José Antonio Piqueras - El pensamiento económico del reformismo criollo

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En las décadas finales del siglo XVIII comenzó a difundirse en la América española un pensamiento que reaccionaba en contra de los monopolios, la exclusividad de la metrópoli y de los comerciantes favorecidos, las reglamentaciones excesivas y los privilegios que encarecían los precios y dificultaban los intercambios. El antiguo mercantilismo restringía la expansión y la prosperidad de las colonias, dificultando la introducción en el mercado de nuevos actores económicos de ambos lados del Atlántico. Se abrieron paso así las ideas que conformaban un «mercantilismo liberal» y un agrarismo orientado a los cultivos comerciales: una apertura todavía dentro del imperio. Las ideas reformistas procedentes de Europa eran adoptadas, reelaboradas y enriquecidas a la luz de las condiciones de América. El presente libro reúne catorce textos que se ocupan de la emergencia del pensamiento económico reformista en el siglo XVIII y comienzos del XIX, y de su contextualización histórica, introduciendo elementos para su mejor comprensión y la apertura de nuevas discusiones.

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El desarrollo de la agricultura con una orientación comercial —y, por extensión, de las actividades pecuarias— estuvo unida a circunstancias diversas. Las grandes haciendas y chacras que tenían por finalidad abastecer las ciudades próximas y en particular a los centros mineros que concentraban un número importante de trabajadores y una ausencia casi completa de diversificación de producciones, respondieron a dinámicas muy distintas a las que gobernaron el empuje de las plantaciones de azúcar y de cacao, y estas a su vez se diferenciaban de los cultivos asociados a la obtención de tintes (añil, palo de Campeche, cochinilla del nopal) y del algodón. Hasta finales de siglo conservó su importancia la exportación de cueros, y hasta esa misma época el tabaco mantuvo la primacía en cuanto valor de las exportaciones: el monopolio real hizo de su renta la segunda en importancia de la monarquía. Hacia 1796, las producciones agrícolas, tintes, cueros y maderas representaban el 44 % del valor de las importaciones peninsulares de América (Fisher, 1993, p.26).

Esto en cuanto a exportaciones atlánticas, porque además se hallaban las producciones para los mercados internos y regionales: maíz, trigo, mandioca, hierba mate, carnes secas, reses vivas, sebo, aparte de los fríjoles, la patata y el arroz que con los anteriores proporcionaban el alimento popular. Y estaban las salidas de frutos de contrabando o las autorizaciones temporales de exportar a naciones aliadas en coyunturas de guerra. Luego vino el declive del comercio colonial a partir de 1797.

El fomento de la agricultura había sido una constante de la colonización impulsada por los ingleses en el siglo xvii en el Caribe y en las colonias del Norte. Cesiones de tierras, tributos moderados y ventajas en la extracción de los frutos hacia la metrópoli fueron medidas implementadas en 1651 por las Actas de Navegación, que imponían el monopolio inglés en el transporte entre colonias y metrópoli y reservaban la provisión de manufacturas a esta última; las Actas tenían otra consecuencia: debido a los privilegios concedidos a compañías exclusivas, abrían mercados externos a los frutos coloniales, facilitando el papel reexportador de Inglaterra.

La exclusividad acompañó a Francia en su introducción en el Canadá y en su descenso por el Misisipi y en las colonias de las Antillas que, como las posesiones inglesas, carentes de minería, se ofrecían como espacios idóneos para el cultivo de plantas tropicales cuya demanda y precio en Europa no cesaban de crecer. La expansión neerlandesa en el noreste de Brasil, alguna pequeña isla caribeña, Nueva Ámsterdam y los territorios que darían lugar a la Guayana, creando el modelo de compañías privadas con privilegio luego seguido por ingleses y franceses, constituía un imperio basado en el tráfico de mercaderías, pero básicamente descansaba en frutos, maderas, esclavos y tejidos.

La exclusividad en las transacciones mercantiles había sido la norma en el imperio español desde su establecimiento en América. Sin embargo, muy pronto la monarquía española reveló que carecía de la capacidad de acaparar el tráfico naval atlántico y el suministro de bienes manufacturados, de los capitales para financiarlo y del aporte de esclavos africanos que demandaban los dominios ultramarinos. La historia de la carrera de Indias lo ejemplifica desde sus inicios (Bernal, 1992; García-Baquero, 1988; Bustos, 2005, Vilar, 1977; Fernández, 2011).

