Cardenal John Henry Newman - Discursos sobre la fe
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Con un estilo entre la conferencia y el sermón, Newman trata de responder a las preguntas de la razón acerca de los temas básicos del cristianismo, logrando un texto de valor permanente que lo convierte en una joya de la espiritualidad.
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DEBILIDAD HUMANA Y FUERZA DIVINA
Vamos, hermanos míos, a observar esta verdad más de cerca. Considerad en primer lugar que desde la caída de Adán todos los seres concebidos por obra de hombre han nacido con pecado: todos menos uno. Hay una excepción. No me refiero a Jesucristo, porque Él no fue concebido por un hombre sino por obra del Espíritu Santo. Me refiero a su Madre la Virgen María que, aunque concebida y nacida de padres mortales, como todos, fue rescatada anticipadamente de la condición humana y nunca participó de hecho en la culpa de Adán. Fue concebida según la vía de la naturaleza, nació como los demás hombres y mujeres. Pero la gracia se interpuso y fue librada de todo pecado; la gracia llenó su alma desde el primer momento de su existencia, de modo que el mal no respiró en ella ni mancilló la obra de Dios[2]. Tota pulchra es, Maria, et macula originalis non est in te. «Eres toda hermosa, oh María, y en ti no hay mancha original alguna».
Pero aparte de la Madre de Dios, toda otra criatura, el santo más excelente y el pecador más abyecto, es decir, la persona que de hecho llegó más arriba y la que perdió su alma, nacieron ambas con el mismo pecado original, eran hijas de la ira, incapaces de alcanzar el cielo.
Ambos hombres nacieron en pecado y por un tiempo permanecieron en él. El que más tarde llegaría a la santidad habría continuado en sus faltas y se habría perdido, a no ser por la ayuda de una influencia sobrenatural e inmerecida que hizo por él lo que él era incapaz de hacer por sí mismo. El pobre niño destinado a heredar la gloria se formaba en el seno materno como un hijo del dolor, débil y miserable, sin esperanza y sin auxilio divino. Así estuvo largos días antes de nacer, y cuando finalmente abrió los ojos y vio la luz se asustó y lloró alto por haberla visto. Pero Dios oyó su gemido en este valle de lágrimas, y propició el curso de misericordias que conduce de la tierra al cielo. Envió a un sacerdote que le administrase el primer sacramento y le bautizara con su gracia. Un gran cambio tuvo lugar en su vida, pues en vez de ser presa del demonio se convirtió en hijo de Dios, y si hubiera muerto en aquel momento, antes de alcanzar el uso de razón, habría sido llevado sin tardanza y admitido a la presencia de Dios.
Pero no murió, llegó a la edad de pensar por sí mismo, y ¿nos atreveremos a decir —aunque pueda afirmarse en algunos casos singulares—, nos atreveremos a decir que no usó mal los talentos recibidos, que no profanó la gracia que habitaba en él y que no cayó en pecado grave? En ciertos casos, gracias a Dios, nos atrevemos a afirmarlo. Tales parecen haber sido las circunstancias de mi querido Padre san Felipe, que con toda probabilidad conservó intacta su vestidura bautismal desde el día que la tomó, nunca perdió el estado de gracia que le fue concedido, y progresó de mérito en mérito durante el entero curso de su larga vida, hasta que a la edad de ochenta años, llamado a rendir cuentas, fue alegre, y atravesó como en volandas el purgatorio, derecho al cielo.
LOS ÉXITOS DE LA GRACIA
Estos han sido, en verdad, algunas veces, los efectos de la gracia divina sobre los elegidos. Pero con frecuencia mayor, como si se tratara de asociarlos más íntimamente a sus hermanos y convertir los favores divinos en fundamento de ánimo y esperanza para el pecador penitente, muchos que fueron finalmente ejemplos de santidad han experimentado tiempos de culpable desobediencia, se han apartado de Dios, han sido esclavos del pecado o del error, hasta que un día, recuperados por Dios, paulatina o rápidamente, volvieron a la gracia o incluso a una situación espiritual más alta que la que habían perdido. Así ocurrió a María Magdalena, que había llevado una vida pecadora, hasta el punto de que ser tocado por ella se juzgaba por todos una deshonra. Conformada a la vida mundana, apasionada y joven, había entregado su corazón a las criaturas antes de que la gracia de Dios venciera en su alma. Entonces cortó sus largos cabellos, desechó sus ricos vestidos, y de tal modo se transformó en lo que no era, que parecía otra mujer a quienes la conocieron antes y después de su conversión. No quedaba en la penitente rastro alguno de la pecadora, excepto el corazón ardiente, aplicado ahora a Jesucristo. Así ocurrió también al publicano que llegó a ser apóstol y evangelista: un hombre que por afán de una sucia ganancia no vaciló en servir a los paganos y en oprimir a su propio pueblo. Tampoco el resto de los apóstoles estaban hechos de barro mejor que los otros hijos de Adán. Eran por naturaleza vulgares, sensuales e ignorantes. Dejados a sí mismos, se habrían movido por la tierra como los animales, se habrían mirado solamente en el polvo y alimentado con él, si la gracia de Dios no hubiera venido a sus vidas y levantado sus ojos al cielo después de haberles colocado derechos sobre sus pies. Igual sucedió al culto fariseo que buscó a Jesús de noche, celoso de su reputación y confiado en su ciencia. Pero llegó por fin el tiempo cuando, huidos los discípulos, se dispuso a embalsamar el cuerpo abandonado de Aquel a quien no se atrevió a confesar en vida. Veis que fue la gracia la que venció en María de Magdala, en Mateo y en Nicodemo. La gracia divina vino a la naturaleza corrompida, y dominó la impureza de la joven mujer, la codicia del publicano y el respeto humano del fariseo.
