Cardenal John Henry Newman - Discursos sobre la fe

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Este volumen recoge 18 discursos a grupos de católicos y protestantes, donde Newman desarrolla varias claves de la fe cristiana con la intención de promover en los lectores una mayor coherencia, e incluso una conversión. Se trata del primer volumen propiamente espiritual que el autor escribió como católico.
Con un estilo entre la conferencia y el sermón, Newman trata de responder a las preguntas de la razón acerca de los temas básicos del cristianismo, logrando un texto de valor permanente que lo convierte en una joya de la espiritualidad.

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Tal vez era católico, y ha abusado, para su ruina, de las misericordias de Dios. Se ha apoyado en los Sacramentos sin preocuparse nada de albergar las disposiciones adecuadas para recibirlos provechosamente. Vivió por un tiempo descuidado totalmente de la religión, pero un día sintió el deseo de reconciliarse con Dios y comenzó desde entonces a acudir periódicamente a la confesión y a la comunión. Va al sacerdote de vez en cuando, pero sus confesiones son convencionales y no se decide a renunciar a sus malos hábitos y a las ocasiones de pecado. El sacerdote escucha sus confesiones defectuosas, pero no advierte razones suficientes para negarle la absolución. Es absuelto, en la medida que las palabras pueden absolverle. Cae enfermo, recibe los últimos sacramentos, y sin embargo, su alma se ha perdido. Se ha perdido porque en realidad nunca volvió el corazón hacia Dios, o si tuvo alguna medida de contrición no duró esta más allá de la primera o segunda confesión. Se acostumbró pronto a acudir a los Sacramentos sin dolor y sin propósito de la enmienda; se engañó y no tuvo en cuenta sus principales y más importantes pecados. Se decía a sí mismo que no eran pecados, o que no eran faltas graves. Por una u otra razón, los mantuvo callados, y sus confesiones se hicieron tan defectuosas como su contrición. Sin embargo, este barniz de devoción bastó para acallar su conciencia, y así fue año tras año, sin hacer nunca una buena confesión y comulgando en pecado, hasta que cayó enfermo. Entonces, recibidos el viático y la unción, cometió sacrilegio por última vez, y en estas condiciones comparece ante su Dios.

¡Qué momento para la pobre alma, que se mira y se sorprende repentinamente ante el tribunal de Cristo! ¡Qué dramático instante, cuando, jadeante del camino, deslumbrado por la majestad divina, confundido por lo que le sucede, incapaz de advertir dónde se halla, el pecador escucha la voz del espíritu acusador que le recuerda todos los pecados de su vida! Son las faltas que ha olvidado o que estimó irrelevantes al no considerarlas pecados, aunque sospechaba que lo fueran. ¡Qué confusión cuando oye referir las misericordias de Dios que ha rechazado, las advertencias que tuvo en nada, los juicios a que sobrevivió! Más terrible aún el momento en que habla el Juez y le manda encerrar hasta que pague la deuda infinita que contrajo. «¡Imposible que yo sea un alma condenada! ¿Separado yo para siempre de la esperanza y de la paz? ¡El Juez no se refería a mí! ¡Ha habido un error! ¡Cristo Salvador, alarga tu mano, permite un instante de explicación! Mi nombre es Dimas, soy Dimas, no soy Judas, Nicolás o Alejandro. ¿Condenado ¡sin remedio? ¡No puede ser!». La pobre alma lucha, y se agita en poder del demonio que le sujeta y cuyo contacto es ya un tormento. Grita en agonía y con ira, como si la misma intensidad del dolor fuera una prueba de su injusticia. «No lo soporto. Detente, horrible ser; soy un hombre, no me parezco a ti; no sirvo para tu alimento o tu diversión; no he estado nunca, como tú, en el infierno, ni he olido a fuego. Conozco lo que son sentimientos humanos; he aprendido religión, he tenido una conciencia, poseo un espíritu cultivado, soy un hombre versado en la ciencia, el arte y la literatura, sé apreciar la belleza, soy filósofo, poeta, conocedor de hombres, soy un héroe, un estadista, un orador, un hombre lleno de ingenio. Más aún, soy católico, no un protestante irredento. He recibido la gracia del Redentor y los sacramentos durante años. Soy católico desde niño, soy hijo de mártires...».

LO IMPERECEDERO Y LA MISERICORDIA DIVINA

¡Pobre alma! Mientras lucha de este modo contra el destino y los compañeros que ha elegido, su nombre es quizás alabado solemnemente y su memoria exaltada entre sus amigos. Su elocuencia, mente preclara, sagacidad, sabiduría, no se olvidan. Se le menciona de vez en cuando, se le cita como autoridad, se repiten sus palabras, se le erige incluso un monumento, o se escribe su biografía. ¿De qué le sirve? Su alma está perdida.

