Mis opiniones son distintas a las demás porque son mías y las defiendo de igual manera que otros defenderán las suyas, aunque debo dejar claro que las discrepancias no convierten a nadie en mi enemigo; por el contrario, deseo expresar mi admiración por el oponente y esa es la razón por la que desde esta página le doy las gracias. Yo también he aprendido de ellos y, lo que es más de agradecer, me han hecho pensar y, por ende, evolucionar. También darles ánimo desde aquí y decirles que compartir o debatir pensamiento lo considero y siempre lo consideraré digno de respeto.
Estas opiniones han sido emitidas en algún momento como respuesta a otras, habladas o escritas y con distinto criterio, aparecidas en múltiples medios de comunicación por un heterogéneo grupo de personas que en algún momento expusieron las suyas y con las que, evidentemente, no estaba de acuerdo.
Ante la existencia de opiniones dispares solo quedan dos alternativas, el silencio o rebatirlas en defensa de las tuyas; así pues, me planteé la necesidad o conveniencia de exponer mi criterio que, como puede deducirse, resultaba diferente.
En ningún momento he pretendido tener razón, pero consideré que no carecía de lógica aportar otros puntos de vista con el fin de buscar una mayor aproximación a la verdad. Siempre expresé mi opinión en libertad y acepté humildemente cualquier réplica que pudiese surgir como consecuencia de la misma.
Esta es una de las razones fundamentales por la que he titulado mi libro El poder de la controversia, aunque no ocultaré que existen otras de importancia, que podrían, por sí solas, dar pie a este título.
La controversia es una discusión reiterada entre dos o más personas que defienden opiniones distintas. Al margen de esta definición, y muy lejos de criterios demasiado extendidos, no con excesivo acierto, en ningún párrafo, apéndice o comentario consta que dicha controversia pueda estar exenta de toques de violencia verbal o de otro tipo, términos que siempre se deben eludir por considerar la violencia como una mala compañera que aporta poco valor a la razón.
Desde mi punto de vista, no solamente es buena, también es necesaria, dado que el intercambio de opiniones sobre idénticos o parecidos temas nos permiten más luz y mejores resultados para avanzar hacia un estado de plenitud en la formación y el conocimiento.
Este vocablo envuelve cualquier disciplina, ya que todo puede y debe ser opinado con la condición de que en estas discrepancias dialécticas siempre se conserven las formas. El contenido e intensidad de una conversación deben ser modulados por la educación y el respeto.
Así pues, religión, política, filosofía, ciencias, entretenimiento, deporte, o cualquier tema que pudiésemos añadir, son válidos para establecer un foro de controversia.
Hay muchos temas considerados “tabú” hoy en día atendiendo al hecho de que pueden desencadenar “discusión” no controlada entre conversadores e, incluso, podemos constatar cómo al utilizar este concepto de “discusión” todos o casi todos lo enfocan desde una perspectiva violenta, presuponiendo que provocará un enfrentamiento exaltado. No lo considero así: desde mi perspectiva la discusión podría definirse como un torneo de elocuencia donde el razonamiento predomine sobre la irracionalidad. Así pues, quedaría la palestra preparada para un intercambio no violento de opiniones en cuya lucha ideológica se debería valorar la existencia de distintas divisiones, como en la liga de futbol, para equiparar el poder de la razón cuando se ejercita a distinto nivel.
Se acepta que esta opinión desencadene críticas pero, como es la mía, considero apropiado exponerla. Ya tendrán otros la posibilidad de estudiarla y debatirla. Ese es otro de los sublimes poderes de la democracia, intercambio de conceptos y juicios que nos permitan ir avanzando por los infinitos campos del conocimiento.
En el mundo que nos ha tocado vivir navegamos con la suficiencia de creer que se sabe de todo y nos permitimos opinar y contraopinar del bien y del mal, como si nosotros fuésemos sumos hacedores, seres perfectos, no solo física, también intelectualmente, y no cabe posibilidad de error en nuestros juicios. Tal vez un poco de humildad podría ser aconsejable.
Con demasiada frecuencia nos encontramos sobrepasados por el don de la omnisciencia y presentamos nuestros argumentos como algo incuestionable, sin atender otros que pueden ser tan válidos o más que los nuestros. A pesar de todo, seguimos erre que erre sin prestar atención a los demás.
¡Cuántas veces en el transcurso de una disquisición nos percatamos de que nuestro interlocutor no atiende nuestros argumentos porque está pensando en cómo los va a rebatir y, sin embargo, no analizó en ningún momento el contenido de los de su oponente!
Un intercambio de opiniones debería llevar siempre implícito una doble premisa: el deseo de enseñar y el de aprender. Este último es de una dificultad extrema, ya que casi nadie está dispuesto a manifestar su desconocimiento sobre ciertas materias y en ese instante, como todos sabemos, se inicia el aumento del tono de voz que hace de una conversación algo totalmente improductivo cuando no desagradable.
La evolución de la vida no es en línea recta siempre, adelante y creciendo, porque la vida en su devenir también comete errores (tal vez debía corregir esta expresión y mutarla por otra, que sería más o menos como que la vida corrige los errores que nosotros nos empeñamos en cometer bajo su nombre). Así pues, debemos asumir que la vida podría ser como aquel célebre baile de los años sesenta que se llamaba “la yenca”, y que decía algo así como: delante, detrás, un, dos, tres. La vida da un paso atrás y dos o tres adelante, y así avanzamos; no obstante, nosotros somos incapaces de introinspeccionarnos por lo que seguimos cometiendo el error de pensar que nuestra opinión es y siempre será irrebatible.
¡Menos mal que la vida nos coloca periódicamente en nuestro sitio y nos recuerda el camino de donde nunca debimos salir y/o donde deberíamos volver!
Pero todo no debe funcionar con los parámetros que puede marcar la soberbia; es necesario pensar sin el egoísmo que pueda impedirnos valorar, en determinadas ocasiones, la necesidad suprema de hacer algo por los demás, para poder corregir de forma aceptable aquellos errores que cometimos durante nuestra propia evolución; considerar que la vida no se portó de igual manera con todos y, por tanto, no todos tuvimos las mismas oportunidades. Es el momento de mirar atrás, tomar impulso e intentar donar a otros parte de aquello que no les concedió la vida. A estos postulados, entre otros, podría conducirnos una controversia bien dirigida y mejor intencionada.
Todos nos equivocamos y esa sería una de las razones por la que es necesaria la revisión de los escritos en que nos apoyamos para ampliar nuestro conocimiento. No solo los nuestros, también el de nuestros maestros puesto que la evolución de la sociedad hace inevitable que el pensamiento mute y entonces nos damos cuenta de que deberíamos adoptar planteamientos distintos ante iguales pensamientos pero elaborados en distinto período histórico.
Me pregunto cuáles hubiesen sido los planteamientos filosóficos–religiosos–teológicos de san Agustín, caso de haber vivido en el siglo xx, o si Nietzsche hubiese elaborado su teoría nihilista en la época de san Agustín.
Estas y otras muchas realidades deberían hacernos pensar, algo más de lo que posiblemente nos esforzamos, al inicio de una conversación en la que posiblemente, casi con seguridad, pensemos de antemano que la controversia está servida.
Sabemos que Platón rechazaba la democracia a la vez que proponía un gobierno de filósofos porque, según él, habían alcanzado la sabiduría y la virtud. Hoy en día, semejante aseveración sería condenada, muy posiblemente, a la hoguera, ya que la democracia es la forma de gobierno, por muchos defectos que se le achaquen, que el pueblo asume para los asuntos públicos. ¡Algo han cambiado los tiempos!
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