Irene Escribano Veloso - Nunca me confieso

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La historia de Eliana es también nuestra historia; y aquí hablo de la historia que secretamente hubiéramos querido tener para alcanzar la estatura de esta luchadora que ha logrado reivindicaciones impensadas en nuestro país para las trabajadoras sexuales.

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Mi entrada al comercio sexual no fue ni siquiera pensada por un instante antes en mi vida. Me casé enamorada, probablemente como todas, sintiendo y queriendo que esa unión durara toda la vida, pero las cosas cambiaron abruptamente el día en que descubrí que mi esposo me engañaba en mi propia casa. Al igual que como hizo mi madre, jamás pude disculpar esa traición. Intenté algún trabajo; sabía que debía responder por la crianza de mis dos niños. Al separarnos, mi marido ofreció quedarse con ellos; en ese momento a mí me pareció la mejor alternativa y hasta el día de hoy no me arrepiento. Él los ha educado y yo jamás he dejado de cumplir con mis responsabilidades maternas. Mi suegra se ha encargado hasta el día de hoy de la crianza de sus nietos. Se los entregué con dolor, sintiendo en ese momento que no tenía otra salida.

Intenté otros caminos. Incluso antes de trabajar como secretaria en la consulta médica había cruzado la Cordillera de los Andes, buscando mejorar mi situación de mujer recién separada. Acepté con agrado el ofrecimiento de unos familiares para irme a probar suerte fuera del país y partí resuelta a Buenos Aires. Llegué con una pequeña maleta y varios sueños. Entre ellos, hasta el de encontrar un amor fiel que me quitara la incredulidad almacenada en mis entrañas.

En bus arribé a la terminal Constitución. Allí me esperaba mi futuro patrón, Armando, quien, a través de mi primo, me conocía solo por fotos. Yo de él no sabía mucho: que vivía solo, que era dueño de la agencia donde trabajaría y que era un hombre mayor y con dinero. Se acercó a mí apenas me reconoció. Tomó mi equipaje y me condujo hasta su coche. Yo iba callada, respondiendo solo a sus preguntas. Nos trasladamos hasta el barrio residencial Lafinur. Una vez instalada en su casa, me llevó a almorzar al barrio La Boca. Pasamos toda la tarde juntos y pude confirmar de sus propias palabras que era viudo, que no se había vuelto a casar y que tenía hijos ya mayores e independientes. Por la noche me llevó a la casa de unos familiares con quienes me presentó como su nueva secretaria. La familia me trató con mucha gentileza y me ofreció su apoyo para cualquier cosa que necesitara.

De regreso a su casa me explicó que viviríamos juntos en su departamento, que sería más cómodo para el trabajo y así yo no tendría que gastar en arrendar un lugar donde vivir. Yo estaba impresionada con tanta amabilidad y tan buena acogida. Tenía un trabajo que iniciaría al día siguiente en la agencia de turismo Tiza Internacional.

Me gustó de inmediato el empleo. Las oficinas eran cálidas y bien decoradas con muchos cuadros de playas, palmeras y puestas de sol. En la agencia me dedicaba a atender a los clientes y a resolver todas las tareas encargadas por Armando. Muchas veces recorrí la ciudad para llevar correspondencia de pasajeros. También retiraba o entregaba pagos de cheques y encomiendas. Esto me permitió familiarizarme con las calles y las amplias avenidas y moverme sin problemas por donde yo quisiera. Además debía mantener en orden las oficinas, lo cual tampoco significaba gran esfuerzo, ya que eran solo dos salas, la recepción y la oficina de Armando, un baño y una pequeña cocina donde preparar café.

Con el transcurso de los días comencé a asumir también el aseo y orden de la casa de Armando, situación que me pareció normal al principio y no me desagradó. Sentí que debía hacerlo. Vivía en su casa y además jamás me ha desagradado realizar las tareas domésticas, por el contrario, me gusta que todo luzca siempre limpio y ordenado. Me levantaba muy temprano, aunque hubiéramos salido de paseo y hubiéramos regresado tarde a casa o aunque nos hubiéramos dormido de madrugada agotados de amarnos en la alfombra o en la cama de su cuarto. Después de unas semanas ya no fue necesario cuidar de dos dormitorios. En el cuarto destinado a mi estadía finalmente solo permanecía mi maleta, que, por alguna razón, jamás deshice por completo. Regaba las plantas, que fueron aumentando con mi llegada. Cambiaba de lugar los muebles para poder limpiar profundamente y para lograr ver variaciones en ese espacio que al principio encontré tan gris y falto de una mano femenina.