Las doctrinas mercantilistas establecidas al unísono de la creación de los imperios de ultramar habían heredado del siglo xv y xvi la teoría bullonista o metalista que asimilaba la fortaleza de un reino a la acumulación de metales preciosos, bien por acaparamiento de los recursos mineros, como sucede con los Habsburgos tras la conquista de América, o mediante un comercio activo que proporcione crecidos superávits, lo que bien podía lograrse mediante la reducción de importaciones por la autosuficiencia interna, o por el fomento de las manufacturas destinadas a la exportación. Fue en la Escuela de Salamanca, a mediados del siglo xvi, donde primero se elaboró una crítica a estas teorías al considerar que los metales no tenían un valor intrínseco sino que, en cuanto mercancía, contenían un poder adquisitivo variable en razón de su escasez o abundancia, por lo que su mera acumulación no implicaba mayor riqueza y su valor decrecía si había escasez de cuanto se precisaba; por lo tanto, se hacía necesaria mayor cantidad de metal para adquirir esos bienes (Grice-Hutchinson, 2005. Lluch, Gómez y Robledo, 1998).

Se ha interpretado, asimismo, que varios autores de dicha escuela desarrollaron principios “modernos” de tributación al sostener que las cargas impositivas no debían desincentivar el consumo al incidir en exceso en el precio, que habían de ser justas y debían de favorecer la “prosperidad temporal” (el crecimiento), y su cobro tenía que ser organizado bajo criterios económicos y públicos (Perdices de Blas y Revuelta López, 2009, pp.1-28).

Las teorías del valor-dinero, del valor-escasez y del interés o precio-tiempo por disponer de un capital de manera anticipada, formuladas en fecha temprana, en un imperio como el español no resolvieron la necesidad de disponer de oro y plata para pagar ejércitos en guerra y la burocracia. Si había algo peor que la inflación, con el empobrecimiento general que comportaba, eran las quiebras de la Real Hacienda, recurrentes en el pasado, o hallarse con el Tesoro vacío cuando se prodigaban los desafíos internacionales en el Atlántico. La proverbial incapacidad de la monarquía de vigilar y perseguir el contrabando, que perforaba el capítulo de ingresos y dañaba las producciones peninsulares, se acrecentó en la segunda mitad del xviii a pesar de los esfuerzos desplegados para denunciarlo. Ya que aumentaba la capacidad productiva —y militar— de sus competidores, hubo una mayor predisposición criolla a participar en estas transacciones y la venalidad de los funcionarios no bien retribuidos contribuía al fracaso de la represión del tráfico ilegal.

De otra parte, el mercantilismo sobre unos principios básicos careció de una doctrina constante y unitaria a lo largo de su extensa duración. Teóricos y arbitristas se disputaron los remedios a los males de la monarquía (Fuentes, 1999a, pp.359-622).

A mediados del siglo xviii, con la obra de Montesquieu, se introduciría una corriente que desde finales del xix sería bautizada como “utilitarismo neomercantilista”. El neomercantilismo enfatizaba el papel civilizador del comercio y la utilidad común concebida como un conjunto de obligaciones recíprocas, anclada todavía en las esencias del Antiguo Régimen, en lugar de abogar por el simple individualismo; utilitarismo del que se extraen consecuencias para la filosofía y el gobierno, que a su vez ha de asumir la tarea de promover el fomento económico y contempla la persecución de la felicidad por los individuos. Ese “utilitarismo neomercantilista” enlaza con la vertiente colonial del programa colbertista en cuanto este alienta el desarrollo dirigido de la agricultura en ultramar y la colonización, para ello, de nuevos territorios, a fin de alimentar el volumen de intercambios y la acumulación de ingresos mercantiles y fiscales en manos del Estado, base de su grandeza. José Enrique Cobarrubias ha analizado sus fundamentos programáticos y su adopción —y adaptación— en la Nueva España, asociándolos a la colonización del norte por Escandón (Nueva Santander), entre otros, y a las ideas defendidas por el visitador José de Gálvez sobre los proyectos para la Alta California, propuestas que se completarían en la época del virrey Bucarelli con políticas asistenciales y la difusión de saberes útiles. En cuanto al pensamiento “utilitario”, Covarrubias señala las figuras de Juan Benito Díaz de Gamarra y de José Antonio de Alzate; del primero destaca sus ideas próximas a las de Feijoo, pero también la similitud con los principios de Antonio Genovesi (Cobarrubias, 2005).

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