1 ...7 8 9 11 12 13 ...17 1Este sermón se pronunció muy probablemente el 2 de febrero de 1849, en la misa celebrada por Ambrose St. John, al inaugurarse el Oratorio de Birmingham (cfr. Letters and Diaries of John H. Newman, XIII, 22). Los oratorianos se habían instalado en Birmingham el 26 de enero.
2La noción de mundo es aquí el conjunto de fuerzas que se oponen en la tierra al Reino de Dios y al arraigo de la gracia en el alma del hombre. Es una noción tradicional que arranca de san Juan, y que Newman, situado en pleno siglo XIX, usa preferentemente. A esta visión del mundo como enemigo del hombre corresponde el adjetivo mundano.
En las concepciones cristianas coexiste con una noción positiva, según la cual el mundo es una realidad buena, creada por Dios, rescatada por Cristo, y que los cristianos deben santificar y enderezar a su fin último.
Esta noción positiva se destaca más que la primera en la teología y espiritualidad de la Iglesia a partir de tiempos recientes, que han visto un amplio desarrollo de la teología del laicado y de las realidades terrenas. El antiguo «terrena despicere» de la liturgia se convierte ahora, por ejemplo, en «terrena sapienter perpendere» (Feria III, 1.ª Semana de Adviento).
Véase, como muy significativo a este respecto, el siguiente texto de Josemaría Escrivá de Balaguer: «Lo he enseñado constantemente con palabras de la Escritura Santa: el mundo no es malo, porque ha salido de las manos de Dios, porque es criatura suya, porque Yahveh lo miró y vio que era bueno (cfr. Gen I, 7 ss.). Somos los hombres los que lo hacemos malo y feo, con nuestros pecados y nuestras infidelidades. No lo dudéis, hijos míos: cualquier modo de evasión de las honestas realidades diarias es para vosotros, hombres y mujeres del mundo, cosa opuesta a la voluntad de Dios». Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, Madrid, Rialp, 1968, p. 173.
3El autor dibuja a continuación una imagen de la sociedad burguesa victoriana, que ha experimentado la revolución industrial y se aplica con afán a los negocios y al desarrollo comercial.
4Hay en esta frase ecos intencionados de san Juan: cfr. Io XVI, 3; I Io III, 1.
5Con este nosotros, Newman se refiere sobre todo a la comunidad de católicos ingleses, objeto, por lo general, de hostigamiento por parte de anglicanos, y desprecio por parte de incrédulos. Pero a veces designa también a los que buscan con intención recta la luz de la fe, y tratan de descubrir y hacer la voluntad de Dios.
6Es una alusión al positivismo de la filosofía utilitarista, predominante en algunos ambientes intelectuales ingleses.
7Newman se refiere a la doctrina calvinista de la predestinación a la reprobación eterna. Estas opiniones eran mantenidas todavía en algunos sectores del evangelismo protestante.
8Se recoge en estas líneas la tradicional enseñanza católica sobre la evitabilidad del pecado y su consiguiente libertad por parte del hombre que lo comete.
9Es un modo figurado de hablar para referirse al estado interior —todavía reparable— de la persona que ha ofendido a Dios con pecados graves.
10La tesis básica es que pecado y gracia son dos principios reales y distintos —de muerte y vida, respectivamente— que engendran modos de existencia también distintos. La descripción emplea términos vigorosos y a veces está marcada por una cierta hipérbole, en orden a exponer las ideas con mayor efectividad.
11La «religión del país» es aquí el anglicanismo, al que Newman suele presentar en estos Sermones como una «religión nacional».
12No dice el autor que las personas alejadas de Dios sean incapaces de obras buenas. Recuerda simplemente que para agradar a Dios se requiere, en último término, la gracia y las virtudes que la acompañan.
13La Iglesia católica es, por voluntad de Dios, medio normal de salvación. Puede decirse que todos los Discursos de este volumen se aplican a demostrar y a ilustrar copiosamente esta afirmación.