¡Vanidad de vanidades y miseria de miserias! Los hombres no nos escucharán ni creerán nuestras palabras. Somos pocos en número, y ellos una multitud, y los muchos no dan crédito a los pocos. Miles de hombres mueren diariamente, y despiertan ante la ira eterna de Dios; vuelven la mirada a los días terrenos y los estiman escasos y malos; desprecian los mismos razonamientos en que una vez confiaron y que han sido rectificados por los hechos; maldicen el descuido que les hizo retrasar el arrepentimiento; han caído bajo la justicia de Aquel cuya misericordia abusaron; sus amigos actúan como ellos y pronto les acompañarán.

La nueva generación es tan presuntuosa como la anterior. El padre no creía que Dios pudiera castigar, y el hijo tampoco lo cree. El padre se indignaba cuando oía hablar del dolor eterno, y el hijo rechina los dientes y sonríe despectivo ante observaciones análogas. El mundo hablaba bien de sí mismo hace treinta años y continuará igual dentro de otros treinta. Así es como este vasto caudal de la vida avanza de edad en edad. Millones de hombres trivializan el amor de Dios, tientan su justicia, y como la piara de cerdos, caen de cabeza por el precipicio. ¡Oh Dios Todopoderoso, Dios de Amor! ¡Es demasiado! La miseria del hombre extendida delante de sus ojos divinos rompió el corazón de tu dulce Hijo Jesús. Él murió a causa de ella, a la vez que por ella. También nosotros, según nuestra medida, sentimos que los ojos sufren, el corazón se duele, la cabeza gira, cuando la contemplamos débilmente. ¿Cuándo querrás terminar, suavísimo corazón de Jesús, este peso siempre creciente de pecado y perdición? ¿Cuándo sepultarás al demonio en su infierno, y cerrarás la boca del abismo, para que tus elegidos puedan alegrarse en Ti y no haya quien perezca en su loca desobediencia?

Deus misereatur nostri et benedicat nobis. Señor, ten misericordia de nosotros, y bendícenos. Haz que tu rostro nos ilumine, y apiádate, para que reconozcamos tus caminos y tu salvación entre todas las gentes. Que tu pueblo y todos los pueblos te alaben, Señor. Que las naciones se alegren y salten de gozo, porque Tú las juzgues con equidad y las dirijas con justicia en toda la tierra. Bendícenos, Señor, y haz que todos los confines del orbe te veneren y te amen[3].

1El término razón se toma aquí en sentido muy amplio, y engloba también la conciencia, es decir, el sentido del hombre para lo ético y lo religioso, que le permite distinguir entre el bien y el mal. Más adelante, razón y conciencia se mencionan ya separadamente, como es habitual en Newman.

2Newman aplica las nociones tomistas de la gracia suficiente y la gracia eficaz. El Concilio de Trento las tiene en cuenta cuando enseña que el hombre puede resistir la gracia de Dios (cfr. DS 155t).

3Muchas de las severas consideraciones contenidas en esta Conferencia están influidas directamente —como el autor afirma en carta a W. Faber— por la lectura del Sermón de S. Alfonso María de Ligorio en el primer domingo de Cuaresma, sobre el texto «No tentarás al Señor tu Dios» (cfr. Letters, XIII, 341).

La siguiente Conferencia —redactada en estudiado contraste con esta segunda— respira optimismo, y trata de sugerir al lector la suavidad y el consuelo del perdón de Dios conseguido por la penitencia.

DISCURSO TERCERO

LOS SACERDOTES DEL EVANGELIO, HOMBRES

LA DIGNIDAD DE DIOS

Cuando Jesucristo, el gran predicador y misionero, entró en el mundo lo hizo de manera santa y dignísima. Aunque se manifestó humilde y vino para sufrir, aunque nació en un establo y yació en un pesebre, fue concebido, sin embargo, en el vientre de una Madre inmaculada y en su forma de niño brilló con magnífica luz. La santidad distinguió todo trazo de su carácter y toda circunstancia de su misión. Gabriel anunció su Encarnación; una Virgen lo concibió, llevó en su seno y alimentó; su padre ante los hombres fue el puro y santo José; ángeles anunciaron su nacimiento; una estrella luminosa extendió la nueva entre los paganos; el austero Bautista caminó delante de Él; y una turba de arrepentidos penitentes, limpios por la gracia, le seguía a todas partes. Igual que el sol brilla en el cielo a través de las nubes y se refleja sobre el paisaje, así el eterno Sol de justicia, elevado sobre la tierra, convirtió la noche en día e hizo todo nuevo mediante su luz.

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