus nuevos amigos que la pusieran en práctica invitando a otros a venir al hotel. Teodoro y los otros así lo hicieron; al mismo tiempo, sus amigos salieron y volvieron llevando a otros consigo. Pronto el hotel estuvo abarrotado.
A pesar del número, el Padre habló con cada uno de ellos al menos durante unos momentos. El primer encuentro del joven Teodoro con el Padre sólo duró unos diez minutos, durante los cuales empezó preguntándole por sus estudios y le sugirió que pensara hacer el doctorado y seguir una carrera de enseñanza, pues le abriría muchas puertas para hacer apostolado. Luego dirigió la conversación hacia la vida espiritual. Le dijo: «Quisiera hacerte algunas preguntas que, a lo mejor, podrían ser incómodas. Si no quieres, no hace falta que me contestes».
Era un detalle de delicadeza y de respeto a la libertad que san Josemaría solía tener en el trato con quienes se acercaban a él para tener dirección espiritual. «La primera pregunta —sigue don Teodoro— era sobre frecuencia de sacramentos; la otra versaba sobre posibles compromisos afectivos del corazón. Ocasión que aprovechó, con gran sentido sobrenatural, para insistir en la importancia de la comunión frecuente y de vivir los amores de la tierra noble y limpiamente. No recuerdo que me dijera nada más, pero sí tengo muy grabada la impresión que me dejaron aquellas pocas palabras, tan certeras y atinadas, de un sacerdote que me acababa de conocer hacía apenas un rato».
Varios de la Obra viajaron a Valladolid en febrero y marzo de 1940. Entre visita y visita escribían a los estudiantes que habían conocido. El 3 de marzo, durante un largo paseo por la ciudad, Francisco Botella explicó a Teodoro: «Mira: las actividades apostólicas en las que has participado no son simplemente el resultado del celo de un sacerdote y de unos pocos entusiastas. Son las actividades de una institución querida por Dios a la que el Padre y nosotros hemos dedicado la vida. Y a ti, ¿te llama Dios a entregarte a Él?».
Teodoro habló con el Padre esa misma tarde sobre su posible vocación. El fundador le sugirió que buscara el consejo de Nuestro Señor en la oración. «Mira —le dijo—, lo único que puedo hacer es encomendarte y pedir a Dios que te ilumine y te ayude a acertar. Si quieres, mañana asistes a mi misa y encomiendas el asunto; yo también lo encomendaré».
«Padre, estoy preparado para lo que haga falta», le dijo Teodoro después de misa.
Y ese día, 4 de marzo de 1940, pidió incorporarse al Opus Dei. Fue una de las primeras personas que pidieron la admisión en Valladolid. Escrivá le entregó un crucifijo para llevarlo siempre consigo en el bolsillo.
Llegó un momento en que ya no era posible reunirse en aquella pequeña habitación de hotel. Entonces, el Padre encargó a José Luis Múzquiz que buscara un piso en el que se pudiera realizar mejor la tarea apostólica que comenzaba. El padre de Teodoro Ruiz tenía un local sin alquilar: un piso vacío, pequeño y modesto, contiguo a su casa.
Según el testimonio de un amigo que conocía a la familia Ruiz Jusué, el padre de Teodoro había reservado ese piso para su hijo, que estaba terminando Derecho, con el deseo de que pronto contrajese matrimonio y viviera al lado —pared con pared— del domicilio paterno[7].
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