María Casiraghi - Nomadía

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Este libro constituye una valiosa pieza literaria que ofrece los rasgos más sutiles de una narrativa que se afana en resguardar sus raíces orales a la vez que construye una escritura que, pese a su concisión, refleja imágenes de un lirismo fascinante.En veintitrés relatos que componen una obra plena de estilo y libre de rigores formales, Casiraghi deja fluir una voz que se declara testimonial y que al mismo tiempo es capaz de construir personajes, paisajes y emotividades de una complejidad conmovedora. Por ello, las anécdotas que abrigan estas páginas no pueden considerarse meras transcripciones de una realidad, sino que trascienden este hecho; se transforman, como bien lo expresa la autora, en «bocetos de verdades». Y estos bocetos, gráficas de una Patagonia cálida y misteriosa (por mutable) son, a su vez, en palabras del crítico argentino Noé Jitrik, «un mundo doloroso, cercano y lejano al mismo tiempo, menos mito que tragedia ancestral y pérdida irrecuperable».

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—No hay más papas. ¿Podés traer de la huerta? Yo me quedo por si viene Eduardito —propuso Olegario a su mujer esa mañana de junio en que el pueblo estaba blanco porque había llegado el invierno, según afirmaban los locutores de radio a los que oían constantemente para ver si por ahí salía la voz de su hijo diciendo he vuelto para quedarme.

Lo que el viejo espera es al gringo, pensó Juana secándose los ojos, después de haber extraído de la tierra algunas papas y cebollas.

—Uno nunca espera lo que sabe que llega, Olegario, la esperanza y la certeza son dos cosas muy distintas —repuso Juana al volver de la huerta.

Olegario parecía no escuchar las palabras de su mujer y solía interrumpirla con alguna frase relacionada al futuro de Eduardito.

—Mirá, cuando nuestro hijo se reciba de médico y lo contraten en Río Gallegos, o en Buenos Aires —comentaba mientras la miraba echar sal al agua de la olla que seguía hirviendo sin evaporarse, porque Juana se encargaba de agregar otro poco cada vez que el locutor anunciaba la hora o pronosticaba el tiempo.

Ese día se hizo largo aunque era en realidad el más corto del año. Juana y Olegario pasaron juntos todas sus horas, controlando el fuego y la puerta de la calle. La radio la apagó Olegario a la hora de la siesta:

—Por acá no va a volver, vieja.

—Apagá nomás que yo cuido la puerta, vos quédate mirando por la ventana y por el fuego y fíjate cuándo es el tiempo de tirarle la carne —respondió ella.

A las seis de la tarde se levantó un fuerte viento del Sur que traía piedras, nieve y más frío a las calles del pueblo. Todas las ventanas de las casas de San Julián estaban cerradas, menos la de Juana y Olegario. Por ella solía ingresar Eduardito cada vez que se olvidaba la llave y era demasiado tarde para despertar a sus padres. Hasta el momento, ninguno de los dos se había animado a cerrarla. Pero al final de esa tarde, Olegario, cansado, terminó por hacerlo.

—Por acá tampoco va a volver, vieja.

Juana y Olegario quedaron en penumbras cuando oscureció. La tormenta había dejado sin luz al pueblo y ellos se habían quedado sin velas. Hasta las brasas de la cocina a leña habían dejado de arder porque Olegario le había dado la orden a su mujer de que abandonara el puchero y cerrara la olla, pues tampoco era posible que por un lugar tan caliente llegara después de tantos meses su hijo en bicicleta, sin heridas y sin rastros de ese ancho camión que según la gente era el único responsable de esta larga espera.

Como era su costumbre, ambos se dispusieron a oír la lluvia, y de pronto, en medio de la oscuridad de las calles, vieron la figura de lo que podía ser un hombre, o un niño. Pasó frente a su ventana, pedaleando forzosamente contra el viento y el agua, como queriendo llegar a algún sitio, al que fuera, para refugiarse. Cargaba una linterna en la mano derecha con la que alumbraba el camino dejando ver algo de su rostro, sus manos y sus hombros. Olegario, que estaba más cerca del vidrio, dijo, sin moverse de su asiento:

—Vieja, ese de allí, es Eduardito. A lo mejor también nos esté buscando.

Este relato recorrió toda la región. Se conoció como la historia del fantasma del agua. Quien nos la contó no fue el verdadero protagonista sino un hombre que había conocido al supuesto fantasma años atrás en Río Gallegos. Nos la narró riéndose. Es una historia real, pero graciosa, aclaró. Más tarde quise saber si era cierta y fui a conocer al protagonista al lago San Martín. No puedo recordar su nombre; sólo me acuerdo de cómo le temblaban las manos cuando hablaba. Trabajaba todavía de peón en la misma estancia en donde transcurre la narración. Le conté mi versión de su historia y sin saber por qué, ya no me parecía graciosa.

