1 ...6 7 8 10 11 12 ...18 El dolor del dedo le llevó a pensar en los tirones de coleta que Canales le había dado. Y ahora, el misterioso paquete que había de guardar. No había muchas razones para aquel estado de nervios con que se había conducido, más que el que se estaba haciendo viejo y quisquilloso. O quizá… Tal vez había llegado aquello de lo que alguna vez le había hablado. ¿Sería eso?
Bien podría ser eso. Claro que sí. La única vez, la recontraúnica vez que Matt había visto a Canales emocionado, sentimental de verdad, fue una vez en Córdoba, hartos de amontillado, claro está, pero profundamente conmovido. Fue en esa ocasión cuando le había enseñado una foto en la que aparecía un hombre mayor, con una boina y sentado junto a una figura de bronce, en un jardín de Galicia. Canales aparecía junto a él, muy sonriente y muy joven. No había explicado gran cosa sobre quién era aquel anciano gallego, ni qué ciudad o lugar era aquel en que habían sacado la foto.
—Cuando este hombre lo quiera, mi historia va a cambiar. Y con mi historia, la de la ciudad.
No más que eso. Poco más que una redundancia sobre lo mismo, mostrando cómo la borrachera se hacía dueña de la situación, del léxico y de los músculos de articulación lingüística.
Por tanto, la única razón para ver a Canales perdiendo los guarros debía de ser lo que aquella foto mostraba. U ocultaba, más bien. ¿Qué sería aquello? Solamente se le ocurría una posibilidad para averiguarlo. Y debía aprovechar lo que pudiera para intentar sacar alguna tajada: ver a su acreedor tan nervioso, debía, por necesidad, ponerlo nervioso también a él. Así que no iba a quedar más remedio que preguntarle al Luis.
¿Cómo había venido a comprar una bombona? ¿Qué clase de cortocircuitos mentales estaba padeciendo ya para cometer esos errores? Divorciado, dolorido, endeudado. Cuántas des había últimamente en sus confesiones con el páter Antonio. Desconsolado, descorazonado, desmembrado, desorientado.
La única respuesta que le dieron apareció en una canción de Muddy Waters, que decía: Remember, son, the way to ruin is always down hill. También lo decía su madre. Al fracaso se va siempre cuesta abajo. Solo que con acento del Henchidero de Antequera.
Plaza de San Sebastián
Antequera
1 de julio de 200_
La tienda del Gitanillo no abría hasta las diez y media, así que Matt pensó que lo mejor era ir a verlo al café de Chicón, donde desayunaba todas las mañanas rodeado de un grupo de opinantes. Política, actualidad, ferias, toros y cante. Luis casi no abría la boca durante sus desayunos, salvo para la pura ingesta de los churros o el mollete correspondiente. Y los opinantes hacían exégesis de sus gestos y degluciones como verdaderas diatribas cargadas de sentido y grave significado. Y pasaba su tiempo, dejando que así fuera, ya que lo único que tenía que decir, lo decía cantando.
—Hola, Luis.
El cantaor levantó la muñeca lo suficiente como para elevar la pesada cadena de oro que llevaba en ella y volver a dejarla caer haciendo el ruido necesario para dejar claro al oyente la verdadera calidad del metal.
—¿Qué haces, Matías? ¿Cómo se lleva el blu?
—Supongo que igual que tú llevas a todos estos a tu alrededor. Con rezinación y musho arte…
—¿Cómo llevas lo del tren ese del Blues?
Se refería al sueño. Montar un tren en Andalucía, que recorriese la geografía, para traer a bluseros de toda España y Europa a tocar aquí. Antequera Blues Express. Y todo en un documental para cines. Un sueño.
Media hora más tarde, Matt le entró a Luis con lo del posible viaje a Inglaterra, con las precauciones del caso. El Gitanillo escuchó la propuesta con educación y calma. Luego de un largo minuto de silencio, con las manos entrelazadas y tocándose la nariz con ambos pulgares, Luis dio respuesta a la proposición de Matt.
—Matías, yo soy cura de parroquia y no canto misa en el Vaticano. No sé cómo me irá en esos sitios tan lejos de lo nuestro.
