Juanjo Álvarez Carro - Antequera Blues Express

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Pepe Canales, anticuario y playboy gitano, aparece muerto en Antequera. Una vida de fiesta y negocios turbios que debe investigar el teniente de la Guardia Civil Jabo Azpilcueta. Tendrá que ir desmadejando una historia más compleja de lo esperado, que acaba remontando en el tiempo hasta la Antequera de la República y los primeros días de la Guerra Civil.A ritmo de blues, con alma flamenca de fondo, esta ciudad hermosa de Andalucía enloquece de amor -como Rita Hayworth sacándose el guante negro- a todo aquel que se acerque a esta historia…

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Salvo por aquel gracioso con traje de camarero, la vida pasaba delante de sus ojos con la apacibilidad de las vacas en las praderías del norte, ignorantes de la presencia de alguien que observa agazapado en la arboleda. Será por la edad, pensaba para sí Azpilcueta. Pero se mostraba proclive a dejar pasar el episodio y zanjar con un pelillos a la mar el asunto de la morcilla. Venirle a él con material rancio, a él, que había visto la luz casi en Burgos, entre el condado de Treviño y Álava. Así se lo narraba cada vez que podía a un complacido Pepe Toro, el dueño del Nº 1, árbitro y juez de línea en cosas del yantar y también con las cosas del buen hacer hacia el prójimo en Antequera—.

Y el móvil sonó. Sólo faltaba el móvil —pensó— ahora que ya había conseguido, en casa de Toro, enviar a aquel camarero a lo más hondo del olvido.

—Sí, dígame. A sus órdenes, mi comandante.

La voz del comandante Velasco sonaba siempre escueta, militar y casi espartana, por tanto. Pero conseguía transmitir casi la misma frialdad que mostraba también en la comunicación en persona. Sin embargo, hacía notables esfuerzos por aportar la mayor cantidad de datos en el menor espacio posible. Así, el mando puso al corriente a Azpilcueta del sitio a donde debía dirigirse de inmediato.

Javier Aingueru Azpilcueta había crecido en Atxuri correspondientemente rodeado de la realidad dura, sin contemplaciones, de los setenta y ochenta. No había conocido a sus verdaderos padres ya que Javier Azpilcueta Iribarren y su mujer lo habían adoptado cuando tenía cuatro años. El pequeño bar que regentaban allí en los aledaños de Bilbao sus nuevos tutores se convirtió en el mundo sin vallas para el niño. En aquella tasca se encontró el pequeño Aingueru con la luz de los descubrimientos. Cuatro años en la inclusa daban para poca escuela en lo académico, pero mucho de sí en la verdadera escuela de la vida. Los padres dedicaban entonces todo el día a la taberna y poco en realidad a su nuevo hijo. Javier Azpilcueta quiso enderezar las pocas maneras del niño con la disciplina que le habían aplicado a él. Otro de los descubrimientos que hizo tras la barra fue la disciplina de la resignación. Y cada vez que tocaba ración de disciplina, habituado a rehuirla en la institución de donde le habían sacado, el niño solía esconderse bajo el mostrador en sus escapatorias, en una esquina de difícil acceso para los adultos, con lo que conseguía alejarse de las iras de su padre adoptivo. El niño usó el escondite mientras pudo, hasta el día en que el crecimiento lo convirtió en algo imposible.En una de las ocasiones en que el niño descubrió que ya no cabía y su padrastro le había pillado en el intento, le dio la paliza más grande de su vida.

Aparte de los golpes y el sabor seco y ácido de la sangre, había algo que el muchacho recordaba con claridad de aquel día. Y era una voz. La voz que gritaba desde atrás entre cada fustazo que le atizaba su padre adoptivo. No era su madre, sino que aquella era una voz masculina, “ya está bien, Jabo, ya está bien, por Dios”. Tardó meses en averiguarlo, pero dedujo que aquella voz debía ser la del sargento Oleiros, de la guardia civil. El niño Jabo no lo supo hasta meses después porque Oleiros iba de paisano casi siempre. El mismo hombre que le abordaba a veces en el parque, para preguntarle cómo estaba y que de dónde sacaba aquellas magulladuras que llevaba siempre.

Una tarde en que Aingeru, Ángel, que era el nombre que traía del orfanato, se hallaba escondido en el mostrador, pudo escuchar la violenta conversación de aquel hombre y su padrastro. Fue una conversación de voces y puñetazos en la mesa. Recordaba retazos en los que se oía “Jabo, te voy a denunciar” y “métete en tus cosas y déjanos en paz, txakurra”. Pero aquel hombre no había dejado de preguntar al niño en la plaza y en la salida del colegio, o los domingos en la ría. Incluso más de una vez, le había llevado a su casa para curarle, o a comprarle alguna cosilla para olvidar los acontecimientos…como unos soldaditos, vaqueros e indios de plástico.