DISCURSO SEGUNDO
DESCUIDO DE LAS LLAMADAS Y ADVERTENCIAS DIVINAS
LOS PRETEXTOS DE LA TIBIEZA
Nadie ofende a Dios sin justificarse ante sí mismo con algún pretexto. Todo hombre se siente impulsado a hacerlo porque no es como los animales. Tiene dentro de sí un don divino llamado razón que le obliga a explicar sus acciones como en presencia de un tribunal[1]. No puede, por tanto, actuar al azar. Haga lo que haga, debe obrar según un criterio. De otro modo se sentirá turbado e insatisfecho consigo mismo. No es que sea muy exigente sobre si debe aducir una buena o mala razón; pero alguna razón ha de invocar. De aquí que a veces encontremos hombres que abandonan todo deber religioso, e invocan la conducta defectuosa de personas devotas conocidas o de ministros sagrados o fieles, como excusa —bastante trivial, por cierto— de su negligencia. Otros alegan el hecho de vivir lejos de la iglesia, o estar tan ocupados en casa, quieran o no, que les resulta imposible servir a Dios como deben. Otros dicen que es inútil hacer más intentos, que han ido a la confesión una y otra vez, y tratado de evitar el pecado sin conseguirlo; e interrumpen así un esfuerzo que juzgan estéril. Otros, al caer en pecado, se excusan con la observación de que simplemente siguen la naturaleza; que los impulsos de esta son muy fuertes, y que no puede ser malo secundar las inclinaciones naturales que Dios nos ha dado. Otros, más audaces, se desprenden completamente de la religión, niegan su verdad, llegan a negar incluso la providencia de Dios sobre sus criaturas. Rechazan con desenfado la existencia de una vida después de la muerte, y así las cosas, serían ciertamente unos necios si no buscaran ahora el placer y no aprovecharan lo mejor posible esta pobre vida.
Hay otros, a quienes voy a dirigirme especialmente, que procuran infundirse paz a sí mismos con el pensamiento de que algo ocurrirá que les libre de eterna ruina, aunque de momento continúen negligentes de Dios. Se dicen que falta todavía mucho camino hasta la muerte; que dispondrán de numerosas ocasiones favorables para rectificar; que desde luego se arrepentirán a su debido tiempo, cuando se acerque la vejez; que, por supuesto, piensan convertirse; que, tarde o temprano, sanearán su situación espiritual; y —si son católicos— añaden que se cuidarán de morir con los últimos sacramentos y que, por tanto, no necesitan preocuparse más por la cuestión.
LA PRESUNCIÓN
Estas personas, hermanos míos, tientan a Dios. Someten a prueba la magnitud de su bondad, y pudiera ocurrir que se excedan y experimenten no su perdón misericordioso sino su severidad y su justicia. Así se condujeron los israelitas en el desierto con respecto al Señor. En vez de sentir sobrecogimiento ante Él, lo trataban con desenvoltura y abusiva familiaridad. Se excusaban, formulaban continuas quejas, se permitían censuras, como si Dios fuera un hombre débil, como si fuera su siervo y ministro. En consecuencia, se nos dice que «el Señor envió contra el pueblo serpientes abrasadoras» (cfr. Num XXI, 6). A esto se refiere san Pablo cuando escribe: «Ni tentemos al Señor como algunos de ellos le tentaron y perecieron víctimas de las serpientes» (cfr. I Cor X, 9). Es una advertencia de que aquellos que se conducen con osadía e imprudencia con Dios no obtendrán el perdón buscado; se sorprenderán, más bien, en los dominios de la antigua serpiente, beberán su veneno, y perecerán entre sus garras.
El mismo espíritu seductor se apareció en persona a nuestro Señor e intentó arrastrarle a este pecado. Lo colocó en el pináculo del templo y le dijo: «Si eres el Hijo de Dios, arrójate abajo, porque está escrito: “A sus ángeles te encomendará y te llevarán en sus manos, para que no tropiece tu pie en piedra alguna”», pero el Señor replicó: «También está escrito: “No tentarás al Señor tu Dios”» (cfr. Mt IV, 6 s.). De igual modo, innumerables hombres se sienten tentados actualmente a lanzarse por el precipicio del pecado, y se confían con la idea de que no llegarán hasta el fondo; que no se estrellarán contra las afiladas rocas o se sumergirán en llamas, porque allí, en el momento y lugar de suprema necesidad, estarán los ángeles y los santos —o al menos Dios misericordioso— para interponerse y sacarlos indemnes de la prueba. Esta es la falta de la que voy a hablar: no es un pecado de incredulidad, soberbia o desesperación, sino de presunción.
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