José Luis Domínguez - Las llaves de Lucy

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Todo comienza con la desaparición de la joven Evelyn en el campo de su familia. Sin sospecharlo, su padre descubre que su propio hogar se ha convertido en la escena de un hecho escalofriante: una terrible tragedia que no cabe en la mente de nadie, y menos en la suya.A muchos kilómetros de allí, Charly pretende burlar el inexpugnable Palacio Lecumberri, el presidio federal de máxima seguridad del estado de México, con más de mil presos como compañeros, custodiados por cámaras y francotiradores.Casi sin transición, el autor nos traslada a España donde, años más tarde, otras dos jóvenes vivirán diferentes experiencias: Lucy comienza una nueva relación con Jordi, pero los fantasmas del pasado siguen rondando a ambos; mientras que Daisy está entregada a una relación violenta que casi la lleva a la muerte.Las llaves de Lucy es una novela donde confluyen historias que se desarrollan en el pasado y en el presente y se entrecruzan en un fascinante puzle que el lector deberá ir resolviendo. Sin embargo, el identikit de un homicida que aparece en la portada de los diarios será una pieza clave que desencadenará una búsqueda desenfrenada por develar la identidad del psicópata sexual.En este libro nada es lo que parece, todos ocultan secretos, y tal vez sean necesarias las llaves de Lucy para desentrañar lo que cada uno esconde.Una novela con todos los condimentos —violencia, misterio, humor, romance, sexo…– que el lector disfrutará sin pausa, pero sin prisa.

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Luego caminó hasta la ventana de su despacho en el tercer piso. Se detuvo justo para escudriñar a los reos que se paseaban por el patio de su presidio. Sí, era su presidio. Porque lo mantenía bajo su cargo. Él era el responsable máximo del edificio, de sus empleados y de la población carcelaria de más de mil presos. Ese era su mundo, su presidio, el Palacio Lecumberri.

Él era la máxima autoridad de la cárcel y reportaba directamente al Gobernador del estado, sin pasar por nadie más. Compartía una línea directa con su jefe.

Y justo en este momento tenía que usarla, y no se encontraba ni remotamente preparado para darle semejante noticia. Ni por asomo.

Abrió el tercer cajón de su escritorio, buscó su revolver reglamentario, revisó las balas y lo metió en su cartuchera. Se la calzó en la cintura. Buscó su chaqueta de uniforme y su gorra de Capitán. Abrió la puerta de su oficina y salió por el pasillo hacia el lugar de los hechos, a reunirse con sus subordinados y colaboradores.

Su cabeza era un torbellino de imágenes y pensamientos, y por desgracia todas malas. Todavía le quedaban dos años por delante al mando de la Penitenciaría Federal del Estado.

Unos meses atrás, el gobernador le había prometido una oficina al lado de su despacho y asignarle el cargo máximo. Manejaría la Superintendencia General de Presidios de todas las cárceles del estado. Hoy el país contaba con una población de 275.000 presos, según el último censo, distribuidos en 480 establecimientos carcelarios, incluido el mismísimo Palacio Lecumberri.

Ese nuevo puesto ofrecido lo catapultaría a una nueva dimensión, a un título no existente. Era un nuevo cargo donde podría demostrar sus dotes de mando y de gran administrador de recursos, tanto humanos como económicos; de terminar su carrera con todos los honores, de manera brillante. Toda su familia se mostraría orgullosa de él.

En cambio, hoy todo había explotado por los aires. Sus sueños y esperanzas se habían desintegrado. No existían. Se había hecho la noche. Oscuridad total.

Estaba tan convulsionado, como si hubiera caído un misil destruyendo su bunker. Como si la explosión lo hubiera hecho volar por los aires, quedando colgado del borde de su ventana hacia el patio, y sólo sus dedos lo retuvieran suspendido desde el tercer piso. Imaginaba esa película, y a los reos allí abajo, vigilando hacia arriba, señalando con sus dedos lo que veían. Hasta fantaseaba con la multitud burlándose de él. Se morían de risa, gritaban y saltaban de felicidad, al verlo colgado por la ventana de su oficina, con su uniforme hecho añicos. «El Capitán está “nocaut”», imaginaba que gritaban los reos. En su delirio, de esa manera suponía la escena. Era el fin del Capitán Arnoux, que había volado por la ventana.

Era su apocalipsis, un final catastrófico. Porque sabía lo que vendría a continuación: amonestación por incumplimiento de funciones; disminución de sueldo; investigaciones del gobierno, los diarios, la TV; y hasta posible jubilación anticipada. Y eso era solo para empezar. Podría ser echado y pateado como perro malo.

Durante los próximos meses, su vida sería un calvario, atendiendo tantas solicitudes, llamadas, inspecciones, auditorías, y mil respuestas que dar. Y no estaba seguro si iba a soportar todo eso.

