Cristian Mendoza - Empresa, persona y sociedad
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Esto significaba que la esfera política estaba llamada a buscar, ante todo, el bien del hombre, en dos sentidos: un bien para el cuerpo, que era la salud; y un bien para el alma, que era la justicia. La economía debía procurar el bien material del hombre, la salud; de lo contrario, la polis tenía que intervenir y garantizar los medios necesarios para la salud de los ciudadanos, como eran los hospitales y los médicos.
Los romanos adoptaron este concepto griego de bien común material y, en los primeros siglos de la era cristiana, los médicos ofrecían servicios gratuitos a los enfermos que no podían pagar un médico (Brown, 2012, p. 180). En cambio, el bien espiritual del hombre, la justicia, se obtenía gracias a la educación del individuo, fruto de una base económica mayoritariamente familiar, y después con la educación recibida en las academias. No obstante, si un individuo, por el motivo que fuera, no era capaz de vivir la justicia, el gobierno de la polis debía ayudarlo con la participación de la policía y el uso de las cárceles para garantizar que se mantuviese dentro del bien espiritual que le correspondía.
Por tanto, hoy los pensadores clásicos se sorprenderían de ver que en nuestros días, altos representantes de la esfera política, e incluso gobernantes, no provienen de un ambiente político, sino de uno económico, donde la mentalidad que gobierna la sociedad es sobre todo crematística y procura una finalidad específica, medida en general en términos de riqueza.
Los griegos consideraban a la sociedad como una realidad no teleológica, es decir, sin una finalidad específica; esta consistía simplemente en organizar un ambiente adecuado para el florecimiento humano. No se trataba de generar más riqueza, obtener más tierra o gozar de mejores infraestructuras, sino simplemente de generar una sociedad orgánica en beneficio del hombre. En un organismo, cada órgano por lo general tiene una función algo diferente de los demás, pero finalmente beneficia a todo el cuerpo. De acuerdo con los filósofos clásicos, la polis era esta realidad orgánica donde cada sistema tenía una voz que contaba en favor del bien común.
En nuestra sociedad contemporánea, los sistemas se unen en momentos muy puntuales; por ejemplo, cuando los poderes del Estado aparecen en público en una ceremonia religiosa, como la presencia de Néstor y Cristina Kirchner en los Te Deum que se cantaban en la catedral de Buenos Aires, al menos hasta el nombramiento del cardenal Jorge Mario Bergoglio. Otro ejemplo es la participación del cardenal de Nueva York en la cena de beneficencia de los candidatos a la presidencia, donde un alto prelado aparece en público rodeado de personalidades de la política. La Iglesia no necesita publicidad porque su lógica no es económica; no es una institución económica. Sin embargo, la Iglesia debe contar con momentos públicos donde pueda expresar su realidad en la esfera pública; ignorarlo sería desconocer el mundo real, afirmar que el Dios de los cristianos es un Dios que no tiene nada que decir a la sociedad actual, que puede ser desoído, desechado o incluso negado.
Entre los muchos filósofos que han estudiado y sugerido criterios de comprensión para esta interacción social forjada en sistemas, me gustaría poner de relieve a Jürgen Habermas. Por muchos motivos, pero sobre todo por su sinceridad intelectual, este pensador alemán ha dedicado un esfuerzo considerable a comprender las raíces de nuestra sociedad contemporánea, dedicando una serie de críticas a los modelos clásicos.
Es importante señalar que la posición de Habermas es problemática para un cristiano. En primer lugar, porque ha promovido una ética del discurso donde la narrativa de la propia elección existencial es lo que marca la ética social que debemos seguir. Difícilmente podríamos construir una sociedad fundamentada en valores relativos, el riesgo es muy alto, porque lo que personalmente podemos desear, aunque sea un grupo mayoritario en una sociedad, puede ser contrario a la dignidad de otros o ser nocivo para las generaciones futuras.
