Germán Rodriguez - Tras la puerta oculta

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Tomás Melllizo, periodista del misterio, está acostumbrado a las historias dudosas. Pero esta supera a todas.A sus oídos llega una historia sobre unos viejos documentos secretos del Vaticano que hablan del Proyecto Cronovisor: una máquina para ver el pasado y obtener imágenes de Jesús.Pero en este proyecto algo fue mal y fue cancelado de repente y sus responsables muertos en circunstancias extrañas.Una historia descabellada, de no ser por una fotografía que acompaña a los documentos. Tan borrosa como perturbadora, la imagen retrata a Jesús en la cruz Tomás inicia la investigación uniéndose a la doctora Esther Weiss y se ponen tras la pista de lo ocurrido. ¿Existió realmente el Cronovisor? ¿Tuvo éxito? ¿Qué vieron y por qué el Vaticano canceló el proyecto?Pero Tomás y Esther no tardarán en comprender que personajes muy poderosos están dispuestos a todo con tal de que la historia del Cronovisor no salga a la luz

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—¿Qué es este árbol?

—Puede que un enebro —dijo Eulalia.

—¿En qué lo distingues?

—En nada. Pero, según ciertos rumores, el Enebro sería el nombre con el que se conoce a una especie de agencia secreta del Vaticano. ¿Te suena el cardenal Del Val?

—No. ¿Es español?

—Italiano de padre español. Actualmente es el custodio de la Sábana Santa de Turín; pero se dice que dirigió el Enebro en los setenta y los ochenta. Mira abajo.

Tomás miró al pie del documento y localizó la firma de Del Val, perfectamente legible.

—Y… ¿de qué va todo esto?

Eulalia le pasó un fajo de páginas unidas por un clip a una fotografía tomada en los años setenta. El retrato mostraba a un hombre de unos cuarenta años, pulcro, vestido con hábito, con el pelo negro engominado y raya en el medio y con unos rasgos fuertes, unas espesas cejas y una boca que sonreía con confianza a la cámara. Otra fotografía suelta mostraba al mismo hombre, esta vez en pantalón corto, posando junto a una tienda de campaña en un paraje desértico con otros tres hombres y una mujer.

—¿Es Del Val? —le preguntó Tomás.

—No. Según los papeles, se llamaba Nicolás Late. Español; jesuita, físico y otras cosas, y vinculado al Observatorio del Vaticano. Las fotos vienen acompañadas por una carta que le hizo llegar al papa en 1973. Está en italiano; no te costará entenderla.

—¿Y si me lo cuentas tú y ahorramos tiempo?

Eulalia dio una larga y profunda calada al cigarrillo, hasta casi agotarlo.

—Es una propuesta para desarrollar un proyecto científico —siguió entonces—. Un proyecto nada normal. —Pero inmediatamente se detuvo, como si quisiera jugar a las adivinanzas. Tomás esperó sin éxito a que continuase.

—Dices que el tal Late era del Observatorio del Vaticano, ¿no? —insistió él—. ¿Contacto con civilizaciones extraterrestres? ¿Misioneros a Ganímedes?

—Una máquina para ver el pasado —contestó ella con cautela ignorando su broma.

Tomás, perplejo, tardó en reaccionar.

—¿Una máquina del tiempo? —Arqueó sus cejas en una mezcla de sorpresa e incredulidad.

—No para viajar al pasado; solo para verlo.

—Venga ya. ¿Cómo iban a hacer algo así?

—Según Late, era posible sintonizar la información del pasado y convertirla en imágenes; o eso he creído entender. —Le indicó la carta de Late con un gesto que la eximía de responsabilidad. Tomás echó un vistazo al texto en italiano y resopló.

—Me fiaré de ti —dijo al fin—. Pero solo dime: si Late quería ver el pasado, ¿por qué escribió al papa?

—Porque no quería ver cualquier cosa.

—¿Qué quería ver?

La mujer dio su cigarrillo por terminado; encendió otro con la llama de la vela, aspiró el humo y lo exhaló mientras se recostaba en la silla.

—Quería ver a Jesús.

En ese momento, Tomás sintió una ola de sangre en el cerebro. De repente, todo el despacho parecía mecerse como un barco a la oscilante luz de las velas.

—No jodas.

Eulalia se encogió de hombros.

—Suena a ciencia ficción —admitió—; pero es lo que pone ahí. Lo llamaron Proyecto Cronovisor. Del Val, como jefe del Enebro, fue el encargado de supervisarlo, y de mantenerlo en secreto.

—Proyecto Cronovisor… —repitió, musitando, Tomás. La pregunta más obvia se abrió paso entre otras mil—. Y… ¿qué ocurrió?