Un domingo por la tarde el niño se había escapado de la casa de sus padres e iba con la cara hinchada por el lado izquierdo, con pequeños derrames en la oreja y en la mejilla. El sargento Oleiros se cruzó con el chaval y le invitó a su casa, donde su mujer le hizo una pequeña cura. Cuando terminaron, Oleiros llevó al niño a urgencias para que le echaran un vistazo. Allí una doctora paisana le extendió una certificación para regresar a las siete de la tarde al bar de Azpilcueta. Tras besar al niño, la madre pidió, suplicó y se deshizo en ruegos o disculpas a Oleiros con el fin de que se marchara y les dejara en paz. “Por favor”, añadía la mujer con llanto contenido. El sargento conformó como pudo a la mujer, pero no se marchó sin antes mantener un breve encuentro con Azpilcueta en la acera de la taberna, en el que el niño pudo ver cómo le enseñaba la certificación mientras le susurraba algo al oído.

Varias semanas después, un domingo a las cuatro de la tarde, el juez levantaba el cuerpo del sargento Oleiros, muerto por un disparo en la nuca dos horas antes, mientras bebía una cerveza en la tasca de Azpilcueta. Sin rastro del asesino. En Atxuri, en el durísimo Bilbao de 1981, Aingeru Azpilcueta juró no olvidar nunca, mientras le durara la vida, a aquel hombre que una vez lo había llevado al hospital y a su casa para curarle los golpes de su padre.

Por la rendija de la madera bajo la barra, vio cerrar la puerta al último de los hombres que levantaron el cuerpo de Oleiros. Cuando su madre le convenció para que saliera del escondite, se dio cuenta de que el niño, todavía temblando por lo que acababa de presenciar, sostenía algo en la mano: casi aplastaba con su escasa fuerza a un vaquero de plástico con la estrella de sheriff pintada en plateado.

Pili y Mili

Viernes 2 de julio de 200_

07:45 h

Azpilcueta iba ya montado en su Alfa Romeo hacia el lugar de autos, cuando el sin manos le anunció la llamada del comandante, para pasarle novedades.

—Varón, de unos cuarenta o cuarenta y tantos años, moreno y de complexión fuerte, sin signos aparentes de violencia, más que dos agujeros de entrada de bala, con aspecto de gitano. Ropas caras y un coche igualmente caro. Por lo visto, ni se despeinó con los tiros. Tirado en el asiento trasero del coche…Sí, que le conoces… Se llama Canales. Ya…Ve hasta allí. Los del juez ya van para allá. Llámame en cuanto llegues y veas lo que hay. Yo termino aquí y salgo, ¿vale?

El comandante no se mostraba sorprendido por el acontecimiento —faltaría más a su dilatada trayectoria en la picolicie—, pero sí de que hubiera ocurrido donde ocurriera. En la Colonia de Santa Ana. En la nueva estación del AVE de Antequera.

—Estas son cosas de la costa, ¿verdad, Jabo? Pero, en fin. Mira qué te cuento. Parece ser que el tal Canales era una pieza, Azpilcueta… supongo que estás medio informado ya —le contestó el oficial—. Si andabas con los ojos abiertos por la calle, le verías pavonearse con sus colegas, sus hembras y sus coches… Incluso se le vio en alguna revista del corazón con una famosa de Marbella. Vamos, que le iba la discreción. En fin. Te va a acompañar Amaya. Mejor llámale y vente para aquí, lo recoges y os vais para allá juntos. Llévate uno de los C4 del cuerpo. No sea que tu Chiti-chiti-bang-bang os deje tirados.

No era ninguna novedad que el tal Canales era candidato fijo a la muerte que le había tocado. Pero nadie lo hubiera esperado de verdad, porque los tiros en Antequera no eran moneda corriente. Eso era cosa de la costa o de Granada hace unos años, con los italianos y los rusos dando de qué hablar en los telediarios. Pero dos tiros, dos y tan certeros no era nada habitual en estas tierras. Antequera estaba creciendo mucho y muy deprisa, decía todo el mundo… Y Canales, como el bailarín que también llevaba su nombre, se había hecho la estrella del ballet en medio de la coreografía de constructores, bancos, inversores de pelaje vario, especuladores de nueva cosecha, aventureros de diversa índole y, como escenario, la piel de toro de sus entrañas. Alguien como Enrique, del bar “A La Fuerza” le había dicho alguna vez al propio Canales que parecía un predicador de los de negro spiritual, en pleno cántico coral dirigiendo una masa enfervorizada, asintiendo entre aplausos, mientras la parroquia entera se entregaba gritando aleluyas y amén. Dios diría en qué acababa todo aquello. Y, como toda misa, por supuesto, por alta que fuera la fé y el fervor conseguido, llegaría sin duda a su fin.

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