Estas ideas poco a poco fueron ayudando a conformar y depurar una lista de sujetos entrevistables. Toda lista es discutible y la mía no es, por supuesto, definitiva: no están todos los que son y acaso habrá quien levante la ceja para reclamar “¿por qué no incluiste a fulano o mengana?”, o “¿por qué no está más representado cierto género?”. De entrada debo admitir que hubo algo de caprichoso en mi selección y que respondí a ciertas intuiciones periodísticas, determinadas por los temas que me interesaban o por aquellos sobre quienes juzgué oportuno indagar. En mi descargo debo decir que me pareció una selección, si bien no exhaustiva, sí representativa.
En el área académica elegí a un par de maestras muy significativas en la enseñanza pianística: Leonor Montijo1 (1932-2018) y Carmen Peredo (1928-2017) –quien murió poco después de que charlé con ella–, quienes animaron la vida musical de la ciudad de modo muy destacado desde la década de los sesenta; aparecen también Ernesto Cano (1952) y Manuel Cerda (1949), académicos de la Universidad de Guadalajara pero que también han tenido una vida musical muy activa en otros territorios: la investigación, la composición y la interpretación de géneros diversos; junto a ellos hay pinceladas de otros maestros que los precedieron: Domingo Lobato (1920-2012), Hermilio Hernández, Arturo Xavier González (1923-1981), Francisco Orozco, todos inspiradores de muchos de quienes se acercaron a sus conocimientos; en el campo del jazz y el blues conversé con Javier Soto (1961), Genaro Palacios (1949) y Fernando Quintana (1963) quienes, además de contarme pormenores de sus vidas, me ayudaron a entender la importancia de otros personajes clave hoy ausentes como Carlos de la Torre (1940-2001) o Charly Jiménez; el rock acaso haya sido el más abundante en mi selección, con gente como Guillermo Brizio (1951), Javier Martín del Campo (1951), Tony Vierling (1951), José Pulido (1946), Carmen Ochoa (1959), Enrique Sánchez Ruiz (1948), todos vinculados a una escena que fue muy vital y que se las ha arreglado para mantener alguna vigencia; está también presente el compositor Carlos Sánchez Gutiérrez (1964); aparece también un personaje anfibio como Jorge Álvarez (1951), ligado lo mismo a la música que a las artes visuales; y también están algunos responsables de grabaciones importantes que se han hecho en la ciudad, como Raúl Cuevas (1968), Sergio Naranjo (1958) o Arturo Perales (1971).
Es una selección ecléctica, sin duda, pero como en toda lista hay ausencias o presencias oblicuas que se asoman aquí y allá: Áurea Corona, Servando Ayala, Ignacio Arriola, Ernesto Flores, Guillermo Olivera, Miguel Ochoa, René Alonso, José Luis Zúñiga, Guillermo Dávalos, Manuel Enríquez, Mario Arellano, Roberto González Vaca, Mario Pulido, Hipólito Ramírez, Beverly Moore son algunos que, si bien no tienen dedicado ningún capítulo completo, son mencionados como parte importante del periodo que comprende este trabajo, que va desde mediados de la década de los sesenta hasta el fin de los ochenta y con algunas referencias a temporalidades más cercanas, los noventa y, ocasionalmente, los dosmiles.
Es, pues, un libro centrado en la música y los músicos. La música ha sido motivo de mi interés toda la vida y he atestiguado algunas de las transformaciones que ha sufrido la vida musical de la ciudad, pero también me he percatado de los cambios en la ciudad misma: su fisonomía, su nomenclatura, sus dimensiones, su habitabilidad, son muy diferentes de lo que eran.
A partir de la segunda mitad del siglo xx la ciudad fue transformándose en diferentes ámbitos. El libro del escritor Emmanuel Carballo donde relata sus años de niñez y juventud en Guadalajara entre 1929 y 1953 se llama significativamente Ya nada es igual (2004), frase que se podría utilizar década tras década para definir a esta ciudad que cambia y no siempre para bien. No lo digo con el inútil ánimo nostálgico de quien piensa que todo pasado fue mejor, sino con la visión crítica que me hace reflexionar sobre lo irracional de muchas de las transformaciones que la urbe ha sufrido a través de los años.
