Cardenal John Henry Newman - Discursos sobre la fe

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Este volumen recoge 18 discursos a grupos de católicos y protestantes, donde Newman desarrolla varias claves de la fe cristiana con la intención de promover en los lectores una mayor coherencia, e incluso una conversión. Se trata del primer volumen propiamente espiritual que el autor escribió como católico.
Con un estilo entre la conferencia y el sermón, Newman trata de responder a las preguntas de la razón acerca de los temas básicos del cristianismo, logrando un texto de valor permanente que lo convierte en una joya de la espiritualidad.

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Vino el Señor y se fue; y como su propósito era establecer en el mundo una definitiva economía de gracia, dejó tras de sí predicadores y maestros en lugar suyo. Diréis, hermanos míos, que si todo en torno a Él fue tan espléndido y glorioso, sus siervos, representantes y ministros en su ausencia habrán de ser como Él. Si Él no tuvo pecado, tampoco ellos deberán tenerlo; si Él es Hijo de Dios, ellos serán, por lo menos, ángeles.

Solamente ángeles, podríais pensar, pueden desempeñar tan alto ministerio; solo los ángeles parecen aptos para anunciar el nacimiento, los dolores y la muerte de Dios. Tendrían ciertamente que cubrir su esplendor, igual que Jesucristo, su Señor y Maestro, ocultó su divinidad; tendrían que venir, como ocurre a veces en el Antiguo Testamento, en apariencia de hombres. Pero en cualquier caso, parece a simple vista que no pueden ser criaturas humanas quienes prediquen el Evangelio eterno y dispensen los misterios divinos. Si se trata de ofrecer el sacrificio que el Señor ofreció, continuarlo, repetirlo y aplicarlo; si ha de tomarse entre las manos la Sagrada Víctima; si hay que atar y desa­tar, bendecir y censurar, recibir las confesiones del pueblo cristiano y absolverle de sus pecados; si hay que enseñar los caminos de la verdad y de la paz, únicamente un habitante del cielo puede desempeñar el encargo.

EL SACERDOCIO CRISTIANO

Y sin embargo, hermanos míos, Dios ha enviado para el ministerio de la reconciliación no ángeles sino hombres. Ha enviado a vuestros hermanos, no a seres de naturaleza desconocida y vida diferente; ha enviado para predicadores a seres de carne y hueso como vosotros. «Varones de Galilea, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo?» (cfr. Act I, 11). He aquí el estilo imponente que usan los ángeles para dirigirse a hombres, aunque se trate de apóstoles. Es el tono de quienes nunca han pecado y hablan desde su altura a seres pecadores. Pero no es el de aquellos que han sido enviados por Cristo. Él ha elegido a vuestros hermanos y a nadie más, a hijos de Adán, iguales a vosotros en la naturaleza y distintos solo por la gracia; hombres expuestos a las mismas tentaciones y a la misma lucha interior y exterior; que combaten a idénticos enemigos, como son el mundo, el demonio y la carne, y sienten con idéntico corazón, humano y débil, solo diferente en que Dios lo ha cambiado y lo gobierna.

Así es. No somos ángeles del cielo que se dirigen a vosotros. Somos hombres a quienes la gracia, y solo la gracia, ha concedido una vida y una misión nuevas. Oíd al apóstol Pablo. Cuando los bárbaros licaonios han presenciado su milagro y pretenden ofrecerle sacrificios como si fuera un dios, él se apresura a gritarles: «¿Por qué hacéis esto? Nosotros somos también hombres, de igual condición que vosotros» (cfr. Act XIV, 15). Y a los corintios escribe: «No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús, Señor nuestro, y a nosotros como siervos vuestros por Jesús. Pues el mismo Dios que dijo: brille la luz del seno de las tinieblas, ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para irradiar el conocimiento de la gloria de Dios que está en el rostro de Cristo. Pero llevamos este tesoro en vasos de barro» (II Cor IV, 5-7). Más adelante dice asombrosamente de sí mismo: «Para que no me envanezca con la sublimidad de las revelaciones, se me ha dado un aguijón en mi carne, un ángel de Satanás que me abofetea» (II Cor XII, 7). Estos son, hermanos míos, vuestros predicadores y sacerdotes. No son ángeles, ni santos, ni gente impecable, sino hombres que habrían vivido y muerto en pecado, como cualquiera, a no ser por la gracia de Dios, y que, aunque se preparan por la misericordia divina para entrar en la compañía de los santos, experimentan en la vida presente la enfermedad y la tentación, y alientan la esperanza inmerecida de perseverar hasta el fin.