No obstante, Habermas propone una serie de reflexiones muy atractivas para comprender que la interacción de los sistemas económicos, sociales y políticos puede ser fácilmente manipulada. La esfera pública que tiene en sus manos las ideas que generalmente aceptamos y compartimos, no es un ambiente público político que procura el bien común para el hombre del que hablaban los filósofos clásicos. La esfera pública contemporánea es, para Habermas, un ambiente económico con intereses privados, con un origen en motivaciones personales y fundamentado en la búsqueda de un bien relativo y personal. Sin embargo, esta esfera pública privada se ha desarrollado según un esquema racional que debe ser respetado y comunicado a las sucesivas generaciones como un bien para la sociedad. Habermas estaba fuertemente convencido de su aguda observación de la realidad social del hombre; afirmó que esta explicación dejaba fuera una moral impuesta desde fuera, que se fundamentara en algo que era incomprensible para la naturaleza humana, en algo religioso o espiritual.
Este pensador no es un hombre de fe, y en su sistema, la fe, la religión y la trascendencia no tienen un papel estrictamente necesario. Pero es un filósofo de profunda sinceridad intelectual. El 11 de septiembre de 2001, cuando cayeron las torres gemelas de Nueva York, declaró que su sistema no era capaz de explicar la existencia del mal. El mal que ese atentado expresaba no tenía una finalidad política y no finalizaba racionalmente en un bien privado. Era un mal que su teoría no podía explicar.
A raíz de la muerte de su amigo Max Frisch, en abril de 1991, Habermas se dirigió a una iglesia de Zúrich donde tendría lugar el funeral. La compañera de Frisch había decidido que en el funeral no se presentara ningún sacerdote y que no hubiera ninguna oración. Entre los participantes había sobre todo intelectuales, como el mismo Habermas, y muchos de ellos no tenían una especial inclinación a creer en la religión ni en Dios. Para nuestro filósofo, asistir a una despedida de ese tipo, celebrada dentro de los muros consagrados de una iglesia, no tenía más significado que el de una derrota. La necesidad de asistir a una iglesia para un funeral era el fracaso de la sociedad contemporánea que no había encontrado un mejor sustituto para ese momento definitivo que es morir. Habermas pensaba que habíamos de buscar una mejor solución para nuestro adiós definitivo. El evento del 11 de septiembre le hizo cambiar de opinión: no era posible y esta vez no era tampoco deseable, ignorar o negar la realidad espiritual del hombre, y para poner de manifiesto su deseo de comprender, deseó confrontarse con Joseph Ratzinger en una memorable entrevista.
En definitiva, este suceso nos permite comprender que los sistemas de pensamiento, así como también los sistemas sociales, presentan en algunas ocasiones pequeñas fallas que dan lugar a nuevos ajustes. El sistema económico en el que se desarrolla la sociedad contemporánea vivió una crisis importante en los primeros años del presente milenio, que llevó a muchos a interrogarse sobre el sentido de dejar el sistema en manos de sus exponentes, y a considerar cuál podría ser la mejor organización hacia una mayor transparencia y responsabilidad. A veces exigiendo al gobierno justificar su posición, especialmente en el caso de países desarrollados, o en ocasiones buscando a toda costa evitar la acción estatal, especialmente en el caso de naciones pobres donde el gobierno puede verse afectado por una corrupción institucional.
De igual manera, el sistema político presenta algunas fallas, no solo porque el presidente de Estados Unidos, como algunos jefes de Estado en el mundo, proviene de las esferas económicas —como hemos visto antes— sino sobre todo porque actualmente están alcanzando el poder algunas personas que provienen de la sociedad civil. Algunos grupos políticos que llegan efectivamente a gobernar la esfera política provienen de movimientos sociales nacidos del desconcierto y el malestar de la sociedad, formados en blogs y desarrollados por las redes sociales. Estos grupos crecen hasta convertirse en auténticos partidos, aunque no sea fácil encuadrarlos por completo como asociaciones políticas tradicionales. Es el caso de Podemos —en España— y del Movimento 5 Stelle —en Italia.
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