Guadalajara es una ciudad fundada como lugar de tránsito, y gracias a ello ha conservado el rasgo de ciudad propicia para el comercio y el intercambio, pero no le han sido ajenas las transformaciones, a veces radicales. Recurro, casi de memoria, a una desordenada enumeración de cambios y modificaciones que ha sufrido la capital jaliciense:
El centro de la ciudad fue parcialmente destruido –el Templo de la Soledad y el Palacio Episcopal, como ejemplos de mártires caídos– para hacer lugar a las varias plazas que se construyeron en torno de la Catedral: la de la Liberación, la de Los Laureles –hoy rebautizada como Plaza Guadalajara– y la Rotonda de los Jaliscienses Ilustres. Cayó la plaza de toros El Progreso y brotó la cuestionable Plaza Tapatía. Las necesidades viales condujeron a la demolición de muchas fincas para que pudiera abrirse una gran avenida como Federalismo o se ampliaran otras como Juárez o Hidalgo –nombradas “par vial” en su momento–. Pasos a desnivel y puentes que antes no existían ahora son cosa corriente. La vida nocturna de la ciudad se restringió notablemente cuando fueron suprimidos, con criterios en buena medida moralistas, los locales cercanos al mercado de San Juan de Dios y con la prohibición a bares, cabarets y prostíbulos que proliferaban más allá de la Calzada Independencia: locales como El Sarape, el Luna de Miel, La Tarara, el King Kong, el 1,2,3, el Afro Casino o aquellos que regenteaban personajes como La Comanche o Rosa Murillo, son cosa de un pasado cada vez más remoto. Eso sí, hoy abundan “salones de masaje para caballeros” en todo tipo de zonas de la ciudad.
La nomenclatura de las calles se fue transformando: desaparecieron nombres como Munguía, Bosque, Avenida del Sur, Lafayette, Santa Eduwiges, Monte Casino, Costa Rica. Fueron sustituidos los comercios locales como Maxi, Hemuda, Blanco o Novedades Bertha por otros traídos de fuera: Gigante, Aurrerá, Soriana, Walmart, Comercial Mexicana. Las Fábricas de Francia, aunque conservan su nombre, ahora son propiedad de la empresa foránea Liverpool, y otros almacenes como Franco y Roberto Orozco hace rato dijeron adiós. La ciudad se fue extendiendo horizontalmente y muchos han dejado el centro y las colonias residenciales para refugiarse en cotos de la periferia. Han proliferado en los últimos tiempos las altas edificaciones que anuncian nuestro imparable “crecimiento vertical”. La población aumentó y lo sigue haciendo: muy lejos está aquel año 1964 cuando Guadalajara festinaba la llegada del “habitante un millón”.2
Desaparecieron viejos medios de transporte: camiones azules, rojos o amarillos que indicaban las rutas Centro-Colonias, Oblatos, Analco-Moderna, Circunvalación, y fueron sustituidos por otros que, sin embargo, están muy lejos de satisfacer adecuadamente las necesidades de movilidad de los tapatíos. Han cambiado los signos políticos que gobiernan: luego de muchos años de monopolio priísta la ciudad fue gobernada por el PAN, luego otra vez por el PRI y después por un nuevo partido, Movimiento Ciudadano. Zapopan, Tlaquepaque y Tonalá dejaron de estar lejos para integrarse a una cada vez más conflictiva “zona metropolitana”. La inseguridad y la contaminación se han apoderado, incontenibles, del entorno urbano.
Han desaparecido foros y lugares de esparcimiento y se han inaugurado recintos nuevos, aunque algunos, como los teatros Degollado o Experimental, siguen vigentes. Los casinos y lugares de apuestas, antes proscritos, ahora abundan en todos los rumbos de la capital jalisciense. El Parque de la Revolución ahora es llamado por los jóvenes “Parque Rojo” y sus transformaciones incluyen una estación del tren ligero en su subsuelo. Hace tiempo desapareció la empresa que fue estandarte de la industria tapatía: Calzado Canadá.
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