AGUSTÍN
Permitidme hablaros de otra señalada conquista de la gracia divina en edad tardía, y apreciaréis cómo hace Dios un confesor, un santo y doctor de su Iglesia a partir del pecado y la herejía juntos. No bastaba que el padre de las escuelas cristianas de Occidente, autor de mil obras y campeón de la gracia fuera un pobre esclavo de la carne, sino que era también víctima de un intelecto equivocado. El mismo que por encima de otros iba a exaltar la gracia de Dios experimentó como pocos la impotencia de la naturaleza. Agustín, que no tomaba en serio su alma ni se preguntaba cómo podría limpiarse el pecado, se aplicó a disfrutar de la carne y el mundo mientras le duraban la juventud y la fuerza, aprendió a juzgar sobre todo lo verdadero y lo falso mediante su capricho personal y su fantasía, despreció a la Iglesia católica, que hablaba demasiado de fe y sumisión, hizo de su propia razón la medida de todas las cosas, y se adhirió a una secta pretendidamente filosófica e ilustrada, ocupada en corregir las vulgares nociones católicas sobre Dios, Cristo, el pecado y el camino de la salvación. En esta secta permaneció varios años, pero lo que aprendió no le satisfizo. Le agradó por un tiempo, hasta que descubrió estar recibiendo alimento que no nutría. Tenía hambre y sed de algo más sustancial, aunque desconocía qué podría ser. Se despreciaba a sí mismo por ser esclavo de la carne, a la vez que comprobaba con amargura que su religión no podía socorrerle. Descubrió entonces que no había encontrado la verdad y se preguntaba dónde la hallaría y quién le llevaría hasta ella.
¿Por qué no entró enseguida en la Iglesia católica? Porque aunque no veía la verdad en ningún otro sitio, aún no estaba seguro de que se encontrase allí. Imaginaba algo como estrechez e irracionalidad en la doctrina católica, sencillamente porque no poseía el don de la fe. Un gran conflicto se inició en su interior: el conflicto de la naturaleza con la gracia, de la naturaleza —la carne y la falsa razón— contra la conciencia y la voz del Espíritu divino, que le invitaban a cosas mejores. A pesar de hallarse todavía en pecado. Dios le visitaba y concedía los frutos primeros de influencias saludables que a la larga iban a salvarle. Pasó el tiempo; y mirándole como su ángel guardián podía hacerlo, se diría que a pesar de mucha resistencia a la gracia y de encontrarse todavía alejado de Dios, el favor divino se abría paso en su alma, y él se aproximaba a la Iglesia[3]. No lo sabía, no era capaz de examinarse a sí mismo, pero un intenso interés hacia él y una alegría particular crecía entre los habitantes del cielo. Finalmente entró en contacto con un gran santo; y aunque al principio pretendía no reconocerle como tal, su atención se detuvo en él y no pudo evitar aproximársele más y más. Comenzó a observarle, a pensar en él, a preguntarse si aquel hombre virtuoso era feliz. Aparecía con frecuencia en la iglesia para oírle predicar, y un día se animó a pedirle consejo sobre el camino que buscaba. Se le planteó entonces un conflicto final con la carne. Era duro, muy duro, abandonar para siempre satisfacciones de años. ¿Cómo podría arrancarse del atractivo pecado y andar el camino severo que lleva al cielo? Pero la gracia de Dios le atrajo con mayor fuerza, y le convenció a la vez que le vencía. Convenció a su razón y prevaleció sobre él. Y el que sin ella habría vivido y muerto como hijo de las tinieblas, llegó a ser bajo su poder admirable un ejemplo vivo de santidad y verdad.
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