Cuando él me expuso la suya, lo supe.

Desalojo

Se salvó por un cajón de manzanas. Desde entonces ya no soy dueño de nada. Salieron una mañana sin viento, el patrón y los otros peones. A mí me pidieron que me quedara para cuidar los animales hasta que volvieran. Desde que se fueron creí que debía esperarlos en la orilla, vigilar que las aguas estuviesen quietas. Era la primera vez que me quedaba solo. La primera vez que partían en bote.

Esa noche sentí frío. Me tapé con unas pieles que saqué del galpón. Me tomé la libertad de agarrarlas sin pedirle permiso a Martínez y ahí mismo, en la orilla, me adormecí.

Cuando volvió la luz tuve hambre. Por atrás de mi cuerpo pasó uno de vaca y decidí carnearlo sin preguntar. Lo fogueé enseguida y al terminar mi almuerzo me lavé las uñas en la orilla. No había signos de otros cuerpos en ninguna parte del agua. Me alcé para ampliar mis ojos pero ese día el horizonte se acababa cerca. Volví a sentarme. Iba a ir para el corral a soltar las ovejas pero tuve miedo de que en el lago me necesitaran.

La segunda noche no pude comer nada y me detuve a escuchar los sonidos del invierno. De pronto creí ver al patrón detrás de una ola. Levanté la mirada para reconocerlo pero me había equivocado. Era la punta de una piedra, hundida hacía miles de años. Me toqué los pies con mis dedos fríos y recordé las palabras de mi padre antes de dejar de mirarme: aduéñate de un pedazo de suelo y áralo.

Al tercer día desistí. Abandoné la orilla y me puse a reordenar los muebles de la casa grande. Casi todos los objetos estaban fuera de lugar y creí que a Martínez le gustaría que además de cuidar de sus ovejas y sus vacas me ocupara, de cuando en cuando, de todas estas cosas muertas que había venido contemplando desde chico. Cuando terminé de limpiar las cenizas viejas en la chimenea ya era de noche otra vez. Cambié mi ropa sucia por una limpia de Martínez, me acosté sobre su cama sin deshacerla y me dormí.

Los días que siguieron me dispuse a hacerle caso a los consejos de mi padre. No vi a nadie en todo este tiempo. Una noche supe por la radio que mis compañeros y el patrón habían muerto en el temporal de julio. Como estaba cansado no quise escuchar más y le apagué la voz al locutor. Después de mirar satisfecho la huerta que acababa de concluir a un costado de la casa, subí al cuarto de Martínez. Levanté las mantas y me acosté, esperando que las sábanas heladas recobraran el calor de mi cuerpo que necesitaba descansar.

Una mañana vi salir del agua una sombra negra. Emergió de entre las piedras y corrió hacia la orilla. Yo me escondí debajo de la cama del patrón. Me ha venido a castigar, pensé, a recuperar lo suyo. Aunque ahora era mío porque lo habían dicho primero mi padre y después el locutor de la radio hacía no sé cuántas semanas. Tragedia en el lago San Martín. Se cree que son tres los muertos. Dos cuerpos fueron hallados en las orillas de Villa O´Higgins, aún falta encontrar el tercero. Como no seguí escuchando los informes de los días siguientes no supe que al patrón lo encontraron dormido a pocos metros de la otra orilla, salvado gracias a un cajón de madera vacío por el que pudo mantenerse a flote.

Se ve que por el miedo de haber visto ese fantasma perdí el conocimiento, porque al abrir los ojos ya no me encontraba solo; a mi lado estaba el cuerpo con vida de Martínez, agachado, estirándome un mate tembloroso. Se reía. Tenía puestas mis bombachas y mi camisa blanca, y en sus brazos cargaba un traje de neoprene negro chorreando agua por todos lados. Me dio unas palmaditas en la espalda diciéndome que ya podía levantarme porque él seguía siendo el patrón y había mucho para hacer.

Regresé al rancho tres horas más tarde después de reordenar los objetos de la casa grande al gusto de Martínez. Después, me acosté a descansar en la orilla del lago. Me sentía fatigado. Vi de nuevo la piedra milenaria sobresaliendo en el agua. Siguen pasando los años sobre la roca, pensé. Volví a tocarme los pies con las puntas de los dedos fríos y me dormí, pensando en mi padre y en algunos fantasmas que crecen dentro del agua.

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