EX HOMINIBUS ASSUMPTUS

¡Qué extraña anomalía! Todo es perfecto y magnífico en la dispensación que Jesucristo nos ha otorgado, excepto las personas de sus ministros. Él mismo habita en nuestros altares. De entre elementos y formas visibles escoge lo más selecto para representarle y contenerle. El trigo y el vino mejores se convierten en su cuerpo y su sangre. Palabras sagradas y majestuosas acompañan el rito sacrificial; altares y santuarios se adornan digna y espléndidamente; los sacerdotes desarrollan su función vestidos con ornamentos adecuados, y elevan a Dios un corazón limpio y unas manos santas. Y, sin embargo, esos sacerdotes, distinguidos del resto de sus hermanos, consagrados mediante un sacramento y ceñidos con el cingulo del celibato, son también hijos de Adán, son pecadores, poseen una naturaleza caída que no han abandonado al ser regenerados por la gracia. Hasta el punto de que en la definición de sacerdote se menciona los pecados propios por los que también ofrece su sacrificio. «Todo sacerdote —dice el apóstol— es tomado de entre los hombres y está puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados; y puede sentir compasión hacia los ignorantes y extraviados, puesto que él está también envuelto en flaqueza. Y por lo tanto debe ofrecer por los pecados suyos igual que por los del pueblo» (cfr. Hebr V, 1-3).

Por esta razón, cuando en la Misa ofrece la Hostia antes de la consagración, dice: Suscipe Sancte Pater, Omnipotens, Aeterne Deus...: «Acepta, Padre Santo, Omnipotente y Eterno Dios, esta inmaculada hostia, que yo, indigno siervo tuyo, te ofrezco a Ti, Dios vivo y verdadero, por mis innumerables pecados, ofensas y negligencias, por aquellos que me acompañan, y por todos los fieles cristianos, vivos y difuntos»[1].

Todo esto resulta llamativo en sí mismo, pero no debe sorprender si consideramos que ha sido dispuesto así por un Dios misericordioso en grado sumo. No resulta extraño en Dios, y el apóstol explica por qué en el pasaje citado más arriba. Los sacerdotes de la nueva ley son hombres, a fin de que puedan «sentir compasión hacia los ignorantes y extraviados, puesto que ellos están también envueltos en flaqueza». Si vuestros hermanos sacerdotes hubieran sido ángeles no podrían haber sentido piedad hacia vosotros, no os habrían contemplado con afecto, no comprenderían vuestras debilidades, como nosotros podemos hacerlo. No podrían tampoco serviros de modelos o guías, y libraros de vosotros mismos para conduciros a una nueva vida, como pueden llevarlo a cabo quienes comparten vuestra condición humana, que han sido guiados antes como vosotros sois guiados ahora, que conocen vuestras dificultades, que han experimentado, al menos, idénticas tentaciones, que saben la debilidad de la carne y las argucias del demonio, que están dispuestos a solidarizarse con vosotros y a comprenderos, que pueden, finalmente, aconsejaros con eficacia y advertiros con prudencia y oportunidad.

Por todo esto, el Señor os envió hombres como ministros de reconciliación e intercesión; lo mismo que Él, aunque impecable, quiso tomar sobre sí, al hacerse hombre, toda la carga humana de flaqueza y debilidad. Él no podía pecar, pero podía hacerse hombre, y asumió un corazón de hombre para que pudiéramos confiarnos a Él, y «fue tentado en todo como nosotros lo somos».

Meditad bien esta verdad y dejad que ella os consuele. Entre los anunciadores y sacerdotes del Evangelio ha habido apóstoles, mártires, doctores y santos innumerables, y, sin embargo, aunque dotados de alta santidad, variados carismas y dones estupendos, ninguno hay que no comenzara como el viejo Adán, ninguno que no esté hecho del mismo barro, y no sea hermano de muchas almas perdidas hoy para siempre. La gracia ha vencido a la naturaleza: esta es la sola historia de los santos. He aquí saludables pensamientos para quienes se inclinan a enorgullecerse por lo que hacen y son; sugestiones confortadoras para quienes advierten con nostalgia en sus corazones la gran diferencia entre ellos y los santos; alegres nuevas para quienes odian el pecado y desean escapar de su abrazo terrible, pero sienten la tentación de juzgarlo una utopía.

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