Posteriormente, luego de tanto cavilar, llegó caminando a la sala que le había indicado el jefe Rosty, donde lo estaban esperando.

Cuando entró, uno de los reos dijo en voz baja: «ahí entró el bulldog francés. Lo veo más feliz que nunca, ¿Qué opinas?». Y otro le respondió: «Sí, cállate, y no me hagas reír, que nos pescarán y nos meterán en “el agujero” a pan y agua por treinta días, mínimo».

—Caballeros, buenos días. Aunque solo es una expresión de deseos. Este es el peor día de la institución en los últimos treinta años. Saben muy bien por qué lo digo, y ustedes son parte de estos hechos —así iniciaba su réplica el Capitán, intentando dar una imagen de gran templanza ante lo ocurrido, aunque por dentro comenzaba a agrietarse su solidez personal—.Y por supuesto que nosotros también. Nuestro deber era controlarlos, y fallamos.

—Jefe Rosty, ¿ya sabemos el reo que falta?

—Sí, señor.

—Perfecto. Que sus compañeros se queden aquí formados y no se muevan de esta sala. Iniciaremos investigaciones en este preciso momento—exigió el Capitán.

—Señor García, jefe Rosty, acérquense —se separaron de los reos, sin que puedan escuchar lo que ellos conversaban—. Acompáñenme al patio once. Agente García, llame al arquitecto Pucci y dígale que las obras se suspenden por 48 horas, por causas de fuerza mayor. Examinen el registro de los GOB-30 y determinen de qué pabellón viene cada reo. En una hora, quiero sus fichas completas, sus fotos, un reporte integral de cada uno, desde qué ingresaron al Palacio. Ah, y quiero que el que se escapó aparezca en primer lugar del listado. ¿Han entendido?

—Sí, Capitán.

—¿De quién se trata, jefe Rosty?

—Un tal “Charly”. Todos lo conocen por ese apodo.

—Bueno, quiero que averigüen sus amistades en la cárcel, sus aliados y enemigos, sus gustos, movimientos, todooooo. ¿Me escuchó, Rosty?

—Sí, Capitán.

—¿Señor García?

—Sí, Capitán.

—Para usted también tenemos acción, no se preocupe. Las sirenas sonaron a las 12:17 horas y para esa instancia ya había tomado posición el nuevo personal de relevo de guardia, que generalmente entra quince minutos antes de las 12:00 horas. ¿Estoy en lo cierto, García?

—Correcto, Capitán. A las 12:00 horas, había entrado en funciones el nuevo equipo de guardias del turno tarde. En realidad, lo hacen siempre diez minutos antes.

—Pues, entonces, quiero aquí a todos los guardias del primer turno que estuvieron de custodia desde la mañana. Y los quiero de regreso en dos horas, máximo. —Luego necesito que hable con el Jefe de Monitoreo. Le pide además que retire la unidad de back up de grabación donde se almacenan todas las filmaciones y grabaciones de las cámaras de vigilancia, incluidas las unidades de memoria. —Que seleccione todo lo grabado entre las 7:30 y 12:30 horas de hoy. Además, muden equipos, guardias y ayudantes a la sala de reuniones que tengo en el tercer piso, junto a mi oficina. Les propongo que instalemos allí la “base de operaciones”. Que acarreen monitores, proyectores, computadoras y todo lo que sea necesario para nuestra investigación. Tenemos que ejecutar esto contrarreloj. —¿Va anotando, García?

—Sí, Capitán.

—Que el jefe junte diez guardias y que los suba a todos a la nueva base de operaciones. Cuando se ubiquen y conecten todo, cada uno deberá ver “con lupa” treinta minutos de la filmación por separado y en secuencia, e ir anotando cualquier cosa que les llame la atención, por mínima que sea. En una hora, quiero el primer reporte sobre mi escritorio ¿Me va captando, García?

—Sí, Capitán.

—»Con todo respeto, Capitán, discúlpeme. Deducía haciendo una cuenta y, entre todos los lugares a monitorear, en las áreas involucradas, deben sumar como veinte cámaras para revisar. Un cálculo rápido: a cinco horas por cámara serían cien horas de filmación para analizar. Lo veo difícil...

—Problema del jefe, entonces. ¡No mío!

—Sí, Capitán.

—Otra cosa, García, le avisa usted a la Central de Policía de nuestra jurisdicción para que implemente el plan de emergencia para estos casos. Que cubran las rutas de salida y entrada del estado. Envíen las fotos del famoso Charly a los diarios y TV. Y que sea la más actual que tengamos registrada de él. ¿De cuándo es la última foto?

—No lo sé. Voy a averiguar y le aviso.

—Muy bien. En marcha. No en primera, ¡ponga sexta directa, García! Y a mí me toca la más fácil. Yo me encargaré de avisar al Gobernador de este hecho. Y si no me ven mañana por aquí, ustedes saben los motivos —se sinceró el Capitán con sus colaboradores.

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