El Luis le llamaba Matías, nada de Matt, para conservar lo cristiano de su nombre, en este mundo tan raro adicto a cosas de afuera. Y hablaba siempre sentencioso Luis, tal y como siempre le habían hablado a él todos los que le rodeaban, dando por sentado que a pocas palabras, los buenos entendedores asentían. Por tanto, Matt se temía que quería negarse en redondo al viaje y que Canales ya le había advertido sobre el asunto.
—Pero si yo ni hablo inglés, ni lo entiendo, ni ná, Matías. Qué pinto yo allá, ¿me lo quieres decir?
—Pues que el mundo da muchas vueltas, Luis. Hoy estás aquí y mañana arriba, Luis. Y esa gente son los que manejan el cotarro de la música. Hazme caso. Sabe Dios a quién podrías encontrarte allí. Ya sabes, estar en el sitio adecuado con el tío adecuado a la hora adecuada...
Luis no hacía más que menear la cabeza, pero no se sabía si lo que quería decir era que se negaba —fehacientemente— o que desconocía cómo deshacerse de Matt sin ofenderlo mucho.
—Luis —dijo Matt mientras se limpiaba las manos después del mollete con aceite—. Quiero hablarte de otra cosa ahora.
Luis le miraba con una sonrisilla condescendiente.
—Escúchame, tío. No. Lo que quiero es que veas una cosa.
Luis se volvió para mirarle directamente a los ojos, mostrando interés por cualquier tema que le alejara de la insistencia de Matías. Pero reconociendo el percal, como los viejos toreros miraban desde la barrera a un morlaco recién salido del chiquero.
—Sólo quiero que veas algo que tengo en el estudio.
—Me das miedo, Matías. Cuando me llevas allí y me enseñas las fotos del Tomate y el Camarón en tu estudio me ablandas —dijo Luis sin haberle retirado los ojos de encima a Matt por primera vez en el desayuno. Era pulcramente considerado el Luis.
—No. No son fotos lo que quiero que veas. Es otra cosa. Cuando puedas, me llamas y vengo a buscarte.
Pili, el picoleto de Atxuri
Antequera, 1 de julio de 200_
13:00 h
Azpilcueta no daba crédito a lo que veían sus ojos. Tampoco a lo que su nariz se empeñaba en indicar. No. El corazón iba a estallar de un momento a otro. La morcilla que el camarero se empeñaba en servir en aquellos cuencos de barro olía a un rancio mortal. Más de una vez se había dicho a sí mismo que era raro. Una excepción en medio todas las reglas que se le ocurrían. Él mismo se lo repetía con frecuencia y los demás procuraban recordárselo cada vez que podían. Que era raro ver a un bilbaíno de Atxuri, vestido con el verde benemérito, en el Cuerpo. Ya era raro por sí que hubiera aceptado sin rechistar destinos que no fueran cerca del País Vasco. Ya era raro que no hubiera seguido el destino familiar, dedicado en cuerpo y alma al fogón y a los delantales blancos. Pero que aquel camarero capullo quisiera colarle morcilla rancia con su apostura de simpático-gracioso, mintiendo debajo del bigotillo aquello de “recién traídas de Burgos”, y no le dieran ganas de sacar la Star reglamentaria y endiñarle a aquel bocazas un tiro entre ceja y ceja. Eso sí que era raro.
Últimamente andaba raro todo él. Se había vuelto más tolerante y compasivo que de costumbre. Pero claro, pensaba él que, en primer lugar, lo del tiro en la frente no hubiera sido bien recibido por sus superiores, pues tenían de él un alto concepto. En lo relativo a las artes culinarias, se entiende. Era un talento que el guardia desplegaba de vez en cuando entre ellos, entre los mandos y sus colegas, preparando platos con maestría. Y regados con un vino misteriosamente exacto para cada ocasión.
—Tranquilo, Jabo. No le des el tiro aquí en público —solía tranquilizarle Emilio Amaya, su compañero de servicio, procurando que el camarero se enterara bien—. El tiro se lo damos luego, de noche. Así no tengo que denunciarte.
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