—Solo he podido echar una ojeada. Por lo visto, se fueron a Israel y allí pusieron todo en marcha; pero no acabó bien. —Escogió un documento y se lo pasó a Tomás—. Una carta de Del Val a Late, anunciándole que los trabajos se suspenden. Es de abril del 76. —Escogió otro—. Y este es un informe del mes de agosto del mismo año, de Del Val al papa, confirmando la muerte de Late en Jerusalén. Suicidio, según la policía israelí.

—Entonces..., ¿el proyecto fracasó?

En silencio, Eulalia le alargó un sobre beige que había mantenido apartado del resto de documentos. Tomás intuyó que su contenido iba a sorprenderlo; lo sopesó y lo abrió despacio. Contenía una fotografía que extrajo lentamente, centímetro a centímetro, como horas antes había hecho Weiss en el avión.

Era una fotografía oscura y borrosa, con tanto grano que recordaba al pixelado de una pantalla. Según salía del sobre, fue revelando un inquietante primer plano lateral de un hombre agonizando en la cruz. En medio de la oscuridad, su figura reflejaba una débil luz mortecina, de tono anaranjado. Las huellas de dolor habían quedado impresas sobre aquel rostro tumefacto; el párpado derecho, inflamado a golpes, se había cerrado; la boca, retorcida en una mueca horrible, parecía lanzar una última maldición al mundo; pero por encima de todo destacaba el ojo izquierdo, tan desorbitado y rebosante de furia que desde el papel hizo presa en Tomás, que sintió un escalofrío recorriendo su columna vertebral.

Y esta vez no era un dibujo en la portada de una novela. Esta vez, ese Dios que juraba venganza era real.

IV. COSAS ESCONDIDAS DESDE TIEMPOS ANTIGUOS

Jesús, con los brazos abiertos en cruz al límite de la dislocación, elevó la vista al cielo y exclamó:

—¡Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?

Enlazó el final de la frase con un tremendo bostezo y mantuvo los brazos estirados por unos segundos, desperezando y contorsionando todo el cuerpo hasta que su prominente barriga asomó bajo su camiseta de Big Fish , de Tim Burton. Luego husmeó y con sus ojos de rana entornados detrás de las gafitas dirigió una mirada de desagrado a las velas, apagadas ya desde que había amanecido.

—Aquí huele a misa, ¿no? —Se encogió de hombros y cambió de tema con un parpadeo pegajoso—. No puedo seguir así, os lo juro. Estuvimos rodando el corto hasta las seis de la madrugada y cuando por fin llego a casa, resulta que en no sé qué canal están dando mi película favorita: Big Fish , de Tim Burton. ¿Os lo podéis creer? ¡A las seis de la mañana! Así que no me quedó más remedio que volver a verla. Esa peli tiene algo. No sé qué es, pero tiene algo... Total, otra maldita noche en vela. Llego directo desde el sofá porque me has llamado. Ni ducha, ni desayuno, ni nada. Así que espero que me hayas hecho venir por una buena razón.

—Porque trabajas aquí —dijo Eulalia—. ¿Te parece una buena razón?

—Mmm… Vale, pero no lo digas como si me pagaras lo que valgo. —Señaló el cuadro que había colgado en la pared—. ¿Y eso? Me suena un montón.

—‘Eso’ se titula Sueño causado por el vuelo de una abeja en torno a una granada un segundo antes del despertar. Es de Dalí, que a lo mejor también ‘te suena un montón’ —se burló Eulalia.

Tomás le mostró a Jesús la lata de película que acompañaba los documentos del Proyecto Cronovisor.

—Queremos ver esta filmación.

Jesús echó un vistazo a la lata. A sus veinticinco años, era el redactor más joven de la revista, y el encargado de la sección de cultura fantástica. Especialista en gore, por el momento solo como espectador, al ser hijo de carniceros poseía las herramientas críticas ideales para todo lo que tenía que ver con vísceras y sangre, o al menos eso decía la leyenda que él mismo difundía.

—Dieciséis milímetros... Cuestión de pillar un proyector. —Abrió por completo sus ojos de batracio—. ¿De cuándo es la película?

—¿Puedes conseguirnos el proyector? —Tomás estaba impaciente.

—Sí, claro. Pero… ¿de qué va esto?

Tomás y Eulalia cruzaron las miradas. Ambos eran conscientes de que los demás redactores ya se estaban oliendo algo. El más veterano y madrugador, Mateo, un viejo hippie con pasado en la India, no había podido disimular su curiosidad al encontrárselos reunidos en el despacho tan temprano. Por dos veces se había asomado para formular alguna pregunta intrascendente mientras los ojos se le iban a los documentos que reposaban sobre la mesa. Cuando llegaron poco después Fermín y Juanma, los inseparables perseguidores de ovnis, el trío no tardó en intercambiar cuchicheos. Y aunque era habitual que Carlos, el todoterreno, preparase el primer café de la mañana para sus colegas, lo cierto es que verlos saboreándolo en grupo mientras miraban de reojo qué se cocía tras las mamparas de cristal del despacho era realmente algo raro.

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