Los días laborales eran ajetreados. También muchas noches nos divertimos de lo lindo. Armando me invitaba a cenar a lujosos restaurantes y en ocasiones, para consentir mis gustos, me llevaba a bailar a un salón llamado El Papagayo. Recuerdo que no pudo negarse a asistir a un recital en el Teatro Ópera, donde cantaba Estela Raval, que a mí me encantaba. Esas actividades eran divertidas y emocionantes. Podía lucir arreglada y vestirme con trajes de noche, cosa que siempre me ha gustado. Tampoco faltaron los paseos cercanos al río, donde comíamos parrilladas en los carritos; ni las tardes enteras de los fines de semana en que compartimos unos contundentes asados con los amigos de Armando.

Él era un hombre adinerado, culto y que había viajado por el mundo. Dominaba nueve idiomas. Era de ascendencia húngaro-argentina y se había transformado con los años en un exitoso empresario. Pero era un hombre que estaba y se sentía solo. Se veía apagado y melancólico. Su amabilidad me llevó a quererlo y a intentarlo todo para que se sintiera feliz. Sentimientos que en alguna medida llegamos a compartir y a disfrutar.

Yo me sentía protegida, segura y tratada como mujer, aunque él era mucho mayor que yo. Mi juventud y mi energía lo volvieron dócil y entregado a mis ocurrencias. De ser su secretaria, pasé además a ser su pareja, y en este estado de relación comencé a elegir sus perfumes, su ropa y hasta me permitió que le tiñera su cabellera canosa.

En ese par de años junto a Armando, Eliana viajó a Chile dos veces a visitar a los niños. Las visitas fueron breves pero suficientes para mantener el vínculo con su familia, regalonear a los niños y ver a su madre. Volvía a Buenos Aires con el corazón apretado y con la esperanza de ahorrar lo suficiente para regresar definitivamente con los suyos.

A los dos años de convivencia con Armando, comenzó a sentirse hastiada. Se sentía controlada y vigilada. Él, sin proponérselo, se adueñaba de su vida, y aumentaba su pesar la separación de sus seres queridos; además no conseguía ahorrar lo que se había propuesto. Armando consideraba que era suficiente darle su sueldo, proveerle de ropa, de comida, de vivienda y de una que otra distracción.

La relación llegó al máximo nivel de tensión cuando ella le solicitó un aumento de sueldo, aunque fuera pequeño, y Armando se negó, argumentando que ella tenía todo lo necesario. Eliana reunió los pocos pesos que poseía para costear su pasaje a Chile y le avisó que al otro día se iba. Él lloró, le suplicó que se quedara, pero para ella ya no había vuelta atrás.

Buenos Aires de dulce y agraz, amé el tango y la vista del Obelisco desde la calle Bernardo de Irigoyen, donde trabajé dos años. Al igual que en mi separación matrimonial, mi regreso fue el punto final para la relación con Armando. Él me buscó durante un buen tiempo. Llamaba y escribía a Chile rogándome que volviera junto a él. No lo hice. Si bien él me daba afecto, protección y seguridad, yo quería estar cerca de los míos y tener independencia económica. Cuando me separé, me fijé el firme propósito de salir adelante y de que jamás volvería a creer en un hombre o a depender de él. También tenía algo de rabia y frustración acumulada de mi vida en Buenos Aires junto a Armando. A la larga yo le resolvía las tareas de tres o cuatro personas: mantenía la casa limpia y ordenada, trabajaba como secretaria en la agencia, realizaba los mandados y las compras, y también le resolvía a él sus necesidades sexuales y afectivas.

Al regresar a Chile las cosas seguían igual en mi casa. Allí, entre esas altas paredes de adobe y la luz filtrándose por las ventanas del pasillo, me sentía segura y querida. Las sobremesas familiares eran una delicia. Los quehaceres hogareños no me abrumaban; solo que yo sabía que era cosa de tiempo, de un breve tiempo. Tenía que encontrar un trabajo para contribuir con dinero y poder financiar mis propias necesidades, las de los niños y ayudar en la manutención de la casa familiar.

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