El artículo de Antonio Carlos Rodrigues de Amorim, «Desplazamientos entre cine experimental y creación», trae una rica visibilidad de testimonios de una productiva idea de experimentación. Según esa idea, experimentar ocurre sin que conozcamos previamente su resultado; ocurre, por lo tanto, como un proceso abierto que explora lo que hay de nuevo y lo que está en devenir. El texto vincula esa idea de experimentación a un campo extremadamente sensible a esta: el campo de los agenciamientos de la pragmática del currículo. Para ello el autor regresa a la pregunta plateada por Deleuze en sus estudios sobre cine: ¿como creer, a pesar de todo, en un mundo en el cual nos encontramos a nosotros mismos como una situación óptica y sonora pura?, pregunta que remite a la fractura de la relación entre los sujetos y el mundo en el cual las imágenes trabajarán exclusivamente en un proceso de mediación. El artículo enfatiza que existe un momento complicador de ese proceso, a saber: cuando las imágenes regresan al mundo. ¿Por qué complicador? Porque, entonces, las diferencias pueden ser liberadas de las tercas lógicas de la identidad, la correspondencia y la analogía. Una profusión de iniciativas crítico-creativas es lo que se procesa. ¿Cómo captar los dinamismos de ese proceso? El texto apunta a la importancia del medio en que los acontecimientos y los cuerpos emiten los signos de los encuentros, encuentros que son pensados como potencias de afectación y sensación. Y, entonces, optando por la relación entre currículo y estética, el escrito se compone con los modos de creación del cine experimental, con sus propias metodologías de composición audiovisual. ¿Por qué esa elección? Porque estas obras se presentan como un rico universo de estudios, haciendo proliferar los signos sensibles del arte. Así pues, se trata de intervalar el currículo a través de la exploración de la potencia de las audiovisualidades, lo que exigirá un pensamiento atento a la emergencia de múltiples matices.
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Inaugurando la segunda parte, «Contrapuntos de la filosofía de Deleuze y Guattari», el artículo de Peter Pál Pelbart, titulado «En una excéntrica escritura: la tarea de traducir a Gilles Deleuze», explora un tema que aflora al momento de traducir los textos de Deleuze, en este caso para el portugués brasileño. El tema es el de la resonancia mutua entre la voz del filósofo, la singularidad de su estilo y su pensamiento. ¿Qué hay de travesía resonante entre los componentes de este tema? Hay una imagen del pensamiento que las traducciones de la escritura y discurso del filósofo no pueden traducir en nombre de un purismo ajeno a ella. ¿Por qué? Porque esta imagen no busca alivio en un purismo que separaría este pensamiento de aquello que lo fuerza a pensar. Según el texto, no hay ningún purismo rancio en el esfuerzo deleuziano, en ese trabajo que elabora un material capaz de captar la miríada de fuerzas en juego y de hacer del pensamiento mismo una fuerza del Cosmos. Es esto lo que explica la amplitud de espectros de materias deglutidas (etología, arquitectura, cibernética, metalurgia), sin contar la música, cine, etc. La tarea del traductor es traicionar lo mínimo posible esa línea de trabajo, pues, como dice Pelbart, «si no existe purismo alguno, ni en la lengua, ni en el destinatario, ni en la forma, ni en la materia, es justamente debido a la puesta en cuestión de las fronteras identitarias, más allá o debajo de las cuales se espera a las singularidades que desbordan estas dicotomías», cuestionamiento que sustituye una dialéctica entre lo Mismo y el Otro por un devenir-otro, que es todo menos una síntesis o un término medio. La propia idea deleuziana de libro trabaja en este sentido, razón por la cual el texto, repleto además de múltiples referencias de escritos intercesores, cita estas palabras de Françoise Proust: «Se da entonces libro cuando hay muchos libros, al menos dos, en un libro, cuando existen estratos o lógicas que coexisten y batallan entre ellas, que se acompañan y se duplican mutuamente, que enfilan cada una sobre su línea, para componer finalmente una lengua apuntando a su agotamiento y su extinción, su explosión y su suspensión: canto, grito, silencio»; referencias como estas dibujan el campo de extrañezas por las cuales el esfuerzo de traducir hace la experiencia de romper la comodidad de un estado inercial de la lengua. Finalmente, una de las lecciones que el texto extrae de esa inmersión de las traducciones brasileñas en obras deleuzoguattarianas, es esta: «Es en el horizonte de esta multiplicidad radical, de este mundo explosionado, insumiso a una unidad ontológica o antropológica, que otra política del pensamiento es posible, y otra política a secas es deseable, sea que se la denomine micropolítica o biopolítica».
El artículo de Axel Cherniavsky, «Los idiotas que ríen de este mundo», comienza con una rápida referencia a la noticia periodística que difunde la ocurrencia de una sensación de que la idiotez está creciendo en nuestras sociedades contemporáneas. (Permítanme decir, como simple autor de este prefacio, que esta es una sensación experimentada en Brasil desde los abusos golpistas que ocurren aquí en Brasil desde 2016). Cherniavsky examina ampliamente aspectos de una problemática deleuzoguattariana, aquella que aproxima una idea de mundo a la intersección conceptual creencia-idiotez. La pregunta que se plantea es esta: ¿constituye la idiotez una deficiencia intelectual? Esta pregunta es filtrada a través de campos bibliográficos relativos a la psiquiatría, filosofía y literatura, pregunta que es explorada en la perspectiva de la referida intersección, notándose que el libro privilegiado de Deleuze como soporte de tal empresa es Cine 2 - La imagen-tiempo, obra de la cual es destacada la frase que exigirá una detallada exploración conceptual: «[n]ecesitamos una ética o una fe, lo que hace reír a los idiotas; no es una necesidad de creer en otra cosa, pero una necesidad de creer en este mundo mismo, del que los idiotas forman parte». La ética es allí pensada como tipología de los modos de existencia inmanentes, que no se vincula con una moral que remitiría valores trascendentes. Pero ¿qué es lo que implica este «creer en este mundo»? El texto –recorriendo a un Deleuze que extrae de Lucrecio y Spinoza la imagen de una Naturaleza positiva contra la incertidumbre de los dioses– encuentra la respuesta en otro pasaje de Imagen-tiempo: creer en este mundo implica «creer en el cuerpo, pero como en el germen de la vida, en la semilla que hace estallar el pavimento». El autor recoge además el interés de Deleuze por la filosofía de Hume, dada su caracterización positiva de la creencia, creencia definida como superación de lo dado y por lo tanto como posibilidad creativa. Cuando pasa por la temática de los mundos dignos de creencia, digamos, el texto retoma un largo recorrido por el modo como Deleuze retrata la filosofía de Leibniz, justamente porque el mundo de la Imagen-tiempo en el cual se ha de creer debe también ser distinguido de todo mundo posible leibniziano. Es que Leibniz, según Deleuze «no supo ni quiso insuflar suficiente azar», lo que ayuda a Cherniavsky a componer esta síntesis: este mundo que no está dado, no se dará por inferencias, menos aún por deducciones, sino por una creación libre, por una producción contingente, entendiendo que creación y producción están inmersas en la diversidad, en la heterogeneidad, inclusive de sus partículas elementales, como quería Lucrecio. Así, por un lado, el mundo es uno solo, es el único, el único mundo real y existente. Por otro, es diverso, plural, a tal punto que lo impensable forma parte del pensamiento, que está habitado por creyentes e idiotas, por creyentes cuya creencia en el mundo puede transformar en creyentes a los idiotas e idiotas cuya incredulidad puede transformar en idiotas a los creyentes.
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